Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Eso puede consistir, o en que no se confiesan como es debido, o en que tienen una picara condición, pues que, ni aun confesándose, logran mejorarla.
Pero, ¿no puede ser también que tú te equivoques, y que los juzgues mal? Por lo mismo que tú no tienes costumbre de confesarte, ¿no puede suceder que te haga injusto, sin saberlo tú mismo, el deseo de hallar en falta a los que no la tienen?
No te diré yo que baste el confesarse para hacerse santo. El mejor de los cristianos no deja de ser hombre débil y veleidoso, y lleno de deseos y de pasiones, y rodeado de peligros, como todos los demás hijos de Adán. Lo que te digo y te aseguro, cuando menos, es que, en igualdad de circunstancias, el hombre que se confiesa como debe, es menos malo que el que no se confiesa. Y ahora te añado que sólo el que se confiesa adopta el medio conveniente para llegar a ser todo lo perfecto que cabe en la natural imperfección humana. No hay ningún malo que, empezando a confesarse como es debido, no principie desde luego por ser menos malo, no logre en seguida ser bueno, y no acabe por ser bonísimo.
Como tú verdaderamente quieras convencerte de esto, no tienes más que hacer la experiencia por ti mismo. Observa con cuidado y verás que la mayor parte de los que tanto hablan contra los maulas de los devotos, valen, en todo y por todo, diez veces menos que ellos. Es muy fácil ver la paja en el ojo ajeno, y no ver la viga en el propio.
Los defectos que, aun practicándola, tiene un cristiano, serían mucho mayores si no la practicara; y tendría, sobre todo, el mayor y más grave de los defectos, que es el que tú estás cometiendo ahora; es decir, el de no adorar ni obedecer a Dios como es debido, y el de murmurar maliciosa o ligeramente contra los que procuran servirle lo mejor que aciertan.
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