domingo, 24 de noviembre de 2024

24 DE NOVIEMBRE: SAN JUAN DE LA CRUZ, CONFESOR


2 de Noviembre: San Juan de la Cruz, confesor

(✞ 1591)

San Juan de la Cruz, insigne maestro de la vida espiritual, y gran ornamento de la reforma de la Orden carmelitana, nació en Fontíveros, villa del obispado de Ávila, y antes que naciese, fue ofrecido por su madre a la Virgen Santísima.

Quedando el santo niño huérfano de padre, el administrador del Hospital de Medicina del Campo se lo pidió a su madre, para que sirviese a los pobres, ofreciéndole darle alimentos, estudios y una capellanía.

Era Juan de doce años cuando comenzó a servir en el Hospital; y al mismo tiempo, estudió gramática, retórica y filosofía, en las que salió muy aventajado.

En esos momentos fundaron los Religiosos carmelitas un convento en Medina, en el cual el santo mancebo tomó el sagrado hábito, y resplandeció señaladamente en el espíritu de la oración, en la pobreza y aspereza de vida.

Adelantó su penitencia con extraños rigores; el jubón de esparto le parecía suave, las disciplinas no le satisfacían si no las teñía con sangre, tenía los cilicios por blandos si no taladraban sus miembros, su cama era un rincón del coro con una piedra por almohada.

Le mandaron a Salamanca a estudiar teología, y habiendo sido ordenado como sacerdote, quiso pasara la Cartuja para llevar una vida más austera; pero el Señor que le llamaba para una gran obra a su servicio, le inspiró la reforma de su sagrada Orden, que, por aquellos tiempos, ya había comenzado Santa Teresa de Jesús, una de sus Religiosas carmelitas.

El primer convento reformado fue el de Duruelo, pobrísimo, estrecho, lleno de cruces y calaveras, donde el santo, por parecerse hasta en el nombre a su Redentor crucificado, mudó el nombre de Matías, por el de Juan de la Cruz.

Allí fue probado por el Señor con durísima sequedad y oscuridad del espíritu, cuyo estado describe admirablemente en su libro titulado Noche Obscura; más, pasada la terrible prueba, fue regalado por Dios con tan inefables comunicaciones del Cielo y sublimes arrobamientos, que no parecía sino un serafín en cuerpo humano.

Hablando un día con Santa Teresa en el locutorio sobre el misterio de la Santísima Trinidad, la santa quedó arrobada; y el santo, juntamente con la silla en la cual estaba sentado, se levantó por el aire hasta el techo de la pieza.

Vencidas las gravísimas dificultades, fundó numerosos conventos, que gobernó santísimamente, en los cuales florecía la santidad de la primera Regla.

Queriendo el Señor llevarle para sí, le envió una enfermedad dolorosísima, que se mostró en cinco apostemas en forma de cruz, y llegada la hora de su  dichoso tránsito, lo rodeó un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba la de las veinte luces que ardían en el altar de su celda, sintiéndose por todo el convento una celestial fragancia.

Reflexión:

¡Dichosa el alma que, a imitación del esclarecido confesor de Cristo, Juan de la Cruz, se esfuerza en renunciar a todo lo que parece florecer a la sombra de esta vida! El que se deja dominar por el amor engañoso de este mundo, pierde infaliblemente las dulzuras de la felicidad verdadera. Mientras exista en nuestro corazón alguna afición desordenada por las cosas creadas, no alcanzaremos la abnegación necesaria para llegar ala santidad, a la plenitud de la dicha, al descanso del espíritu.

Oración:

Oh Dios, que hiciste al bienaventurado Juan, tu confesor, uno de los mayores amantes de la cruz, y de la perfecta abnegación de sí mismo, concédenos que, imitándole sin cesar, consigamos como él, la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


sábado, 23 de noviembre de 2024

YA, NI LA IGLESIA

Todo está según el mismo patrón: no dejar ni rastro; no ya personas: ni siquiera piedras que puedan traer a la memoria a Dios, o a su Iglesia, y avivar la Fe de almas y conciencias. Nada.

Por el padre José Luis Aberasturi


Desde siempre, desde su Nacimiento y Fundación por Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Iglesia ha sido el Refugio, Único y Seguro, por Verdadero, de la persona: de todo hombre, sin distinción alguna.

Una seguridad que también, y para decirlo todo, se ampliaba a las Instituciones civiles que, por ser de/en Países Católicos, funcionaban con criterios acordes a su condición primigenia: católicos.

La única “diferencia”, necesaria por obligada, era el hecho, diferencial en sí mismo -como tantísimos otros en diversos ámbitos-, del Bautismo. Tanto por lo civil, aunque menos, como por lo Eclesial. Lógico de toda lógica.

Los no-bautizados NO tenían acceso a los Santos Sacramentos, por poner un poner. O a ciertas profesiones, por lo civil.

La diferencia entre estar Bautizado, que nos hace hijos de Dios y “nos mete” en la Iglesia haciéndonos a la vez hijos suyos, era y es “el hecho” esencialmente diferencial. Pero es que, estar Bautizado, era también signo y señal de ciudadanía con plenos derechos.

Sin que supusiese discriminación o menosprecio para el que no estaba bautizado. Pues: “cada uno en su casa, y Dios en la de todos”, como afirma la sabiduría popular.

Tan sin desprecio o discriminación que una de sus señas de identidad, de vuelta en la Iglesia , era el “id por todo el mundo…”.

Los católicos tenían asumida la obligación de buscar la Conversión de los infieles: había que buscarles la Salvación. Era el Mandato recibido.

Pero la defensa de “la persona” no se limitaba, en la Iglesia, a la “persona católica”: en absoluto.

El ejemplo más neto y sin sombra alguna ha sido la consideración de los ‘indios’ de América como ciudadanos con plenos derechos, por “hijos de la Reina Católica”. Desde la máxima Autoridad Católica de España.

Porque la persona, “creada a imagen y semejanza de Dios Creador”, era un valor absoluto para la Iglesia: primero, por su origen que le otorga una dignidad sin parangón con el resto de la Creación.

Y en segundo lugar, porque sin defender la dignidad de la persona, de toda persona, la propia Iglesia se quedaba sin autoridad y sin argumentos para defender a los hijos de Dios en su Iglesia en medio del mundo.

Y, en consecuencia, frente a todas las sociedades católicas, o no, ante las que la Iglesia lidiaba para que así fuese, y así se legislase.

Este Sistema, nacido del mismo Dios y asumido por la Santa Iglesia, todo él en favor del hombre, saltó hecho cisco -dinamitado- por la Revolución Francesa, atea de raíz, y anticatólica como su “más sagrada misión”. No hay que perderlo nunca de vista.

La Revolución Francesa, masónica desde sus presupuestos más íntimos, entendió que había que separar los poderes públicos del ámbito de la Iglesia: NO podía repetirse nunca más aquello de: “París bien vale una Misa”, que pone y manifiesta el orden de las cosas.

Al ser y tener Ésta un Poder Espiritual -Sobrenatural por Esencia-, tenía la última Palabra -Palabra de Dios, en concreto-, frente al Poder Civil. Una Palabra tan determinante que no había poder en la tierra que pudiese levantarse frente a Ella, si se quería vivir y, con mayor motivo, bien morir en las manos y la Misericordia de Dios.

Desmontar este estado de cosas, fue el “laicismo” que se buscó generar e instalar: la “autonomía” del Poder Político de toda tutela por parte de la Iglesia Católica.

Curiosamente, en los países protestantes y asimilados, todas las “iglesias” estaban sometidas al Poder civil. Por definición del Poder. Y los clérigos, funcionarios. Vamos, como los de Correos.

Lo mismo pasaba, desde años atrás, en el mundillo anglicano. Para que conste, como memoria bien histórica.

A partir de ahí la Iglesia ya no ha gozado de verdadera Paz. En ningún sitio. Quizá la excepción sea EEUU, donde nunca ha habido ni persecuciones, ni amortizaciones, ni tampoco: “Expropiesé!!!”.

En Francia, con la tal Revolución Francesa, se desató de inmediato una persecución que degeneró, de primeras, en el Genocidio de La Vendée. Para abrir boca.

Más tarde, fue a por los obispos y curas “juramentados": o sea, obligarles a jurar la Constitución (atea), que no dejaba sitio a la Iglesia en el sistema social y político francés. Por supuesto: el que no se avino a jurar, “a la calle!”.

Lo más cerca, y más a mano: Inglaterra y España, a donde se exiliaron muchos, para no perder el cuello: lo de la guillotina estaba al orden del día; aunque había también otros muchos modos y maneras.

Después, se expropiaron todas las posesiones eclesiásticas: iglesias, catedrales, monasterios… Todo: no les dejaron ni para su sustento personal. Quedó algún hospitalillo, llevado por monjas, pues el Estado no tenía: nunca se había ocupado en esas tonterías…

Finalmente, el Poder por lo Civil ponía y quitaba obispos, párrocos, abades, etc.

Este modelo se repitió en todos los totalitarismos ateos, desde la Revolución rusa, materialista y atea; o sea: marxista: el primer “avatar” de la anterior, de la que se sabe deudora.

Pasando luego por la persecución, en México, contra los católicos y los cristeros.

Es de reseñar, pues es más que significativo, que prácticamente la mayoría de los obispos mexicanos estaban vendidos al Gobierno; hasta el punto de no cortarse ni en mentir al Vaticano. Que se lo tragó todo, por cierto.

