Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Eso es, a los últimos, cuando ya no pueda confesarse, cuando ya no tenga fuerza ni entendimiento para comprender que ha llegado su última hora, y que va a ser llamado a comparecer ante Dios. ¿Entonces queréis llamar al sacerdote para que administre al enfermo, es decir, cuando de nada puede ya servirle? Más sencillo sería dejarle morir como a un perro.
Jesucristo es Dios de vivos, no de muertos; y no nos dio a sus ministros para sacramentar cadáveres.
Mentira parece lo que en este punto suele pasar entre cristianos; pues no solamente se huye y se retarda el preparar debidamente a los enfermos, sino que a veces se ve a la familia entera formar una especie de conspiración para estorbar que el sacerdote entre en la alcoba, menos cuando se le insulta y se le llama imprudente, inhumano, todo porque quiere salvar un alma.
Y luego, cuando ya no es tiempo, cuando el enfermo no está ya en estado de prepararse, si al buen sacerdote se le ocurre hacer un cargo a la familia, se le suele responder con mucha frescura: “¡Oh, si era tan bueno! ¡Tan santo! ¡Tan amante de sus hijos! ¡No tenga usted cuidado, señor cura; que lo que es este pobrecito, entra en la gloria sin tropezar!”. Y muchas veces, el desdichado de quien se hacen tantos elogios, hacía ya muchos años que ni aun se acordaba de que era cristiano.
Todo, ¿por qué? Por la pícara manía de que la vista del sacerdote asusta y empeora al enfermo, y que hablarle de confesarse es darle una puñalada. ¡Como si se hubieran muerto todos los que han sido administrados! ¡Como si la experiencia no probase lo mucho que se tranquiliza el pobre enfermo en recibir los consuelos de la Religión! ¡Como si no estuvieran ahí los mismos médicos para asegurar, como aseguran por su mucha experiencia en este asunto, la infinidad de veces que han visto a sus enfermos mejorarse y hasta vencer al mal desde el momento mismo de ser administrados!
Por Dios, hijo mío: no consientas que en tu casa dejen morir de este modo bárbaro y cruel a nadie de tu familia; aconseja que se haga lo mismo en casa de tus amigos, y haz a todo el mundo la caridad de contribuir a desvanecer esa aprensión ridícula e impía, de que el administrar a los enfermos es lo mismo que matarlos.
Cuando te sientas gravemente enfermo, o veas que lo está algún pariente, algún amigo tuyo, haz, en cuando esté de tu parte, que se pidan los consuelos de la Religión; pues bien sabes, y el Catecismo te lo dice, que dan salud al alma y al cuerpo si le conviene.
No temas que esta santa preparación cause ningún daño. ¿Por ventura el tener uno corriente su pasaporte le obliga por fuerza a emprender la marcha?
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