Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Conque allá más adelante, eh? ¿Y si te da esta noche un accidente y te mueres sin decir Jesús?
¡Allá más adelante, cuando tengas más vagar que hoy! ¡Desdichado! ¿Es tuyo, por ventura, el día de mañana? ¿Sabes qué será de ti dentro de cinco minutos? ¿Quién eres tú para poner plazos a la paciencia de Dios?
Pero Dios, me dirás, es misericordioso, y no me dejará morir sin que me haya reconciliado con Él. ¿Y si te deja? ¿Qué cargo podrás tú hacer a Dios si no quiere esperarte? ¿Pues no te ha dicho, con ejemplos diarios que pasan a tu misma vista, que nadie conoce su última hora?
¿No te ha dicho Dios que tú le debes todos los momentos de tu vida? ¿Y no te ha ofrecido que cuando quiera que le pidas misericordia te perdonará? Pues, ¿con qué derecho, con qué razón puedes poner a prueba su paciencia?
Si te dijeran que en tu casa hay un barril de pólvora oculto, que puede estallar de un momento a otro, ¿te estarías mano sobre mano, y dirías: Allá más adelante lo buscaré, cuando tenga más vagar? No, sino que revolverías toda la casa, y no tendrías un momento de sosiego hasta haber encontrado la pólvora y haber evitado el peligro. Pues haz por tu pobre alma lo que harías por tu casa. La muerte es el barril de pólvora que amenaza saltar a cada instante; apresúrate de modo que no te coja desprevenido, y no pierdas un día, ni una hora, ni un minuto.
Jesucristo te lo dice: “Velad y estad prontos; porque he de venir a la hora que menos penséis... Sí, el Señor vendrá el día que menos lo esperéis, en el momento que ignoráis, y desechará al siervo infiel. Entonces será el llanto y el crujir de dientes” (San Mateo, cap. XXIV).
Y esto que te dice Jesucristo, lo estás tú viendo a cada instante. ¿Tan poca mella te hacen, o tan pronto te olvidas de las infinitas muertes repentinas que habrás oído contar, y que tú mismo habrás presenciado?
Nunca se me olvidará un pobre joven de dieciséis años, detenido en la prisión de Paris, llamada la Roqueta, que fue el único entre todos los demás presos que se negó a las vivas instancias del capellán de la prisión para que cumpliera con la Iglesia. “El año que viene lo haré -respondió- porque este año no tengo ganas de eso”.
Al día siguiente fue el capellán a confesar a los presos de la enfermería, y halló entre ellos al joven de este caso, que había caído con calentura en la pasada noche. Se acercó el buen sacerdote a su cama, y lo encontró con los ojos cerrados y el rostro amarillo. Preguntó a la Hermana enfermera que le había dado a aquel joven, y ésta le respondió: “Poca cosa; alguna calenturilla de indigestión”. “No, no -replicó el capellán- este muchacho está muy malo; es menester que el médico lo vea al instante”.
En esto entra el médico, pulsa al enfermo, le pone la mano sobre el corazón, y exclama todo demudado: “¡Ay, Dios mío!” “¿Qué es esto? ¿Qué sucede?” -pregunta el sacerdote. “¿Qué ha de ser?” -responde el médico, después de examinarlo de nuevo- “que este joven está muerto”. “¡Muerto!” -exclamó el capellán aterrado- “¡Muerto el infeliz! Y me decía ayer noche: El año que viene lo haré; este año no tengo ganas de eso”
En la cama inmediata había otro preso de la misma edad que este desgraciado, el cual, sacramentado pocos días antes, esperaba su última hora. “¡Oh, Padre mío” -dijo cuando vio al sacerdote- “qué contento estoy! ¿Querrá Dios llevarme pronto consigo?”. Y oyendo entonces al capellán, que le daba esperanza de ponerse bueno, le dijo con un semblante angelical: “No me diga usted eso, Padre mío; si saliera de ésta, quizá volvería a olvidarme del buen Dios; mejor quiero morirme, pues ahora creo que Dios me recibirá”.
Y Dios le cumplió su deseo; aquella tarde murió como un santo, pronunciando el dulce nombre de Jesús.
¡Cuántos otros casos pudiera contarte de espantosas desgracias! ¡A cuánto infeliz no pudiera citarte que ha muerto en medio de una riña, al salir de una casa de juego, en un lugar de mala vida!
Y de alguno pudiera también decirte, en cambio, a quien la muerte repentina no le ha cogido desprevenido.
Me acuerdo de un pobrecillo aprendiz, hijo de tan buenos padres, y tan bien inclinado de suyo, que el día en que recibió su primera Comunión había hecho propósito firme de no irse jamás a la cama en pecado mortal. Habiendo tenido la desgracia de cometer uno pocos meses después, se acordó de su propósito, y al instante trató de confesarse. Pero se le ofrecieron mil dificultades, porque le había caído aquel día mucho trabajo, hacía mal tiempo y, además, la iglesia estaba muy lejos.
Con este motivo dijo para sí: “¡Vaya! Otro día, si Dios quiere, lo haré”. Sin embargo, su propósito se le venía a la memoria, y estaba diciéndole continuamente: “Cumple lo que has prometido a Dios; vete a confesar”. Atormentado con esta lucha interior, no sabía qué hacer, cuando, hincándose de rodillas, rezó un Avemaría pidiendo a la Virgen Santísima que le iluminara, pues el buen niño sabía cuánto vale la oración.
Se levantó, por fin, se fue a la iglesia y se confesó. Volvía contento como unas pascuas, y habiéndose encontrado en el camino a su madrina, le contó cuanto le había sucedido, y se despidió de ella satisfecho de haberse reconciliado con Dios, y dispuesto a dormir tranquilo.
Se acostó, y a la mañana siguiente, que era domingo, su buena madre, que en tal día acostumbraba a dejarle dormir un poco más que los otros, no fue a despertarle hasta bien entrada la mañana. Le llamó, golpeando la puerta de su cuarto; pero pasó un buen rato, y el niño no se levantaba. Incomodada ya la madre de tanta pereza, entró en su alcoba y le dijo: “¡Vamos arriba, haragancillo; las horas que son ya! ¿No te da vergüenza?”
Pero tampoco el niño dio cuenta de sí. Se acercó a él entonces su madre, ya un poco inquieta; le toca y le encuentra frío; le mira y le ve pálido y sin movimiento. La pobre madre lanza un grito de dolor y cae en tierra sin sentido. Su hijo estaba muerto y su cadáver ya frío. ¡Dichoso él mil veces, que no había dejado para otro día el ponerse en gracia de Dios!
Dichoso tú, hijo mío, si teniendo presentes estos ejemplos, y los muchos que habrás visto por ti mismo, eres bastante juicioso y bastante cristiano para esperar sin temor a la muerte a la hora que Dios quiera mandártela. Ya sabes el cantar:
“Mira que te mira Dios;
mira que te está mirando;
mira que te has de morir;
mira que no sabes cuándo”.
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