martes, 30 de abril de 2024

OBJECIONES CONTRA LA RELIGION (46)

¿Cómo ha de estar realmente presente en la Eucaristía el cuerpo de Jesucristo? Imposible.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


¿Lo está? Entonces es posible que lo esté. Esto es cuanto tengo que responderte, y basta y sobra. Lo está: luego debemos creerlo, aunque no comprendamos el cómo puede ser.

Digo que lo está; o para que entiendas bien cómo la Iglesia propone este misterio, digo que el pedacito de pan sin levadura y el poco de vino que se consumen en la celebración de la Misa, y que antes de la consagración no son ni más ni menos que el pan y el vino que ven nuestros ojos, se convierten, por las palabras de la consagración, en el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Nuestro Señor Jesucristo, el cual se digna realmente descender a las manos del sacerdote que celebra, y está realmente, aunque nosotros no lo veamos, bajo los accidentes del pan y del vino que vemos.

¿Cómo sucede esto? ¿Cómo en una cosa tan pequeña y reducida como la hostia y el cáliz ha de estar el cuerpo mismo de Jesucristo? ¿Y cómo este incomprensible milagro ha de verificarse diariamente en todas y en cada una de las hostias que se consagran en los millares de Misas que a un mismo tiempo se celebran en toda la cristiandad?

Lo ignoro, hijo mío: ni sé cómo esto sucede, ni mi entendimiento puede comprenderlo. Pero sé, a no dudar, que así es y así sucede: lo sé a no dudar, porque así me lo ha enseñado el mismo Dios Nuestro Señor Jesucristo, que ni puede engañarse ni engañarnos.

Dos veces, en su Evangelio, habla Nuestro Señor de la Eucaristía: la primera vez para prometerla, un año, poco más o menos, antes de su Pasión; la segunda vez, la víspera de su Pasión, ya para instituirla, y cumplir así su promesa.

La primera vez, cuando la promete, se halla en el capítulo VI de San Juan. Oye cómo habla entonces Jesús: “En verdad os digo, que el que CREE en Mí, tiene la vida eterna”. Observa, hijo mío, cómo Jesús empieza exigiendo que se crea en su palabra, es decir, que se tenga por cierto, aunque no se entienda, el incomprensible misterio que va a anunciar.

Y sigue: “Yo soy el pan de vida. Yo soy el pan que bajó del cielo. Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que Yo le he de dar, ES MI CARNE PARA LA VIDA DEL MUNDO”. Observa también que Jesús no dice aquí que da el pan de vida, sino promete que lo dará. Por consiguiente, se engañan los protestantes cuando dicen que Jesús emplea aquí un lenguaje figurado, y que este pan de vida, de que habla, es su doctrina. No, no es su doctrina, porque ésta la está dando en el hecho mismo de hablar, y Jesús habla aquí no de una cosa que esté dando en aquel momento, sino que promete dar más adelante.

La prueba de que los judíos lo entendieron como yo te lo explico y como la Iglesia lo enseña, y no como lo pretenden los protestantes, es que se preguntan a sí mismos: “¿Cómo nos ha de dar a comer su propia carne? ¿Cómo ha de ser esto?”. Y se resistían a creerlo. Jesús penetra sus pensamientos, y para no dejarles duda de lo que verdaderamente quiere decirles, les añade estas clarísimas palabras: “En verdad, en verdad os declaro, que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Mi carne es verdaderamente una comida y mi sangre es verdaderamente una bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. El que comiere de este pan, vivirá eternamente”.

¿Puede ser esto más claro? Digan los protestantes y los incrédulos lo que quieran, ¿se puede dudar de la palabra de Jesucristo, que nos afirma estar su cuerpo y su sangre en la Eucaristía?

Pero esto no es todavía más que la promesa. Oye ahora cómo Jesucristo cumple esta promesa al instituir la Eucaristía, cuando la noche de la Cena, víspera de su Pasión, toma en sus divinas y venerables manos el pan, lo parte y lo da a sus Apóstoles, diciéndoles: “Tomad y comed: ESTE ES MI CUERPO”.

¿Lo quieres más claro, hijito? ESTO, es decir, lo que veis ahora en mis manos y os doy Yo, Es -¿qué es?- MI CUERPO.

En seguida el Señor da a sus Apóstoles, es decir, a los primeros sacerdotes cristianos, el mandato y la potestad de hacer lo mismo que Jesús acababa de hacer en aquel acto, y les añade estas palabras: “Cuantas veces hiciereis vosotros esto, lo haréis en memoria mía”; es decir, como Yo mismo lo acabo de hacer.

Y ahora te pregunto yo: Jesucristo, ¿no es el mismo Dios? ¿No ha dicho en su Evangelio las palabras que te dejo citadas? ¿Pueden entenderse estas palabras de otro modo que las explica la Iglesia, sin faltar a todas las reglas del sentido común y de la buena fe? Y si nada de esto puede ponerse en duda, ¿dudarás, por más que no lo entiendas ni sepas cómo puede suceder, de que realmente está en la Eucaristía el cuerpo de Jesucristo? ¿Ni con qué derecho podrías tú dudar de un dogma que han creído y practicado todos los siglos cristianos, a contar desde los mismos Apóstoles, y que ha sido enseñado, defendido y adorado por los más sabios y santos doctores de la Iglesia?

Pero hay más. ¿Con qué razón puedes, dudar de que Dios obra milagrosa y sobrenaturalmente con su poder infinito una cosa que estás viendo obrarse todos los días por la naturaleza, de la cual es autor y conservador ese Dios Omnipotente? Dime tú, hombre de poca fe, ¿por qué te parece imposible que la hostia y el cáliz se conviertan en cuerpo y sangre de Jesucristo, y no te ocurre dudar de que el pan y la carne y el vino que entran diariamente en tu estómago, se convierten, como es verdad, por medio de la digestión, en carne y huesos y sangre de tu cuerpo?

¿Te parece mayor un milagro que el otro? ¿Te parece menos incomprensible ese misterio, que continuamente se obra en ti de un modo natural, que el misterio realizado sobrenaturalmente en los altares del Dios vivo?

¡Misterio inmenso de amor, que pone perpetuamente en medio mismo de sus hijos al Padre de la vida, al Rey de las almas, al Jefe de la Iglesia, a Jesucristo, en fin, Salvador de los hombres, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, Dios y hombre a un tiempo mismo, vínculo eterno que nos liga con su Padre y nuestro Padre celestial, a quien Él adora perfectamente, supliendo así la imperfección de nuestras adoraciones, y pidiéndole misericordia para los continuos pecados del mundo!

¡Misterio inefable! ¡Si mi entendimiento se rebelara a creerte, todavía mi corazón se humillaría para amarte!

Creamos, hijo mío, amemos y adoremos este misterio santo.




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