miércoles, 5 de noviembre de 2025

EPÍLOGO DEL LIBRO “LA CONFESIÓN” (1868)

¿Quieres que te revele el secreto de todas las objeciones, de todas las dificultades que se oponen a la Confesión, en el espíritu, en el corazón y en la lengua?

Por Monseñor de Segur (1868)


34. EPÍLOGO. UN PEQUEÑO SECRETO Y UN CONSEJO PRÁCTICO

Amigo lector, ¿quieres que te revele, para dar fin a mi trabajo, el secreto de todas las objeciones, de todas las dificultades que se oponen a la Confesión, en el espíritu, en el corazón, en la lengua y bajo la pluma de todos sus adversarios?

Es una conciencia averiada, llena de graves faltas y envuelta en la densa red del orgullo. ¡He aquí el secreto, he aquí la clave del enigma! 

“Yo no he sido incrédulo -decía en su lecho de muerte el célebre geómetra Bouquer, llamado por Alambert la mejor cabeza de la Academia- yo no he sido incrédulo, sino porque he sido corrompido. Andemos más de prisa, Padre mío; mi corazón más aun, que mi entendimiento, tiene necesidad de ser curado”.

El mejor medio de comprender, de amar la Confesión es confesarse. Diré aún más; es el mejor medio de prepararse para ella, como el mejor medio de lavarse es meter las manos dentro del agua. Es, en fin, el medio más seguro para creer en ella, para quien está persuadido que no cree en tal Sacramento.

El día 21 de Diciembre de 1858, el bueno y santo cura de Ars, cuya reputación habrá llegado a tus oídos, vio venir hacia él de en medio de la multitud que sin cesar le rodeaba, un gran señor, de muy buen porte, de unos cincuenta años, y que llevaba en su paletó la divisa de oficial de la Legión de Honor. Era un antiguo funcionario público.

El virtuoso párroco confesaba a los hombres en la sacristía de su iglesia, de las ocho a las once de la mañana, entre la Misa y el Catecismo. Estaba sentado cerca de una pobre mesa de madera, frente la cual había un pequeño reclinatorio para arrodillarse. Llega el señor y saludando con respeto:

- “Mi señor cura, dijo, vengo a tratar con usted de un asunto serio”.

- “Bueno, respondió con dulzura el santo sacerdote, arrodillaos aquí”. Y con el dedo le señaló el reclinatorio.

- “Es que, señor cura, yo no vengo para confesarme”.

- “Entonces, ¿para qué venís?”

- “He venido para discutir”.

- “¿Para discutir? Si yo, pobre de mí, no sé lo que es discutir; tomad y arrodillaos”.

- “Pero, mi señor, ya he tenido el honor de decirle que no vengo para hacer una confesión. Yo no tengo fe, yo no creo, y...”

- “¿Con qué no tenéis fe? ¡Pobre hombre! Yo soy muy ignorante, pero veo que vos lo sois mucho más que yo. Yo a lo menos sé que es necesario creer, y vos, vos no sabéis ni aun esto. Haced lo que os digo, arrodillaos aquí”.

- “Pero precisamente sobre la Confesión versan mis dudas- dijo el oficial un tanto desconcertado- Yo de ningún modo puedo confesarme sin creer, esto sería una comedia, y vos no quisierais...”

- “Creedme, mi buen amigo, yo conozco bien todo esto. Creedme, arrodillaos”

No sabiendo cómo dar fin a esta discusión de un nuevo género, el oficial de la Legión de Honor, medio descontento, pero vivamente impresionado por el aire de santidad que radiaba en torno del cura de Ars, del acento de fe en todas sus palabras, de su humilde y dulce sencillez, puso en seguida una rodilla sobre el reclinatorio, y poco después la otra.

- “Haced: En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”- dijo el santo hombre con la autoridad y bondad de un padre- ¿Sabéis cómo se hace la señal de la cruz?”

El improvisado penitente se persignó, algo confuso por la pregunta. El cura le interrogó, poco a poco le abrió el corazón con aquella gracia tan poderosa de que Dios le había dado el secreto; y un cuarto de hora después, aquel señor se levantaba, con el rostro bañado en lágrimas, que eran del gozo más puro, no pudiendo menos de expresar en alta voz su felicidad y dicha.

A la mañana siguiente el venerable cura me decía graciosamente presentándome este nuevo hijo de su corazón: “He jugado por cierto una mala partida al diablo; y he aquí un hombre tan contento que, ¡os lo aseguro! no tiene ya ganas de discutir.”

Ea pues, abracémonos, mi buen lector, separémonos hechos unos verdaderos amigos; roguemos el uno por el otro. Yo te deseo que sirvas y ames a Dios toda tu vida; y si acaso tienes que dar aun el primer paso en esta senda, te suplico encarecidamente que escuches con docilidad y lo más pronto posible, la invitación de algún buen sacerdote que te diga como el cura de Ars: ¡Arrodillaos aquí!

FIN DEL LIBRO “LA CONFESION” 
 (1868)


 


 
 


 
 
 
 

 

 

 
 
 

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