Sin olvidar, a continuación, la sanguinaria Persecución marxista y masónica contra la Iglesia y los católicos españoles, con sus más de 2000 mártires elevados a los altares. Creo que me quedo corto, pero no tengo ahora a mano la cifra exacta.

Todo según el mismo patrón: no dejar ni rastro; no ya personas: ni siquiera piedras que puedan traer a la memoria a Dios, o a su Iglesia, y avivar la Fe de almas y conciencias. Nada.

Es la DESACRALIZACIÓN más radical y absoluta. Un intento trágicamente voluntarista que, hoy, ha inficionado a las almas en la misma Santa Iglesia, de arriba abajo: así se ha diseñado y puesto en práctica.

Seguiremos con otro post, pues esto se alarga; y queda mucha tela que cortar.


ARGENTINA: DE CURA VILLERO A ARZOBISPO DE LA PLATA

El falso papa ha nombrado “arzobispo metropolitano” de la archidiócesis de La Plata a “monseñor” Gustavo Oscar Carrara, fuerte defensor de la “justicia social”.


Este nombramiento se produce tras un periodo convulso en esta archidiócesis argentina, marcado por la renuncia de Gabriel Antonio Mestre, quien ocupó el cargo durante menos de un año, en un movimiento que sorprendió a la comunidad eclesiástica en Argentina.

En mayo de 2024, Bergoglio aceptó la renuncia de Mestre, sin dar ninguna explicación que aclarase la situación. Esta decisión generó numerosas preguntas, ya que Mestre había sido nombrado arzobispo de La Plata apenas unos meses antes, en agosto de 2023, en sustitución del “cardenal” Tucho Fernández, actual prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

En una carta pública, Mestre expresó que su salida se debía a “percepciones distintas sobre los acontecimientos en la diócesis de Mar del Plata entre noviembre de 2023 y la actualidad”. No obstante, diversos medios, especularon sobre las razones reales de su destitución, apuntando a tensiones internas relacionadas con su gestión y posibles conflictos previos en Mar del Plata.

La controversia en torno a Mestre se intensificó con las acusaciones de que podría haber influido en las dimisiones de José María Baliña y Gustavo Larrazábal. Ambos fueron designados “obispos” por Bergoglio y los dos renunciaron a tal cargo antes de tomar posesión. Según estas versiones, Mestre habría tenido un papel activo en estas renuncias junto con el “sacerdote” Luis Albóniga, buscando posicionar a este último como “obispo” de Mar del Plata. Sobre Albóniga es de destacar que tras desempeñarse en la diócesis de Mar del Plata, a principios de este año fue trasladado a Jujuy, anunciando el vicario parroquial Lucas Di Leva que “Es un tiempo para seguir rezando especialmente por él. No es la mejor noticia que tenemos que dar” (¿le fue aplicado un “correctivo” bergogliano?)

Según informó InfoVaticana, todos esto hechos levantaron dudas sobre la estabilidad de la archidiócesis de La Plata y la idoneidad de Mestre para liderarla. Su breve paso por la arquidiócesis ha sido calificado por algunos analistas como un episodio turbulento en la Iglesia argentina.

Estas triquiñuelas de Mestre en su vecina diócesis acabó costándole el cargo y que ahora su actividad pastoral se limite a atender la parroquia de Mar de Ajó.

Parroquia Nuestra Señora de Fátima – Mar de Ajó (Buenos Aires) donde hoy se encuentra Mestre

¿Y quién es el nuevo “arzobispo” de La Plata?

Gustavo Oscar Carrara nació en Buenos Aires el 24 de mayo de 1973. Ingresó al seminario metropolitano Inmaculada Concepción de esa arquidiócesis en 1991 y realizó sus estudios eclesiásticos en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires (UCA).

Fue ordenado “sacerdote” el 24 de octubre de 1998 en el Estadio Luna Park, por el entonces “arzobispo” de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio SJ.

Como “sacerdote” desempeñó los siguientes ministerios:

Vicario parroquial de Nuestra Señora de Luján de los Patriotas, en Mataderos (1999-2003).

Responsable de la Comisión de Pastoral Juvenil de la arquidiócesis de Buenos Aires (2002).

Vicario parroquial del Santuario San Cayetano, en Liniers (2003-2006).

Vicario parroquial de la Inmaculada Concepción, en Belgrano (2006-2007).

Asesor adjunto del Consejo Arquidiocesano de Jóvenes de Acción Católica Argentina (2006-2009).

Responsable para la Pastoral en Villas de emergencia (2007-2011).

Administrador parroquial (2007) y párroco primis (2008-2009) de Virgen Inmaculada, en Carrillo.

Párroco de Santa María, Madre del Pueblo, en Villa 1-11-14 del Bajo Flores (2009-2017).

Miembro (2011-2017) y decano (2011-2014) del Consejo Presbiteral.

Decano del Decanato 20 Soldati (2012-2014).

Vicario episcopal para las Villas de emergencia (2012-2023).


23 DE NOVIEMBRE: SAN CLEMENTE, PAPA Y MARTIR


23 de Noviembre: San Clemente, Papa y mártir

(✞ 101)

El apostólico pontífice y mártir san Clemente nació en Roma, y fue hijo de padres nobilísimos, deudos muy cercanos de los emperadores.

Recibió la Fe, el Bautismo y el Sacerdocio de mano del príncipe de los Apóstoles, San Pedro, y se hizo discípulo de San Pablo, a quien ayudó en la predicación del Evangelio, como lo testifica el mismo apóstol, escribiendo a  los Filipenses, cuando dice: “Yo y Clemente y los demás de mis compañeros que trabajaron conmigo, y están sus nombres escritos en el Libro de la Vida”.

Volviendo a Roma después de varias correrías apostólicas, San Pedro le consagró Obispo, y le instituyó sucesor suyo; aunque él, teniéndose por indigno dio su lugar a San Lino y a San Cleto, a cuya muerte tomó Clemente el gobierno de la Iglesia.

Siendo Sumo Pontífice, señaló siete notarios, y los repartió en los barrios de Roma para que tuviesen cuenta de inquirir y escribir las batallas y triunfos de los mártires.

Estando la Iglesia de Corinto alterada por divisiones y cismas, escribió San Clemente dos admirables Epístolas a aquella cristiandad, con las cuales, dice San Ireneo, restableció la Fe y la Caridad entre los hermanos de Corinto; y les recordó las tradiciones que habían recibido por ministerio de los Apóstoles.

Predicaba la palabra de Dios con tanto espíritu que muchos gentiles se convertían a la Fe, y algunos se daban a toda perfección y seguían los consejos evangélicos; por lo cual, los sacerdotes de los ídolos persiguieron a San Clemente, y alborotaron al pueblo contra él, y le acusaron delante de Mamertino, prefecto de Roma.

Consultado por el prefecto el emperador Trajano, mandó que Clemente, o sacrificase a los dioses, o fuese desterrado a Quersona, en el Ponto Euxino.

Prefiriendo el Santo el destierro, halló en él más de dos mil cristianos desterrados por el mismo emperador y condenados a cortar y llevar piedras. Padecían gran falta de agua; y enternecido el Santo, hizo oración al Señor, la cual acabada, alzó los ojos y vio un cordero que levantaba el pie derecho, como señalando dónde hallarían agua; y llegándose a aquel lugar, dio con un azadón un golpe, y brotó luego una fuente de agua clara y abundante.

Como por este milagro se convirtiese gran muchedumbre de gentiles, mandó el emperador a aquellas tierras a un presidente, llamado Aufidiano, el cual hizo gran estrago entre los fieles de Cristo; y mandó que llevasen a San Clemente adentro, en alta mar, donde, con una pesada ancla al cuello, fuese sumergido a las aguas.

Con esta clase de muerte alcanzó el venerable Pontífice la palma del martirio.

Reflexión:

Para estorbar que los cristianos recogiesen y venerasen las sagradas reliquias de San Clemente, ordenó el prefecto gentil que fuese sepultado en el fondo del mar; pero el Señor hizo que el mar se retrajese tres millas, hasta descubrir el santo cuerpo que hallaron los cristianos. Fue puesto en un templo en un sepulcro de mármol; y junto a él, el ancla con que había sido arrojado al agua. Y en tiempos de Nicolao I fue trasladado a Roma aquel venerable cadáver, y colocado con gran solemnidad en una iglesia de su nombre. ¡Así quiere Dios, nuestro Señor, que sean veneradas las sagradas reliquias de sus santos!

Oración:

¡Oh Dios! que cada año nos alegras con la festividad de San Clemente, tu Pontífice y mártir; concédenos benigno, que, pues celebramos su nacimiento para el cielo, imitemos la paciencia que mostró en su martirio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

viernes, 22 de noviembre de 2024

¿POR QUÉ DIOS JUZGA SOBRE LA BASE DEL BIEN Y DEL MAL?

¿Es arbitrario, una elección caprichosa que Dios podría haber hecho de alguna manera? ¿Es una “cuestión de poder” que Dios impuso, atentando contra nuestra “autonomía”?

Por John M. Grondelski


A medida que el año litúrgico llega a su fin, las lecturas de la Iglesia se vuelven decididamente escatológicas, centrándose en las Cuatro Últimas Cosas: La muerte, el juicio, el cielo y el infierno. Una reciente lectura dominical de Daniel nos dice: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; unos vivirán para siempre, otros serán un horror y una desgracia eternos” (12:2).

¿Por qué juzga Dios en función del bien y del mal?

