CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO X
DE LA PRIMERA PETICION
Santificado sea tu nombre
Qué es lo que se debe pedir a Dios, y con qué orden se haya de hacer, el mismo Maestro y Señor de todos nos lo enseñó y mandó. Porque siendo la oración mensajera e intérprete de nuestros afectos y deseos, entonces pedimos bien y acertadamente, cuando el orden de las peticiones sigue al de las cosas que deben desearse. La verdadera Caridad nos enseña que encaminemos a Dios todos nuestros intentos y deseos. Porque como él solo en sí mismo es el sumo bien; de justicia debe ser amado con especial y singular amor. Y es imposible que sea Dios amado de todo corazón y sobre todas las cosas, si no se antepone a ellas su honor y gloria. Porque todos los bienes nuestros y ajenos, y en fin, todas las cosas que se pueden llamar con el nombre de buenas, están en todo sujetas a aquel sumo bien de quien han procedido. Por esto, a fin de que la oración procediese con orden, puso el Salvador esta petición del sumo bien por principal y cabeza de todas las demás, enseñándonos que antes de pedir las cosas necesarias, o para nosotros, o para nuestros prójimos, debemos pedir las que son propias de la gloria de Dios, representando a su Majestad nuestro amor y deseos acerca de esto mismo. De esta manera guardaremos el orden de la Caridad, la cual nos enseña que amemos a Dios más que a nosotros mismos, y que pidamos primero lo que queremos para Dios, y después lo que deseamos para nosotros.
Y porque los deseos y peticiones son de aquellas cosas de que carecemos, y a Dios, esto es, a su naturaleza, nada se puede añadir, ni aumentar con cosa ninguna la divina sustancia, que por un modo indecible está cumplida en toda perfección, debemos entender que las cosas que pedimos aquí para su Majestad, están fuera del mismo Dios, y que pertenecen a su gloria externa. Porque deseamos y pedimos, que el nombre de Dios se haga más notorio entre las gentes, que se dilate su Reyno, y que obedezcan muchos más cada día a su Majestad. Y estas tres cosas nombre, Reyno y obediencia, no están en la misma íntima bondad de Dios, sino que le vienen de afuera.
Más, para que se entienda mejor la virtud y valor de estas peticiones, será cargo del Párroco advertir al pueblo fiel, que aquellas palabras: Así en la tierra como en el Cielo; se pueden aplicar a cada una de las tres peticiones primeras de este modo: Santificado sea tu nombre, así en la tierra como en el Cielo; Venga a nosotros tu Reyno, así en la tierra como en el Cielo; Y hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo. Y cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, lo que deseamos es, que se aumente la santidad y gloria del divino nombre. Donde ha de advertir el Párroco, y enseñar a los piadosos oyentes que no dice el Salvador que sea santificado en la tierra de la misma manera que en el Cielo: esto es, que iguale en grandeza la santificación de la tierra a la del Cielo (pues esto de ningún modo puede ser); sino que hagamos esta petición a impulsos de la Caridad, y con afectos íntimos del alma.
Y aunque sea muy cierto, como en verdad lo es, que el nombre divino no necesita por sí de santificación, porque es santo y terrible; así como el mismo Dios es santo por naturaleza, sin poder añadírsele santidad alguna, que no la haya tenido desde la eternidad; sin embargo, como es adorado en la tierra muchísimo menos de lo que es debido, y aún a veces también es ultrajado con blasfemias y voces sacrílegas; por esto deseamos y pedimos, que sea celebrado con sumas alabanzas, honor y gloria, a imitación de los loores, honra y gloria que se le tributan en el Cielo; esto es, que traigamos su honra y su adoración en nuestro entendimiento, en nuestra voluntad y en nuestra boca, de tal modo que le demos toda veneración interior y exterior, y que celebremos por todos los términos que fueren posibles a un Señor tan grande, tan santo y tan glorioso, como lo hacen los Ciudadanos soberanos del Cielo. Porque así como los Bienaventurados ensalzan y predican la gloria de Dios con suma uniformidad y armonía, así pedimos que se haga lo mismo en la tierra; que todas las gentes conozcan a Dios, le adoren y veneren, y que no se halle hombre que no abrace la Religión Cristiana, y que no se consagre todo a Dios, creyendo que es la fuente de toda santidad, y que no hay cosa pura y santa, que no dimane de la santidad del divino nombre.
