Por Monseñor De Segur (1862)
La Iglesia, que ha recibido de las manos de Dios las Santas Escrituras, no tiene deseo más grande que el de ver a sus hijos nutriéndose de la divina palabra y meditando sus oráculos. Sin embargo, ella quiere que esta lectura excelente, vaya acompañada de ciertas precauciones, que la fe y la experiencia prescriben igualmente a su maternal prudencia. La Iglesia se acuerda de que Satanás se sirvió de la Sagrada Escritura, para tentar a Jesucristo en el desierto; como también de que los escribas y fariseos combatían al Divino Maestro y a sus Apóstoles, en nombre de la palabra de Dios.
No olvida tampoco la Iglesia, que el príncipe de los Apóstoles San Pedro, el primer Papa, hablando de las Escrituras divinamente inspiradas, enseñaba: “Que hay en ellas pasajes difíciles de comprender, los cuales hacen servir para su propia ruina, depravándolos, algunos hombres sin doctrina y de voluble espíritu, y que lo mismo sucede con todas las Escrituras”.
Más aún: la misma Sagrada Escritura es la que obliga a la Iglesia a dar con prudencia este divino alimento a sus hijos. La experiencia se une a la fe en esta materia tan grave; y el ejemplo de lo sucedido con todos los herejes, especialmente con los herejes modernos, la ha hecho ver que esa lectura de la Biblia pudiera ser muy peligrosa en ciertas condiciones, y especialmente en las traducciones hechas a la lengua vulgar. De todo esto ha sacado la Iglesia algunas reglas muy sencillas y muy sabias, las cuales han sido impuestas por ella, no para impedir la lectura de la Biblia, sino para evitar los peligros que la acompañan.
La primera de esas reglas es que debemos recibir de los legítimos pastores de la Iglesia, solamente de ellos, el texto y la interpretación de la Sagrada Escritura, no sea que, como añade el Apóstol San Pedro: “hechos juguete de los errores de falsos doctores, los cristianos pierdan aquella solidez de doctrina que les es propia”. “Ne insipientium errore traducti, excidatis a propia firmitate”.
Luego la Iglesia ordena que no se haga uso sino de ciertas traducciones de la Sagrada Escritura, cuidadosamente examinadas y aprobadas por la autoridad eclesiástica, para que así los fieles, cuando la lean, estén seguros de que leen la palabra de Dios y no la humana palabra de algún traductor ignorante o pérfido.
La primera de esas reglas es que debemos recibir de los legítimos pastores de la Iglesia, solamente de ellos, el texto y la interpretación de la Sagrada Escritura, no sea que, como añade el Apóstol San Pedro: “hechos juguete de los errores de falsos doctores, los cristianos pierdan aquella solidez de doctrina que les es propia”. “Ne insipientium errore traducti, excidatis a propia firmitate”.
Luego la Iglesia ordena que no se haga uso sino de ciertas traducciones de la Sagrada Escritura, cuidadosamente examinadas y aprobadas por la autoridad eclesiástica, para que así los fieles, cuando la lean, estén seguros de que leen la palabra de Dios y no la humana palabra de algún traductor ignorante o pérfido.
Además, quiere la Iglesia que se consulte su autoridad, antes de leer la Escritura, para saber si el que pretende hacer esa lectura, está con las disposiciones convenientes de inteligencia y de corazón, para sacar provecho de semejante lectura. Basta referir estas reglas prácticas, para hacer comprender la profunda sabiduría que las ha dictado. Pero ellas son, no solamente sabias, sino también necesarias.
Con esto la Iglesia muestra cuanto más caso hace ella de la santa palabra de Dios, que no esos temerarios innovadores; los cuales bajo pretexto de poner aquella divina palabra al alcance de todos, la han arrojado al cieno y profanado indignamente. La Iglesia Católica sola respeta la Biblia, porque ella es la única que conoce su santidad y comprende su verdadero uso.
Pero añadiré aquí un hecho que muchos ignoran, a saber, que se lee mucho más la Sagrada Escritura en el seno de la Iglesia Católica, que entre los protestantes, a lo menos los de Francia. En la Misa se leen cada día pasajes del Antiguo Testamento, o de las Epístolas de los Apóstoles, como también los textos más notables e importantes del Evangelio. Muchos católicos, llevan consigo el Nuevo Testamento, o por lo menos los cuatro Evangelios, cuya práctica piadosa es de regla en los Seminarios. Pocos sacerdotes hay que no consagren cada día cierto tiempo, a la lectura y meditación de la Sagrada Escritura. Yo no sé si los pastores protestantes leen mucho la Biblia; pero me consta que no la leen sus ovejas. En muchas familias protestantes los padres prohíben, y por cierto, no sin razón, esa lectura a sus hijos, pues hay muchos pasajes que prudentemente no se pueden poner a la vista de los jóvenes de ambos sexos.
La Sagrada Escritura es ante todo un libro sacerdotal, el libro de los presbíteros; los cuales, como encargados de enseñar y santificar a los fieles, reciben este depósito, el más precioso después del de la Eucaristía. Ellos le explican al pueblo, alimentando a las almas con las divinas verdades, de que ellos se han nutrido previamente a sí mismos. Ellos son los que tienen la misión de hacer amar y respetar la Sagrada Escritura, distribuyendo su contenido a cada uno según sus necesidades, conservando así a la palabra de Dios su carácter esencial, que es el de ser luz y vida.
Los sacerdotes santos, y los verdaderos cristianos, tienen a la Sagrada Escritura un respeto y un amor inefables.
Con esto la Iglesia muestra cuanto más caso hace ella de la santa palabra de Dios, que no esos temerarios innovadores; los cuales bajo pretexto de poner aquella divina palabra al alcance de todos, la han arrojado al cieno y profanado indignamente. La Iglesia Católica sola respeta la Biblia, porque ella es la única que conoce su santidad y comprende su verdadero uso.
Pero añadiré aquí un hecho que muchos ignoran, a saber, que se lee mucho más la Sagrada Escritura en el seno de la Iglesia Católica, que entre los protestantes, a lo menos los de Francia. En la Misa se leen cada día pasajes del Antiguo Testamento, o de las Epístolas de los Apóstoles, como también los textos más notables e importantes del Evangelio. Muchos católicos, llevan consigo el Nuevo Testamento, o por lo menos los cuatro Evangelios, cuya práctica piadosa es de regla en los Seminarios. Pocos sacerdotes hay que no consagren cada día cierto tiempo, a la lectura y meditación de la Sagrada Escritura. Yo no sé si los pastores protestantes leen mucho la Biblia; pero me consta que no la leen sus ovejas. En muchas familias protestantes los padres prohíben, y por cierto, no sin razón, esa lectura a sus hijos, pues hay muchos pasajes que prudentemente no se pueden poner a la vista de los jóvenes de ambos sexos.
La Sagrada Escritura es ante todo un libro sacerdotal, el libro de los presbíteros; los cuales, como encargados de enseñar y santificar a los fieles, reciben este depósito, el más precioso después del de la Eucaristía. Ellos le explican al pueblo, alimentando a las almas con las divinas verdades, de que ellos se han nutrido previamente a sí mismos. Ellos son los que tienen la misión de hacer amar y respetar la Sagrada Escritura, distribuyendo su contenido a cada uno según sus necesidades, conservando así a la palabra de Dios su carácter esencial, que es el de ser luz y vida.
Los sacerdotes santos, y los verdaderos cristianos, tienen a la Sagrada Escritura un respeto y un amor inefables.
El grande Arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, que fue el ilustre reformador del clero en Italia durante el siglo XVI, no leía la Biblia sino de rodillas y con la cabeza descubierta; habiéndosele visto alguna vez hasta cuatro horas seguidas, ocupado en este divino trabajo.
San Felipe Neri regaba con sus lágrimas las sagradas páginas, que sabía de memoria. Lo mismo les sucedía a San Francisco de Sales y a San Vicente de Paul.
El señor Olier, reformador de la disciplina eclesiástica en Francia, tenía a la Biblia en una veneración admirable. Había hecho empastar un ejemplar en plata maciza y jamás le ponía al lado de los otros libros. Antes de abrirle se vestía de sobrepelliz y leía de rodillas, como San Carlos, a pesar de sus enfermedades.
La piadosa compañía de San Sulpicio, que dirige una gran parte de los Seminarios de Francia, inspira esos mismos sentimientos de religión a los jóvenes eclesiásticos, los cuales se apresuran a seguir esa dirección tan católica. Jesús es el Maná oculto de las Escrituras. ¡Bienaventurado el que le encuentra! ¡Dichosa el alma fiel que con la luz de la Santa Iglesia y de la verdadera Fe, estudia con espíritu de piedad, con amor y con deseo de santificarse, la adorable palabra de Dios, haciendo de ella después del Santísimo Sacramento del Altar, el sólido alimento de una virtud positiva y verdadera!
Continúa...
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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