En un mundo con sobredosis de la dictadura del relativismo y alérgico a las normas morales objetivas, quizá algunos piensen que incluso Dios necesita explicar: “¿Quién soy yo para juzgar?”. Suponiendo, sin embargo, que reconozcamos una distinción fundamental entre Dios y el hombre, ¿por qué juzga Dios con criterios del bien y del mal?

¿Es arbitrario, una elección caprichosa que Dios podría haber hecho de alguna manera? ¿Es una “cuestión de poder” que Dios impuso, atentando contra nuestra “autonomía”? Como mínimo, ¿no podría Dios haber hecho del “amar” un criterio más explícito, por ejemplo, como las Bienaventuranzas de las que se habla en el Juicio General?

No.

Todo se reduce al Amor. El “amor”, en primer lugar, no es una cosa. Es Alguien: “Dios es Amor” (I Juan 4:8). Y puesto que el Amor es inherentemente una virtud social, ya apunta a la Trinidad-en-Unidad: tres Personas, Un Dios.

Por lo tanto, el amor no es ante todo un sentimiento o una emoción. No es una reacción. Es una realidad compartida por personas en relación. La relación de las Personas Trinitarias es el Bien compartido: Cada uno ama en el otro lo que es perfecto en sí mismo: la Vida, la Fidelidad, la Verdad. La relación de la Trinidad es su Bondad compartida.

El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, está hecho para compartir la relación: Génesis 1 lo deja claro cuando dice: “varón y hembra los creó”, mientras que Génesis 2 afirma que “no es bueno que el hombre esté solo”. Están llamados a compartir relaciones según el modelo de su imagen y semejanza, es decir, la bondad compartida.

Cuando Dios invita a los seres humanos a relacionarse con Él, ¿qué pueden compartir? Dios es infinito; el hombre, no. Dios es perfecto; el hombre, no. Dios es omnisapiente; el hombre, no. Lo que podemos compartir es la bondad, aunque dentro de nuestra capacidad creada y limitada. Pero sigue siendo bondad real.

Esa bondad no es un sentimiento, no es un deseo. Es real: antes se hablaba claramente de la vida de Dios en nosotros como “gracia santificante”. Es la Vida compartida de Dios que no puede ser compartida cuando uno está apegado a lo que es anti-Dios y anti-vida divina, es decir, el pecado mortal.

La salvación no es una propuesta. Es también una propuesta de relación, en y con el Amor, basada en el bien objetivo compartido de la gracia. Dios, como verdadero amante, propone. Pero el amado siempre es libre de rechazar la propuesta. La vida, que conduce a la elección final del Cielo o del Infierno, es la historia de esa propuesta de amor.

Así pues, Dios no podría haber hecho que el criterio para nuestro juicio fuera otro que el bien o el mal porque, de lo contrario, no tendría sentido el Bien compartido entre nosotros y Él.

El Génesis ya registró esto cuando Dios habla del pecado como conducente a la muerte, no porque Dios haya establecido alguna conexión arbitraria entre ambos, sino porque, al apartarnos de Dios como Fuente de Nuestra Vida y Nuestro Ser, la única realidad que nos queda es la muerte y el no-ser.

Tanto el judaísmo como el cristianismo hicieron una enorme contribución a la historia de la religión al conectar la relación de Dios con el hombre con la responsabilidad moral. Consideremos el relato de Moisés y el Diluvio. Muchas culturas, sobre todo en Oriente Próximo, tienen relatos de inundaciones primigenias.

Lo que es único en la historia de Noé es el motivo de Dios para desencadenar el diluvio: la maldad humana había crecido. Dios salva a Noé y a su familia porque son “justos”, y Dios no trata igual a buenos y malos.

Compárese con la Epopeya de Gilgamesh, en la que el diluvio es desencadenado por una deidad sádica que casi es destruida porque olvida dónde está la válvula de cierre. Compárese con la mitología griega, donde las deidades olímpicas (y romanas) no son mejores que los hombres, sólo más grandes. Zeus estaría bastante cómodo en el Washington o el Hollywood modernos. Los dioses paganos exigen obediencia a través del poder, no del amor.

Por otro lado, al comprender la conexión del bien con nuestra relación con el Dios que nos creó y desea el bien de una relación eterna compartida, comprendemos también que Dios no es una amenaza para la autonomía humana. Los designios de Dios y la realización humana están en relación directa, no inversa. Llegamos a ser lo mejor de nosotros mismos al realizar el bien compartido que nos une a Dios.

Esto, por supuesto, también expone la mentira detrás del eslogan “amor es amor”. El amor siempre se medirá -y debe medirse- por un bien común compartido, objetivo, mutuo. Ese bien común es más que una sensación, un sentimiento o un deseo. En el caso del sexo, se trata del bien objetivo de la vida: de una tercera persona que procede del amor de dos, para que la trinidad doméstica pueda reflejar al Eterno.

A veces se oye a la gente lamentarse: “Las cosas que podría hacer si no fuera católico o cristiano...”. Eso es un error. Al eludir el bien, lo único que podrías hacer es ser menos humano.


The Catholic Thing


¿HAY UNA “ACEPTACIÓN PACÍFICA UNIVERSAL” DE FRANCISCO COMO PAPA?

El católico que considera que Francisco y sus colaboradores ejercen verdaderamente la autoridad en la Iglesia se encuentra en un estado de conflicto constante con aquellos a quienes considera designados por Cristo para enseñarle.

Por Matthew McCusker


Nuestro Señor Jesucristo estableció la Iglesia Católica para enseñar la plenitud de la Revelación Divina hasta Su Segunda Venida. Él dotó a Su Iglesia con los atributos de indefectibilidad e infalibilidad para asegurar que no fallará en su misión. Cada generación de católicos, desde el tiempo de los Apóstoles hasta el regreso de Nuestro Señor, recibirá exactamente la misma doctrina de la autoridad docente que Él ha establecido.

Las verdades que van más allá del alcance de la razón humana han sido reveladas gradualmente a la humanidad desde el principio de la raza humana, pero la revelación pública se completó con los Apóstoles de Cristo, a quienes se confió la plenitud de la Revelación Divina. Nuestro Señor encargó a estos Apóstoles que la proclamaran al mundo entero:

Jesús se acercó y les habló: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra -dijo-; vosotros, pues, id, haciendo discípulos a todas las gentes, y bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todos los mandamientos que os he dado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días que vendrán, hasta la consumación del mundo. (Mt 28, 19-20)

Los apóstoles cumplieron fielmente este gran encargo y fueron martirizados a su vez. Hacia el año 100 d.C., San Juan murió de muerte natural, el único apóstol que lo hizo, y con su muerte terminó la revelación pública. Pero la “consumación del mundo” estaba aún por llegar y, por lo tanto, la misión de la Iglesia continuaba. Los Sucesores de los Apóstoles, encabezados por el Sucesor de San Pedro, continuaron la misión apostólica de enseñar la plenitud de la Revelación Divina a cada nueva generación, y a ellos también se les ha hecho la promesa “Yo estoy con vosotros todos los días que vendrán, hasta la consumación del mundo”.

El Sagrado Magisterio de la Iglesia Católica está divinamente protegido. Nunca dejará de transmitir la totalidad de la Revelación Divina. Y con su autoridad para enseñar, viene la obligación de los fieles de recibir su enseñanza. Como dijo Nuestro Señor cuando envió a sus discípulos:
El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y el que a mí me desprecia, desprecia al que me envió. (Lc 10,16)
Fuentes de la Revelación Divina

La fuente última de la Revelación Divina es Dios. La fuente de la que la recibimos es el Sagrado Magisterio, es decir, la enseñanza de los Sucesores de los Apóstoles y, preeminentemente, del Papa, Sucesor de San Pedro.

Sin embargo, el Papa y los obispos de cada generación deben tener fuentes en las que encontrar la doctrina que han de enseñar, ya que, como señala monseñor Van Noort, “es obvio, por una parte, que nunca oyeron personalmente a Cristo mismo ni a los apóstoles enseñar por medio del Espíritu Santo, e igualmente obvio, por otra parte, que no reciben la doctrina de Cristo por medio de una revelación fresca y directa” [1].

Por lo tanto:
La única respuesta posible es que esta doctrina les llega de las generaciones precedentes por vía de tradición [2].
Tradición significa transmisión. Los Sucesores de los Apóstoles han recibido el contenido de la Revelación Divina de sus predecesores, y lo transmiten a quienes les siguen. Esta transmisión de una generación a otra está protegida por el carisma de la infalibilidad para garantizar que nada se pierda y que nada se añada.

San Pablo, en su Segunda Carta a los Tesalonicenses, habló de estas tradiciones, exhortando:
Por lo tanto, hermanos, manteneos firmes en las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de palabra o por escrito. (2 Tes 2:15)
La Revelación divina está contenida tanto en documentos escritos como en la predicación oral. La revelación escrita consiste en los escritos inspirados del Antiguo y Nuevo Testamento. Esto se llama Sagrada Escritura.

La predicación oral se llama Sagrada Tradición. La Sagrada Tradición es la transmisión del Evangelio por la enseñanza de los sucesores de los Apóstoles. Sin embargo, no sólo se encuentra en su predicación oral, sino también en los documentos escritos de esta predicación.

Los documentos primarios de la Sagrada Tradición son las actas del magisterio: las actas oficiales de los Apóstoles, de los Sucesores de San Pedro y de los demás Sucesores de los Apóstoles, ya sea como jefes individuales de iglesias locales, ya sea reunidos en concilios. La Sagrada Liturgia es también un documento primario de la Sagrada Tradición, porque está establecida y regulada por la autoridad de los Sucesores de los Apóstoles.