Y por cuanto asegura el Apóstol, que fue purificada la Iglesia con el lavatorio del agua por la palabra de la vida, como esta palabra de la vida significa el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, en el cual somos lavados y santificados, y asimismo es imposible purificación, limpieza e integridad en alguno sobre quien no haya sido invocado el nombre divino: deseamos y pedimos a Dios, que toda clase de hombres, abandonando las tinieblas de la impura infidelidad, sean ilustrados con los rayos de la divina luz, y conozcan de tal modo la virtud de este nombre, que busquen en él la santidad verdadera, y recibiendo en nombre de la santa e individua Trinidad el Sacramento del Bautismo, alcancen de la mano de Dios la santidad legítima y perfecta.
Y no menos aprovecha este nuestro deseo y petición a aquellos también, que habiéndose manchado con maldades y culpas, perdieron la gracia del Bautismo y la estola de la inocencia; por lo cual volvió el inmundo espíritu a colocar su silla en sus infelicísimas almas. Pedimos pues y suplicamos a Dios, que sea también en estos santificado su nombre; para que volviendo sobre sí y a su sano juicio, recobren la santidad antigua por medio del Sacramento de la Penitencia, y se ofrezcan a sí mismos como puro y santo templo y morada para Dios.
Pedimos finalmente que infunda Dios su luz a todas las almas, con la cual puedan ver, que toda buena dádiva, y todo don perfecto que desciende del Padre de las lumbres, baja a nosotros de su divina mano; para que reconozcan haber recibido la templanza, la justicia, la salud, la vida, y en suma, todos los bienes de alma y de cuerpo, exteriores, vitales y saludables de aquel Señor de quien proceden todos los bienes, como lo predica la Iglesia. Y que si el sol con su luz, si los demás astros con su movimiento y curso aprovechan al linaje humano, si respiramos con el ambiente, si sustenta la tierra la vida de todos con la abundancia de sus frutas y frutos, si por el buen gobierno de los magistrados gozamos de quietud y tranquilidad, todos estos y otros innumerables bienes semejantes nos vienen de la inmensa benignidad de Dios. Y sobre todo esto debemos confesar, que aquellas causas que los Filósofos llaman segundas, son como unas manos de Dios, hechas a posta y con artificio maravilloso para nuestra utilidad, por las cuales nos reparte y derrama sus bienes con abundancia y largueza.
Pero lo que más importa en esta petición, es que reconozcan y veneren todos a la Esposa Santísima de Jesucristo y madre nuestra, la Iglesia, en la cual sola está aquella muy caudalosa y perenne fuente, para lavar y limpiar todas las manchas de los pecados, de donde salen todos los Sacramentos de la salud y santificación; por los cuales, como por unos arcaduces del Cielo, derrama Dios sobre nosotros el rocío y licor de la santidad; y a la cual sola, y a los que ella abriga en su seno y regazo, pertenece la invocación de aquel divino nombre, que es el único, que debajo del cielo ha sido dado a los hombres, por el cual hayan de ser salvos.
Más aquí deben los Párrocos encarecer estrechísimamente, que es obligación del buen hijo, no sólo rogar a Dios Padre con palabras; sino esforzarse también con acciones y obras a hacer que resplandezca en él la santificación del divino nombre. Pero ¡pluguiera a Dios que no hubiera hombres, que pidiendo de continuo la santificación del divino nombre con la boca, le afeasen y manchasen en cuanto es de su parte con los hechos! por cuya culpa a veces aún es blasfemando el mismo Dios. Contra estos dijo el Apóstol: Por vosotros es blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles. Y en Ezequiel leemos: Entraron entre las gentes, a los que vinieron, y mancharon mi santo nombre: pues se decía de ellos: Este es el pueblo del Señor, y de su tierra han salido. Porque cual es la vida y costumbres de los que profesan una religión, suele ser el juicio que hace el vulgo ignorante de la religión misma y de su Autor. Y así los que viven según la religión Cristiana que abrazaron, y ajustan sus palabras y obras a la regla que profesaron, dan a otros materia copiosa de alabar el nombre del Padre celestial, y de engrandecerle con todo honor y gloria. El mismo Señor nos puso en la obligación de que excitemos a los hombres con obras señaladas de virtud a bendecir y ensalzar su divino nombre, diciéndonos por el Evangelista: De tal manera brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos. Y el Príncipe de los Apóstoles nos dice: Teniendo vuestra conversación buena entre las gentes, para que considerándoos por vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios.