2 de Noviembre: San Juan de la Cruz, confesor
(✞ 1591)
San Juan de la Cruz, insigne maestro de la vida espiritual, y gran ornamento de la reforma de la Orden carmelitana, nació en Fontíveros, villa del obispado de Ávila, y antes que naciese, fue ofrecido por su madre a la Virgen Santísima.
Quedando el santo niño huérfano de padre, el administrador del Hospital de Medicina del Campo se lo pidió a su madre, para que sirviese a los pobres, ofreciéndole darle alimentos, estudios y una capellanía.
Era Juan de doce años cuando comenzó a servir en el Hospital; y al mismo tiempo, estudió gramática, retórica y filosofía, en las que salió muy aventajado.
En esos momentos fundaron los Religiosos carmelitas un convento en Medina, en el cual el santo mancebo tomó el sagrado hábito, y resplandeció señaladamente en el espíritu de la oración, en la pobreza y aspereza de vida.
Adelantó su penitencia con extraños rigores; el jubón de esparto le parecía suave, las disciplinas no le satisfacían si no las teñía con sangre, tenía los cilicios por blandos si no taladraban sus miembros, su cama era un rincón del coro con una piedra por almohada.
Le mandaron a Salamanca a estudiar teología, y habiendo sido ordenado como sacerdote, quiso pasara la Cartuja para llevar una vida más austera; pero el Señor que le llamaba para una gran obra a su servicio, le inspiró la reforma de su sagrada Orden, que, por aquellos tiempos, ya había comenzado Santa Teresa de Jesús, una de sus Religiosas carmelitas.
El primer convento reformado fue el de Duruelo, pobrísimo, estrecho, lleno de cruces y calaveras, donde el santo, por parecerse hasta en el nombre a su Redentor crucificado, mudó el nombre de Matías, por el de Juan de la Cruz.
Allí fue probado por el Señor con durísima sequedad y oscuridad del espíritu, cuyo estado describe admirablemente en su libro titulado Noche Obscura; más, pasada la terrible prueba, fue regalado por Dios con tan inefables comunicaciones del Cielo y sublimes arrobamientos, que no parecía sino un serafín en cuerpo humano.
Hablando un día con Santa Teresa en el locutorio sobre el misterio de la Santísima Trinidad, la santa quedó arrobada; y el santo, juntamente con la silla en la cual estaba sentado, se levantó por el aire hasta el techo de la pieza.
Vencidas las gravísimas dificultades, fundó numerosos conventos, que gobernó santísimamente, en los cuales florecía la santidad de la primera Regla.
Queriendo el Señor llevarle para sí, le envió una enfermedad dolorosísima, que se mostró en cinco apostemas en forma de cruz, y llegada la hora de su dichoso tránsito, lo rodeó un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba la de las veinte luces que ardían en el altar de su celda, sintiéndose por todo el convento una celestial fragancia.
Reflexión:
¡Dichosa el alma que, a imitación del esclarecido confesor de Cristo, Juan de la Cruz, se esfuerza en renunciar a todo lo que parece florecer a la sombra de esta vida! El que se deja dominar por el amor engañoso de este mundo, pierde infaliblemente las dulzuras de la felicidad verdadera. Mientras exista en nuestro corazón alguna afición desordenada por las cosas creadas, no alcanzaremos la abnegación necesaria para llegar ala santidad, a la plenitud de la dicha, al descanso del espíritu.
Oración:
Oh Dios, que hiciste al bienaventurado Juan, tu confesor, uno de los mayores amantes de la cruz, y de la perfecta abnegación de sí mismo, concédenos que, imitándole sin cesar, consigamos como él, la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.