Los documentos secundarios de la Sagrada Tradición son escritos como los de los Padres y Doctores de la Iglesia, de los teólogos y de otros escritores eclesiásticos, todos los cuales son testigos de la doctrina predicada por los Sucesores de los Apóstoles. El arte y la arquitectura cristianos son también documentos secundarios de la Sagrada Tradición, porque también ellos son testigos de la fe predicada por el Sagrado Magisterio.

Por lo tanto, podemos hablar de dos fuentes de la revelación divina de las que el Sagrado Magisterio encuentra su doctrina: la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición.

El teólogo español del siglo XX Joaquín Salaverri S.J. las resumió de la siguiente manera:
La Sagrada Escritura, o Palabra de Dios escrita, es el depósito de las verdades reveladas, inspiradas por Dios, que están contenidas en los libros sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento.

La Tradición divina, o Palabra de Dios transmitida, es el depósito de las verdades reveladas y atestiguadas por Dios, que Dios conserva perennemente en la predicación y en la fe de la Iglesia [3].
El conjunto de estas fuentes recibe el nombre de depósito de la fe, ya que, como explica Salaverri:
Una fuente o manantial de revelación, como una fuente de agua, en general se dice que es un depósito o lugar en el que está contenida la revelación divina o del que se puede extraer [4].
El papel de la autoridad docente de la Iglesia

El depósito de la fe está contenido en la Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición. De estas fuentes derivan su doctrina los Sucesores de los Apóstoles. Pero los Sucesores de los Apóstoles no son libres de interpretar a su antojo las fuentes de cualquier revelación. Al contrario, deben transmitir la plenitud de la revelación como un todo integral, exactamente como fue recibida de Jesucristo. La expresión de la doctrina de la Iglesia puede volverse más precisa con el tiempo, y los errores pueden ser condenados, pero la fe nunca cambia. Su transmisión está protegida a perpetuidad por el Espíritu Santo.

El Sagrado Magisterio no es una fuente de nueva doctrina, sino el maestro infalible de “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 1:3).

Escribe Salaverri:
El Magisterio auténtico es la autoridad doctrinal de la Iglesia, que con la asistencia de Dios custodia, declara y explica la palabra de Dios o revelación en el depósito de la fe o contenida en ambas fuentes.

Por lo tanto, el Magisterio, en sentido estricto, puesto que formalmente es la palabra de los ministros de la Iglesia protegida por la sola asistencia de Dios, no puede decirse propiamente que sea palabra de Dios ni fuente originaria de la revelación divina, sino que es custodio, intérprete y explicador de la palabra de Dios, que necesariamente debe beber del depósito de la fe como de su fuente propia. Tal es el Magisterio confiado a los Apóstoles como oficio ordinario y transmitido a sus sucesores por sucesión formal [5].
La regla de fe católica frente a las falsas reglas de fe

La Iglesia Católica es:
La sociedad de los hombres que, por la profesión de una misma fe y por la participación en los mismos sacramentos, constituyen, bajo el gobierno de pastores apostólicos y de su cabeza, el reino de Cristo en la tierra [6].
La unidad de todos los miembros en la profesión de la misma fe es una marca esencial de la Iglesia. Si una persona se aparta de la profesión pública de la única fe, se aparta, por ese mismo acto, de la pertenencia al cuerpo de la Iglesia.

Sólo es posible que millones de personas en todo el mundo profesen exactamente la misma fe, si todos los miembros de la Iglesia se someten a la misma regla externa de fe.

Salaverri lo explica:
La regla de fe teóricamente es el principio según el cual en general se determina qué verdades son divinamente reveladas y que todos los fieles están obligados a creer y profesar [7].
Un católico sabe cuáles son las verdades divinamente reveladas, y lo que está obligado a creer y profesar, sometiéndose al Magisterio de la Iglesia Católica. La enseñanza del Magisterio es, por lo tanto, la regla de fe para los católicos. En mi artículo anterior expliqué con más detalle cómo la sumisión de todos los católicos a esta regla de fe produce la milagrosa unidad de fe de la Iglesia, que de otro modo no tendría explicación suficiente.

El Magisterio mismo deriva su doctrina de la Escritura y de la Tradición. Por eso, estas fuentes de revelación se conocen como regla de fe remota, para distinguirlas de la regla de fe próxima propuesta por el Magisterio. La palabra próxima indica que la enseñanza del Magisterio es la fuente inmediata de la que un católico recibe la doctrina de la fe, que se ha derivado de la Escritura y la Tradición.

Es de la Escritura y de la Tradición, como escribe Salaverri, que “como de fuentes, el Magisterio extrae lo que se propone para la creencia de los fieles” [8]. Y continúa:
El Magisterio, sin embargo, es la regla próxima y activa de la fe, porque inmediatamente de él los fieles están obligados a aprender lo que deben creer sobre aquellas cosas que están contenidas en las fuentes de la revelación, y lo que deben sostener sobre aquellas cosas que tienen una conexión necesaria con las verdades reveladas [9].
Como señala Salaverri, los decretos del Vaticano I nos presentan un resumen de la regla de fe católica:
Los católicos siempre han abrazado como principio lo que el Concilio Vaticano definió con estas palabras: “Se han de creer con fe divina y católica todas las cosas contenidas en la Palabra de Dios, escrita o transmitida, y que por la Iglesia, sea en juicio solemne, sea por su magisterio ordinario y universal, se proponen a la fe como divinamente reveladas”. Esta es la Regla católica de la fe. En ella se incluyen como fuentes tanto la Escritura como la Tradición, y como tales se distinguen del Magisterio [10].
Esto contrasta con la regla de fe de los herejes, que siempre toman como regla de fe algo distinto del Sagrado Magisterio de la Iglesia Católica.

Por ejemplo, los protestantes se adhieren a la regla remota de la Sagrada Escritura en lugar de la regla próxima propuesta por la Iglesia, como queda claro en sus formularios.

Una de las primeras confesiones protestantes proclamaba:
Creemos que sólo las Sagradas Escrituras son la única y segura regla de fe, en la que deben basarse todos los dogmas [11].
Y otra afirmaba:
Creemos que la única regla de fe es que no hay absolutamente nada más que los escritos proféticos y apostólicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento [12].
Y Juan Calvino escribió
Abrazamos el Antiguo y el Nuevo Testamento como la única regla de fe [13].
El anglicanismo, especialmente sus tradiciones de la Alta Iglesia, Tractariana y Anglocatólica, también toma, hasta cierto punto, los monumentos de la Sagrada Tradición como su regla de fe, así como la Sagrada Escritura. Pero esta es otra variante del mismo error, ya que busca la fe en la regla remota, mientras soslaya la regla próxima propuesta por el Magisterio.

Quien elige la regla remota sobre la regla próxima viva, se ve obligado en última instancia a elegir por sí mismo cómo interpretar la regla remota de la fe, y así, ineludiblemente, su propio juicio se convierte en su regla de fe. Esto es contrario a la naturaleza de la fe sobrenatural, que es aquella virtud que asiente a las verdades reveladas por Dios, debido a la autoridad de Dios que las revela. Estas verdades se conocen como reveladas porque son propuestas para nuestra creencia por el Magisterio de la Iglesia católica.

Esta verdad la expone muy bien el cardenal John Henry Newman en su perspicaz novela Loss and Gain
 (Pérdida y ganancia), en la que presenta una conversación entre un joven anglicano, Charles, y un sacerdote católico.

El joven habla de la dificultad que tienen algunas personas para comprender por qué es “racional sostener que tanto dependía de sostener tal o cual doctrina, o un poco más o un poco menos”. En respuesta, el sacerdote observa que
No había 'más o menos' en la fe; que o creíamos todo el mensaje revelado, o realmente no creíamos ninguna parte; que debíamos creer lo que la Iglesia nos proponía sobre la palabra de la Iglesia [14].
El diálogo continúa:
“Sin embargo, el llamado evangélico cree más que el unitario, y el de la alta Iglesia más que el evangélico”, objetó Charles.

“La cuestión”, dijo su compañero de viaje, “es si someten su razón implícitamente a lo que han recibido como palabra de Dios”.

Carlos asintió.

“¿Diría usted, entonces -continuó-, que el unitario cree realmente como palabra de Dios lo que profesa recibir, cuando pasa por alto y se deshace de tantas cosas que hay en esa palabra?”.

“Desde luego que no”, dijo Charles.

¿Y por qué?

“Porque es evidente”, dijo Carlos, “que su norma última de la verdad no es la Escritura, sino, inconscientemente para sí mismo, alguna visión de las cosas en su mente que es para él la medida de la Escritura”.

“Entonces se cree a sí mismo, si se puede decir así”, dijo el sacerdote, “y no a la palabra externa de Dios”.

Ciertamente.
Pero si eso es cierto para el Unitario, o el Evangélico, también lo es para el Anglicano, y cualquier otro, que toma la regla remota como determinante de lo que creerá, en lugar de la regla próxima.

El diálogo continúa:
“Usted sabe, señor”, añadió vacilante [el joven], “que la doctrina anglicana es interpretar la Escritura por la Iglesia; por lo tanto tenemos fe, como los católicos, no en la Escritura simplemente, sino en toda la palabra confiada a la Iglesia, de la cual la Escritura es una parte”.

Su compañero sonrió: “¿Cuántos -preguntó- profesan eso?” 
Pero, renunciando a esta pregunta, comprendo lo que quiere decir un católico cuando afirma que se deja guiar por la voz de la Iglesia; quiere decir, prácticamente, por la voz del primer sacerdote que encuentra. Cada sacerdote es la voz de la Iglesia. Esto es bastante inteligible. En cuestiones de doctrina, tiene fe en la palabra de cualquier sacerdote. Pero, ¿cuál, dónde, es esa “palabra” de la Iglesia en la que creen las personas de las que usted habla? ¿Y cuándo ejercen su creencia? ¿No es un hecho innegable que, lejos de coincidir todos los clérigos anglicanos en la fe, lo que dice el primero lo desdice el segundo? de modo que un anglicano no puede, aunque quisiera, tener fe en ellos, y necesariamente, aunque no quisiera, elige entre ellos. ¿Cómo, entonces, tiene la fe un lugar en la religión de un anglicano?
En última instancia, el intento de asentir a la revelación divina tal como se encuentra en la sola regla remota, es contrario a la naturaleza de la fe sobrenatural, por sincero que sea el intento.

Sin regla próxima, se acaba creyendo no por la autoridad de Dios, cuya Iglesia propone aquí y ahora lo que hay que creer, sino por la autoridad de la propia interpretación privada de los textos recibidos.

Cómo debemos recibir la fe

Por lo tanto, los católicos deben recibir la fe “inmediatamente” del Magisterio, porque “de él deben aprender los fieles lo que deben creer acerca de las cosas contenidas en las fuentes de la revelación, y lo que deben sostener acerca de las cosas que tienen relación necesaria con las verdades reveladas” [15].

El estudio directo de la Sagrada Escritura y de los documentos de la Sagrada Tradición, por valioso que sea, no es la fuente inmediata de la doctrina a la que los católicos deben asentir.

En efecto, eludir la regla de fe próxima, en favor de la regla de fe remota, es inadmisible para los católicos.

El teólogo Michaele Nicolau S.J. escribe:
La norma o regla de fe próxima, inmediata y suprema para un católico es la enseñanza del Magisterio vivo de la Iglesia, auténtico y tradicional. En efecto, este Magisterio da toda la enseñanza revelada, su sentido genuino y su verdadera interpretación, y cuida de proponer en todo tiempo y lugar la doctrina infalible, auténtica y revelada [16].
La Sagrada Teología no comienza -contrariamente a lo que muchos pueden suponer- con el estudio de la Escritura y de la Tradición, sino recibiendo primero la doctrina de la fe del magisterio vivo de la Iglesia. Nicolau escribe:
Por lo tanto, para el teólogo, que debe partir de la doctrina de la fe, su primera tarea será conocer o establecer la doctrina misma de la fe tal como la propone la norma próxima de la fe, el magisterio de la Iglesia, o investigar lo que el magisterio de la Iglesia dice sobre cada cosa [17].
Sólo después de haber establecido qué doctrina propone la norma próxima, el teólogo pasa a la norma remota. Como explica Nicolau:
Cuando se da un dato teológico dado por el magisterio contemporáneo o casi contemporáneo de la Iglesia, que mencionamos anteriormente, el trabajo de la ciencia de la teología es justificar este dato a través de sus causas o, si el Magisterio aún no se ha pronunciado sobre algún asunto, el trabajo teológico será encontrar qué verdades reveladas están contenidas en las fuentes [18].
El Papa Pío XII condenó el error de que los católicos puedan apelar a la Escritura y a la Tradición contra la enseñanza del Magisterio vivo de la Iglesia en su carta encíclica Humani Generis de 1953, escrita “a propósito de algunas falsas opiniones que amenazan con socavar los fundamentos de la doctrina católica”.

En esta encíclica enseña que:
Este sagrado Magisterio, en las cuestiones de fe y costumbres, debe ser para todo teólogo la norma próxima y universal de la verdad (ya que a él ha confiado nuestro Señor Jesucristo la custodia, la defensa y la interpretación del todo el depósito de la fe, o sea, las Sagradas Escrituras y la Tradición divina) [19].
Y rechaza la idea errónea de que los teólogos puedan determinar el significado de la enseñanza de la Santa Sede interpretándola a la luz de los escritos de los antiguos, es decir, que puedan reinterpretar la regla de fe próxima a la luz de la regla de fe remota. Escribe:
Hay algunos que, de propósito y habitualmente, desconocen todo cuanto los Romanos Pontífices han expuesto en las Encíclicas sobre el carácter y la constitución de la Iglesia; y ello, para hacer prevalecer un concepto vago que ellos profesan y dicen haber sacado de los antiguos Padres, especialmente de los griegos. Y, pues los sumos pontífices, dicen ellos, no quieren determinar nada en la opiniones disputadas entre los teólogos, se ha de volver a las fuentes primitivas, y con los escritos de los antiguos se han de explicar las constituciones y decretos del Magisterio.

Afirmaciones éstas, revestidas tal vez de un estilo elegante, pero que no carecen de falacia. Pues es verdad que los Romanos Pontífices, en general, conceden libertad a los teólogos en las cuestiones disputadas —en distintos sentidos— entre los más acreditados doctores; pero la historia enseña que muchas cuestiones que algún tiempo fueron objeto de libre discusión no pueden ya ser discutidas [20].
El enfoque que el Papa condena, el de interpretar la regla próxima a la luz de la regla remota, es el inverso del enfoque esbozado por Nicolau en los extractos anteriores. Los teólogos deberían primero establecer lo que el Magisterio realmente pretende enseñar.

A continuación, Pío XII aclara que todos deben dar su consentimiento a la enseñanza ordinaria del Sumo Pontífice, y no sólo a su enseñanza extraordinaria:
Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.

Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos [21].
La enseñanza de Pío XII no debe interpretarse como un desaliento al estudio de las fuentes de la revelación. De hecho, expone la importancia de estudiar la remota regla de fe:
También es verdad que los teólogos deben siempre volver a las fuentes de la Revelación divina, pues a ellos toca indicar de qué manera se encuentre explícita o implícitamente [4] en la Sagrada Escritura y en la divina tradición lo que enseña el Magisterio vivo. Además, las dos fuentes de la doctrina revelada contienen tantos y tan sublimes tesoros de verdad, que nunca realmente se agotan. Por eso, con el estudio de las fuentes sagradas se rejuvenecen continuamente las sagradas ciencias, mientras que, por lo contrario, una especulación que deje ya de investigar el depósito de la fe se hace estéril, como vemos por experiencia [22].
Pero condena explícitamente la apelación de la regla próxima a la regla remota de la fe:
Pero esto no autoriza a hacer de la teología, aun de la positiva, una ciencia meramente histórica. Porque junto con esas sagradas fuentes, Dios ha dado a su Iglesia el Magisterio vivo, para ilustrar también y declarar lo que en el Depósito de la fe no se contiene sino oscura y como implícitamente. Y el divino Redentor no ha confiado la interpretación auténtica de este depósito a cada uno de sus fieles, ni aún a los teólogos, sino sólo al Magisterio de la Iglesia. Y si la Iglesia ejerce este su oficio (como con frecuencia lo ha hecho en el curso de los siglos con el ejercicio, ya ordinario, ya extraordinario, del mismo oficio), es evidentemente falso el método que trata de explicar lo claro con lo oscuro; antes bien, es menester que todos sigan el orden inverso. Por los cual, nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, al enseñar que es deber nobilísimo de la teología mostrar cómo una doctrina definida por la Iglesia se contiene en las fuentes, no sin grave motivo añadió aquellas palabras: con el mismo sentido, con que ha sido definida por la Iglesia [23].
Así, condena a los teólogos que:
Sin razón hablan de un sentido humano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sentido divino, que es, según ellos, el sólo infalible. En la interpretación de la Sagrada Escritura no quieren tener en cuenta la analogía de la fe ni la Tradición de la Iglesia, de manera que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado Magisterio, debe ser medida por la de las Sagradas Escrituras, explicadas —éstas— por los exegetas de un modo meramente humano, más bien que exponer las Sagradas Escrituras según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Nuestro Señor Jesucristo como guarda e intérprete de todo el depósito de las verdades reveladas [24].
Y así, concluye la encíclica con este mandato:
Sepan cuantos enseñan en Institutos eclesiásticos que no podéis en conciencia ejercer el oficio de enseñar que os ha sido concedido, si no acatáis con devoción las normas que os hemos dado y si no las cumplís con toda exactitud en la formación de vuestros discípulos. Esta reverencia y obediencia que en vuestra asidua labor debéis ellos profesar al Magisterio de la Iglesia, es la que también debéis infundir en las mentes y en los corazones de vuestros discípulos [25].
De estos textos de Pío XII se desprende que la regla próxima de la fe no consiste sólo en el ejercicio extraordinario del Magisterio, es decir, en la definición solemne de un Papa o de un Concilio, sino también en el ejercicio ordinario de la autoridad docente otorgada por Cristo. En efecto, es a esta “autoridad docente ordinaria“ a la que el Sumo Pontífice aplica las palabras de Cristo: “Quien a vosotros os escucha, a Mí me escucha”.

El Papa Pío XI, en su carta encíclica de 1930 Casti Connubii, también rechaza específicamente el error de reducir el asentimiento debido a la enseñanza papal a definiciones extraordinarias:
Es muy impropio de todo verdadero cristiano confiar con tanta osadía en el poder de su inteligencia, que únicamente preste asentimiento a lo que conoce por razones internas; creer que la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, no está bien enterada de las condiciones y cosas actuales; o limitar su consentimiento y obediencia únicamente a cuanto ella propone por medio de las definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de aquélla pudieran ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y honestidad. Por lo contrario, es propio de todo verdadero discípulo de Jesucristo, sea sabio o ignorante, dejarse gobernar y conducir, en todo lo que se refiere a la fe y a las costumbres, por la santa madre Iglesia, por su supremo Pastor, el Romano Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor Nuestro [26].
El Magisterio de la Iglesia Católica es nuestra regla próxima de fe en toda su enseñanza, sea extraordinaria u ordinaria. Una doctrina siempre puede sernos propuesta por el ejercicio supremo de la autoridad docente infalible de la Iglesia, pero esto no significa que seamos simplemente libres de rechazarla, aunque el modo de nuestro asentimiento puede diferir según el modo de la enseñanza.

Es importante señalar que -contrariamente a la opinión popular, y errónea- el ejercicio papal de la autoridad infalible de enseñanza no se limita a las definiciones solemnes. Lo explica el teólogo Anton Straub S.J:
Hay que señalar que al magisterio de la Iglesia no se le promete una doble infalibilidad, una para sus decisiones solemnes, otra para su actividad ordinaria y cotidiana.

Tal distinción no se encuentra en el Apocalipsis; más bien, la infalibilidad se promete simplemente para “todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Y, en efecto, la enseñanza infalible es esencial para la Iglesia, pero no es esencial para ella una cierta solemnidad de la enseñanza; los concilios de los que derivan los solemnes decretos doctrinales de todo el episcopado no son en absoluto necesarios para la Iglesia, y mucho menos esenciales, y otras enseñanzas tampoco están vinculadas en modo alguno a una forma solemne.

Todo lo que se requiere para una enseñanza infalible [por parte del Papa] es el hecho evidente de que algo se propone como creíble, es decir, que no se presenta como una verdad provisional y condicional, sino irrevocable e incondicional [27].
Y continúa:
El Papa es precisamente la roca infalible de la Iglesia, el que confirma infaliblemente a todos los hermanos, el pastor infalible de todo el rebaño de Cristo no sólo en ocasiones extraordinarias, sino en el curso ordinario de la vida de la Iglesia [28].
Como sostiene Straub, lo que importa para determinar si el Papa propone infaliblemente una doctrina para la creencia de la Iglesia universal, es si la propone de manera incondicional y definitiva. Toda enseñanza de este tipo es infalible.

Un buen ejemplo sería la siguiente declaración en la encíclica papal Casti Connubii en la que el Papa Pío XI condena la frustración deliberada del acto procreativo. El Vicario de Cristo enseñó:
Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito [29].
El magisterio ordinario del Papa, en cartas encíclicas y otros documentos, no siempre nos propone una doctrina de este modo incondicional y definitivo. Pero esto no significa que el Papa no ejerza su magisterio ordinario y que sus enseñanzas no susciten un grado apropiado de asentimiento por parte de la Iglesia. El magisterio ordinario del Papa, según Straub, puede ejercerse de las siguientes maneras:
La enseñanza papal es a veces incidental, es decir, el Papa toca una doctrina, mientras que trata principalmente de otra, o utiliza una doctrina para ilustrar o confirmar la doctrina primaria en discusión. Tales observaciones incidentales no son infalibles, pero 'no deben despreciarse según el mayor o menor peso que les dé el sentido de la Iglesia'.

La enseñanza pontificia enseña muy a menudo doctrinas que ya han sido definitivamente propuestas en otra parte, sin proponer en ese contexto la doctrina en términos incondicionales y definitivos. El asentimiento de fe debe darse a esta enseñanza, porque ya ha sido propuesta definitivamente.

El magisterio pontificio puede enseñar una doctrina de manera que obligue a una medida de asentimiento, sin constituir una definición infalible. “Hay -escribe Straub- expresiones mediante las cuales los sagrados maestros, aunque obligan a la mente... no presentan todavía un asentimiento final, firme o absoluto”. El asentimiento que se da a estas doctrinas 'puede decirse que está implícita o interpretativamente condicionado, en la medida en que un hijo de la Iglesia, sabiendo que la enseñanza no es definitiva, se dispone de tal modo que (aunque aquí y ahora rechaza la duda) no querría conservar el asentimiento firme a la materia tenida por verdadera si la Iglesia juzgara alguna vez lo contrario por una sentencia definitiva e infalible, o si descubriera que la materia contradice la verdad'.
Esto suele llamarse “asentimiento religioso”. Es el tipo de asentimiento del que habla Pío XII cuando afirma en Humani Generis:  
Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.

Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye.
Cristo ha dotado a su Iglesia del derecho de enseñar, y debemos dar nuestro consentimiento a su enseñanza, aun cuando no ejerza la plenitud de su autoridad docente. De hecho, la mayor parte de la doctrina cristiana se propone a los fieles de este modo, y no es función de los fieles negar el asentimiento a la enseñanza ordinaria de las autoridades constituidas por Cristo hasta que el creyente individual haya comprobado definitivamente que son infalibles.

De esta disposición católica, el Cardenal Newman escribió lo siguiente en una carta privada a Edward Pusey:
Siempre se ha confiado en que la creencia recibida de los fieles y las obligaciones de la piedad cubrirían un circuito más amplio de materia doctrinal de lo que se afirmaba formalmente... De ahí que nunca haya habido un deseo por parte de la Iglesia de cortar por lo sano entre la doctrina revelada y la doctrina no revelada... porque por esa misma razón estaría tergiversando el carácter real de la dispensación, tal como Dios la ha dado, y estaría abdicando de su función, y engañando a sus hijos en la noción de que ella era algo obsoleto y pasado de moda, considerado como un oráculo divino, y estaría transfiriendo su fe de descansar en ella misma como el órgano de la revelación (y en cierto sentido impropio) como su objeto formal, simplemente a un código de ciertos artículos definidos o un credo escrito (u objeto material) si ella dijera autoritariamente que tanto, y no más, es “de fide Catholica” y vinculante a nuestro asentimiento interior.
Continuó:
En consecuencia, el acto de fe, tal como lo consideramos, debe ser ahora en parte explícito, en parte implícito; a saber: “Creo todo lo que ha sido y lo que será definido como revelación por la Iglesia, que es el origen de la revelación”; o también: “Creo en la enseñanza de la Iglesia, ya sea explícita o implícita”, es decir, “Ecclesiae docenti et explicite et implicite”. Esta regla se aplica tanto a los doctos como a los ignorantes; porque, así como el ignorante, que no entiende los términos teológicos, debe decir: “Creo en el Credo Atanasiano en el sentido en que la Iglesia lo presenta”, o: “Creo que la Iglesia es veraz”, así los doctos, aunque sí entienden la formulación teológica de ese Credo, y pueden decir inteligentemente lo que el ignorante no puede decir, a saber: “Creo que hay tres Aeterni y un Aeternus”, todavía tienen que añadir: “Lo creo porque la Iglesia lo ha declarado”, y “Creo todo lo que la Iglesia ha definido o definirá como revelado”, y “Someto absolutamente mi mente con un asentimiento interior a la Iglesia, como maestra de toda la fe” [30].
Los católicos creemos que Jesucristo estableció Su Iglesia y que es una maestra fiable. Asentimos a la enseñanza de su Sagrado Magisterio, ya sea ejercido de modo extraordinario u ordinario. No “tamizamos” su enseñanza para decidir por nosotros mismos dónde debe ser aceptada y dónde debe ser rechazada, sino que, como escribió el Papa Pío XI, nos dejamos “guiar y conducir en todo lo que toca a la fe o a las costumbres por la Santa Iglesia de Dios a través de su Pastor Supremo el Romano Pontífice, quien a su vez es guiado por Jesucristo Nuestro Señor”.

Los falsos pastores deben ser rechazados, no resistidos

Hemos establecido que los católicos deben tomar como regla de fe la doctrina propuesta por el Magisterio de la Iglesia católica. Esto significa necesariamente identificar la verdadera Iglesia y luego dar asentimiento de intelecto y voluntad a su Magisterio divinamente guiado.

Dar este asentimiento de intelecto y voluntad a falsos maestros sería fatal para la fe. Por lo tanto, es crucial identificar dónde está la verdadera Iglesia y su auténtico Magisterio, y dónde no.

Lo explica San Roberto Belarmino:
Respondo que, en efecto, el pueblo debe discernir al verdadero profeta del falso, pero no por otra regla que atendiendo cuidadosamente a si el que predica dice cosas contrarias a las enseñadas por sus predecesores, o a las enseñadas por otros pastores legítimos, y especialmente por la Sede Apostólica y la Iglesia principal; pues se ordena al pueblo que escuche a sus propios pastores. Lucas 10: 'El que a vosotros oye, a mí me oye'. Y Mateo 23: 'Lo que te digan, hazlo' (Lucas 10:16, Mateo 23:3) [31].
Por lo tanto, el pueblo no debe juzgar a su pastor a menos que oiga algo nuevo y contrario a la doctrina de otros pastores.

En otras palabras, los fieles tienen el deber de asentir a la enseñanza de sus pastores, pero también tienen la capacidad de notar que ha habido una desviación de la fe que se ha enseñado anteriormente. En tal caso, tienen el deber de separarse del falso pastor que les está enseñando un evangelio distinto del revelado por Cristo. Esto es lo que ordena San Pablo:
Pero si nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Como dijimos antes, así lo repito ahora: Si alguien os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema. (Gal 1:8-9)
En efecto, es con referencia a este pasaje de San Pablo, que prosigue Belarmino:
Además, esto es lo que Pablo aconseja en Gálatas 1: que debemos anatematizar a los que enseñan nuevas doctrinas que son contrarias a lo que se ha predicado antes.
En este punto se puede objetar que los católicos ordinarios no tienen la capacidad, o el derecho, de juzgar si alguien es o no un hereje, y por lo tanto, deben esperar un juicio de la Iglesia.

Por el contrario, el fiel católico ordinario, cuando se enfrenta a un pastor que enseña un evangelio falso, debe negarse a reconocerlo precisamente porque los fieles no están en condiciones de juzgar la doctrina de su pastor y cribar sus enseñanzas para saber qué es verdadero y qué es falso. Los pastores verdaderos, que ejercen la autoridad de Cristo, merecen obediencia, pero los pastores falsos deben ser rechazados de plano.

Por eso, escribe Belarmino
Además, como el pueblo es indocto, no puede juzgar de otro modo la doctrina de su pastor.

De donde se sigue que las doctrinas de Lutero, Calvino y otros como ellos, que vinieron por su propia voluntad y predicaron cosas nuevas que estaban en conflicto con la doctrina de todos los pastores de la Iglesia, deberían haber sido miradas con sospecha por la gente de aquel tiempo.
De hecho, Belarmino sostiene que si bien el indocto no puede juzgar la doctrina de un pastor, incluso para la “gente sencilla” “es fácil ver si enseña cosas contrarias a los otros pastores”.

Es muy distinto reconocer la identidad de un falso maestro que reconocer a alguien como verdadero maestro y luego negarse sistemáticamente a que te enseñe. En el primer caso, hay un simple reconocimiento de que el hombre no es de hecho el que posee la autoridad para enseñar y la consiguiente negativa a entrar en una relación maestro-enseñado con ese individuo. En el segundo caso, se reconoce que el maestro tiene autoridad para enseñar, pero sólo se está dispuesto a recibir la enseñanza cuando coincide con el juicio previo de la persona a la que se enseña. En este caso, se afirma verbalmente que existe una relación maestro-enseñado, pero en la práctica no existe tal relación.

Esta analogía puede ayudar a explicar el problema.

Un joven ha estado recibiendo clases de latín y ha hecho algunos progresos en la asignatura bajo la autoridad de su profesor de latín. Un día llega a clase y un desconocido le está dando clase. El desconocido le informa de que es su nuevo profesor de latín. Sin embargo, cuando empieza la clase, el joven se da cuenta de que el desconocido está enseñando otro idioma.

El joven tiene ahora una opción:
1. Puede reconocer que se enfrenta a un falso profesor de latín y negarse a recibir clases de ese idioma que propone el maestro. Puede hacerlo, aunque carezca de conocimientos especializados de latín, porque su instrucción anterior, por sencilla que sea, es suficiente.

2. Puede reconocer al desconocido como un legítimo profesor de latín, pero negarse en la práctica a que le enseñe, excepto cuando la enseñanza de la gramática del idioma que propone el maestro coincida con la del latín.
Parecería imprudente, incluso absurdo, que un hombre siguiera reconociendo a su maestro como legítimo profesor de latín, pero se negara a recibir ninguna de sus lecciones, alegando que no es latín.

En ninguno de los dos casos tendrá realmente un profesor de latín. Pero el que opte por la primera opción tendrá claro este hecho, podrá empezar a tomar medidas para resolverlo y reducirá el riesgo de que su latín se corrompa. El hombre en el segundo caso, que reconoce y se resiste a su propio profesor, se queda con la tensión perpetua de tamizar la enseñanza de un estafador y está poniendo su latín en grave riesgo.

Lo mismo ocurre hoy en la Iglesia. Nadie tiene en Roma un Maestro Supremo de la fe católica. Pero algunos siguen hablando como si lo tuvieran. La pérdida de paz que esto provoca, y el peligro para la fe, son evidentes.

Los partidarios de “reconocer y resistir” proclaman abiertamente, con valentía y precisión, que Francisco es un hereje, y un proveedor de herejía, y sin embargo, al mismo tiempo insisten -a menudo con palabras duras para los que no están de acuerdo- en que Francisco es al mismo tiempo también el Maestro Supremo de la fe católica, el Vicario de Jesucristo, y la Cabeza Visible de la Iglesia Militante.

Pero si Francisco es estas cosas, entonces él es la regla próxima de la fe católica y la “regla viva de la fe” en su enseñanza ordinaria, así como en su enseñanza extraordinaria.

El rechazo de un catecismo universal

He llamado la atención sobre el significado de la enmienda del “Catecismo de la Iglesia Católica” por Francisco para incluir una nueva doctrina herética sobre la pena capital.

La falsa enseñanza propuesta por Francisco, en un texto doctrinal destinado a ser utilizado por todos los obispos para enseñar la fe católica, es la siguiente:
Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que “la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.
Por otra parte, Mons. Schneider, en su propio texto catequético, presenta la doctrina tradicional de la Iglesia sobre esta cuestión:
513. ¿Puede un hombre matar legítimamente, sin ser culpable del pecado de asesinato?
Sí. Mediante sus propias acciones voluntarias, un individuo puede renunciar a su derecho a la vida cuando: 1. El bien común del orden social es justamente impuesto por autoridades legítimas, como en la ejecución de criminales; 2. Se emprende una legítima defensa, como en una guerra justa o en defensa propia.
514. ¿Cuándo tiene derecho la sociedad a imponer la pena de muerte?
La autoridad pública legítimamente constituida puede dar muerte a criminales probados por los delitos más graves cuando ello sea necesario para mantener el orden social al reparar la injusticia, proteger al inocente, disuadir de nuevos delitos y convocar al criminal a un verdadero arrepentimiento y expiación.
515. ¿De quién tienen los poderes públicos el derecho de ejecutar a los criminales?
De Dios mismo, único dueño de la vida y de la muerte, cuya justicia representan los poderes públicos en la sociedad: “La autoridad no lleva la espada en vano” (Rom 13,4) [32].

El texto del obispo Schneider está en contradicción directa con el texto de Francisco. Como lo es el texto que el cardenal Burke, el cardenal Pujats, el arzobispo Peta, el arzobispo Lenga y el obispo Schneider firmaron el 31 de mayo de 2019, que dice:
De acuerdo con la Sagrada Escritura y la tradición constante del Magisterio ordinario y universal, la Iglesia no se equivocó al enseñar que el poder civil puede legítimamente ejercer la pena capital sobre los malhechores cuando esto es verdaderamente necesario para preservar la existencia o el orden justo de las sociedades.
Estamos en presencia de dos doctrinas contradictorias. Una, la propuesta en los textos por Mons. Schneider, es conforme con la doctrina Magisterio de la Iglesia sobre esta cuestión. La otra, propuesta por Francisco en su “magisterio ordinario”, dirigido a la Iglesia universal, es directamente contraria a la enseñanza del Magisterio.

¿Cómo podemos decir entonces que los católicos que se adhieren fielmente a la doctrina tradicional toman a Francisco como su regla de fe próxima sobre esta cuestión?

Y si extendemos nuestra consideración a las respuestas católicas a Amoris Laetitia, Fiducia Supplicans, Laudato Si, y una miríada de otros textos, se hará cada vez más claro que los católicos están habitualmente negando su asentimiento al magisterio ordinario de Francisco.

La Iglesia católica es una maestra fiable, no una maestra falsa 

En 1943, cuando el mundo estaba sumido en los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el Papa Pío XII promulgó su carta encíclica Mystici Corporis Christi “Sobre el Cuerpo Místico de Cristo”. En ella enseña:
Nuestro Salvador, por su muerte, se convirtió, en el sentido pleno y completo de la palabra, en Cabeza de la Iglesia, fue también por su sangre que la Iglesia se enriqueció con la más plena comunicación del Espíritu Santo, por medio de la cual, desde el momento en que el Hijo del hombre fue levantado y glorificado en la cruz por sus sufrimientos, es divinamente iluminada [...] Así como en el primer momento de la Encarnación el Hijo del Padre Eterno adornó con la plenitud del Espíritu Santo la naturaleza humana sustancialmente unida a Él, para que fuera instrumento idóneo de la Divinidad en la obra sanguinaria de la Redención, así en la hora de su preciosa muerte quiso que su Iglesia fuese enriquecida con los abundantes dones del Paráclito para que en la dispensación de los frutos divinos de la Redención fuera, por el Verbo Encarnado, un poderoso instrumento que nunca fallaría. Tanto la misión jurídica de la Iglesia como la potestad de enseñar, gobernar y administrar los Sacramentos, derivan su eficacia y fuerza sobrenatural de edificación del cuerpo de Cristo del hecho de que Jesucristo, colgado en la Cruz, abrió a su Iglesia la fuente de esos dones divinos, que le impiden jamás enseñar falsas doctrinas y le permiten gobernarlos para la salvación de sus almas a través de pastores divinamente iluminados y otorgarles una abundancia de gracias celestiales [33].
La Iglesia de la que enseña Pío XII es la verdadera Iglesia de Jesucristo, la maestra enteramente fiable, el vaso indefectible de la gracia divina, el Arca de la Salvación que nunca naufragará en las rocas del error. Esta es la Iglesia que tiene a Jesucristo como su Cabeza Divina, y no tiene a Jorge Mario Bergoglio, como su Cabeza Visible en la Tierra. La pertenencia de Francisco a la Iglesia, y su ejercicio de cualquier autoridad docente dentro de ella, sería incompatible con su constitución divinamente establecida y con la indefectibilidad que le ha sido otorgada.

Esta es una verdad desafiante, pero la posición contraria -que Francisco es el Papa- es imposible de reconciliar con los principios de la teología católica.

Los fieles católicos de hoy -es decir, aquellos que toman el magisterio de la Iglesia Católica como su regla de fe- viven como si no hubiera Papa, aunque reconozcan verbalmente a Francisco como Papa. Habitualmente niegan su asentimiento a su enseñanza ordinaria, como hemos visto en el ejemplo de la nueva doctrina sobre la pena capital propuesta en el “Catecismo de la Iglesia Católica”.

Algunos pueden objetar que estarían dispuestos a aceptar cualquier definición claramente infalible que Francisco pudiera hacer en virtud del ejercicio de su autoridad magisterial extraordinaria.

Sin embargo, la disposición a asentir al magisterio extraordinario de un pretendiente -aunque sea sincera- es insuficiente para ser considerada como un asentimiento a él como regla próxima de fe. Esto se debe a que el Papa es la regla de fe tanto en su magisterio ordinario como en su magisterio extraordinario.

Fue de esta “autoridad ordinaria de enseñanza” que el Papa Pío XII enseñó que era verdad decir 'El que a vosotros oye, a mí me oye' una referencia a las palabras de Cristo que citamos hacia el principio de este artículo:
El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y el que a mí me desprecia, desprecia al que me envió. (Lc 10, 16)
Y ¿cuántos católicos tradicionales aceptarían de hecho un aparente ejercicio extraordinario del magisterio papal por parte de Francisco sin haber comprobado antes, desde la remota regla de fe, que su enseñanza puede ser aceptada?

El católico que considera a Francisco y a sus colaboradores como quienes ejercen la verdadera autoridad en la Iglesia se encuentra en un estado de constante conflicto con aquellos a quienes considera designados por Cristo para enseñarle. Pero Cristo estableció su Iglesia para conducirnos a toda la verdad, no para enseñarnos errores a los que luego debemos resistirnos valientemente.

Como enseñaba San Roberto Belarmino:
Sería una situación miserable para la Iglesia, si se viera obligada a reconocer como su pastor a un lobo manifiestamente furioso [34].
Pero esta es la miserable situación en la que se encuentran muchos católicos, debido a su innecesario y contradictorio reconocimiento de Francisco como Papa.

A veces las verdades pueden verse con más claridad en la literatura que en los textos teológicos, y por eso me gustaría cerrar este artículo con un extracto del libro de monseñor Robert Hugh Benson, The Religion of the Plain Man (La religión del hombre sencillo).

En este libro presenta un diálogo entre un sacerdote y un posible converso del anglicanismo. El sacerdote, hablando de las diferencias entre la vida como católico y la vida como anglicano, comenta:
Entonces, para la controversia te ofrecemos la paz. No me encontrarán oponiéndome a mi obispo en una cuestión de doctrina o ceremonial; tampoco encontrarán a nuestros periódicos religiosos aprobando a tal o cual prelado por sus sólidas opiniones católicas.

Todo esto se da por descontado entre nosotros; de hecho, me parece bastante extraño que sea necesario siquiera decirlo.

No se os pedirá que pronunciéis discursos sobre las ventajas de la confesión, ni que los escuchéis, salvo quizá ocasionalmente desde el púlpito. No se le saludará como a un paladín de la Iglesia cuando se declare a favor de la “asistencia no comunicante”. De hecho, como uno de nuestros obispos le dijo una vez a un converso complaciente, usted no tendrá ninguna posición en la Iglesia Católica, excepto la de sentarse debajo del púlpito y arrodillarse en la barandilla del altar.

Por favor, no piense que me estoy burlando. Soy plenamente consciente de la buena fe de sus viejos amigos. Sé perfectamente que creen que es su deber mantener y propagar las doctrinas católicas; y doy gracias a Dios de que lo hagan, tan sincera y valientemente. Por supuesto que me gustaría verlos a todos católicos; pero, mientras tanto, me alegro enormemente de que difundan la fe cristiana en la medida en que la han recibido. Admiro su devoción, su entrega, su valor, más de lo que puedo expresar. Están luchando una batalla perdida contra temibles adversidades, y uno no puede sino respetarlos por ello. Pero es necesario que usted entienda que estamos en una posición muy diferente. Es posible que piensen que nos falta celo, pero deben recordar que la apariencia ocasional de eso no se debe a nuestra falta de fe, sino a nuestra suprema posesión de ella. Estamos tan absolutamente seguros y confiados que a veces quizá nos volvemos un poco incautos. Pero tenemos nuestros profetas, así como nuestros gansos, para dar la alarma cuando las obras están en peligro. Usted será ahora un aprendiz, señor, en lugar de posiblemente un maestro; y en recompensa por esa ligera humillación tendrá paz en lugar de disputas. Vuelve a ser un niño en la escuela, no un erudito [35].
Los principios católicos y los anglicanos difieren. Quienes persistan en reconocer a Francisco como Papa, al tiempo que rechazan sus errores, corren el riesgo de convertirse en el “ala tradicional” de la iglesia sinodal, que será paralela al ala “católica” de la iglesia de Inglaterra. Y esta iglesia sinodal ecuménica, que todo lo abarca, está siendo construida abiertamente por Jorge Mario Bergoglio.

Reconocer que Francisco no es el Papa, y que la Sede de Roma está vacante, no es una conclusión fácil de alcanzar y sus implicaciones son graves. Significa que la Iglesia de Cristo ha sido privada temporalmente de su Cabeza Visible y que la voz de su Maestro Supremo ha sido silenciada temporalmente. Pero también nos asegura que ella es lo que siempre ha sido, el oráculo infalible de la verdad, que ningún error puede manchar. Tenemos la alegría de saber que no ha desertado, que no ha fracasado en su sagrada misión, y que un día no lejano, en el buen tiempo de Dios, la Voz del Vicario de Cristo volverá a oírse en Roma.

Quizá esta toma de conciencia nos lleve a sentir la alegría que sintió el “hombre llano” de monseñor Benson tras su conversión con el sacerdote:
Mientras John salía del presbiterio aquella noche, un trozo o dos de las Escrituras corrían por su cabeza como una canción.

'Habéis venido al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la Iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos y a Jesús'.

'He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres'.

Referencias:

1) Monseñor G. Van Noort, Dogmatic Theology Volume III: The Sources of Revelation; Divine Faith, translated and revised, John Castelot & William Murphy, (Westminster, Maryland, 1961) , p3-4.

2
) Van Noort, 
Sources of Revelation, p3-4. 

3
) Rev. Joachim Salaverri S.J, Sacrae Theologiae Summa: Volume IB, (1956; traducido por Kenneth Baker S.J., 2015), p296.

4
) Salaverri, STS IB, p293.

5
) Salaverri, STS IB, p296.

6
) Salaverri, STS IB, p297.

7
) Salaverri, STS IB, p297.

8
) Salaverri, STS IB, p297.

9
) Salaverri,STS IB, p297.

10
) Salaverri, STS IB, p297.

11
) Salaverri,STS IB, p297.

12
) Salaverri,STS IB, p298.

13
) Salaverri, STS IB, p298.

14
) John Henry Newman,  Loss and GainPart III, Chapter 6, texto completohttps://www.newmanreader.org/works/gain/index.html

15
) Salaverri, STS IB p297.

16
) Rev. Michaele Nicolau, Sacrae Theologiae Summa: Volumen IA (1955; traducido por Kenneth Baker S.J., 2015), p14.

17
) Nicolau, STS IA, p14.

18
) Nicolau, STS IA,p14.

19
) Papa Pío XII, Humani Generis, nº 12.

20
) Papa Pío XII, Humani Generis, nº 12-13.

21
) Papa Pío XII, Humani Generis, núm. 14.

22
) Papa Pío XII, Humani Generis, núm. 15.

23
) Papa Pío XII, Humani Generis, núm. 15.

24
) Papa Pío XII, Humani Generis, núm. 16.

25
) Papa Pío XII, Humani Generis, núm. 34.

26
) Papa Pío XI, Casti Connubii, núm. 39.

27
) Anton Straub, 'Gibt es zweiunabhängigeTräger der kirchlichenUnfehlbarkeit?' (¿Existen dos sujetos independientes de la infalibilidad eclesiástica?) Zeitschrift für katholischeTheologie, 1918, Vol. 42, núm. 2, 1918. pp. 254-300. Véase aquí un extracto más extenso: https://www.wmreview.org/p/straub-magisterium.

29
) Papa Pío XI, Casti Connubii, núm. 21.

30
) Carta de Newman a Pusey, fechada el 22 de marzo de 1867, citada en Wilfrid Ward, Life of John Henry Cardinal Newman Vol II, (1912)p219.

31
) San Roberto Belarmino, De Clericis, traducción y extracto más extenso con comentario aquí: https://www.wmreview.org/p/bellarmine-de-clericis.

32
) Obispo Athanasius Schneider, Credo: Compendio de la fe católica

33
) Papa Pío XII, Mystici Corporis, nº 31.

34
) San Roberto Belarmino, Controversies of the Christian Religion, trans. P. Kenneth Baker SJ, Keep the Faith Press, Estados Unidos, 2016, p840.

35
) Monseñor Robert Hugh Benson, The Religion of the Plain Man, (Londres, 1910), puede encontrarse un extracto más extenso aquí: https://wmreview.co.uk/2023/10/12/what-does-the-church-offer/.