viernes, 5 de abril de 2024

OBJECIONES CONTRA LA RELIGION (41)

¿Para qué sirve la confesión?

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Para algo servirá cuando está mandada por Dios mismo; pues Dios no manda nada sin razón suficiente ni sin causa muy justa.

Por de pronto, te diré que tú no eres juez en la materia, si no tienes costumbre de confesarte. Ve a hacerlo, y entonces verás de lo que sirve.

Y mientras lo haces o no, pregúntale de lo que sirve a ese jovencito que, lleno de vicios, había arruinado su caudal y su salud; pregúntale por qué de algún tiempo acá está más tranquilo, goza mejor salud y va reponiendo su caudal; pregúntale cómo se realiza en él ese milagro. ¿Qué le pasa? Nada más sino que antes no se confesaba y ya se confiesa.

Pregúntale a aquel artesano, que era un borrachín, holgazán y quimerista, qué le ha pasado que de repente se ha convertido en un padre de familia, trabajador, honrado y pacífico, modelo en todo de sus camaradas. ¡Poca cosa! Salió una mañana a la iglesia: estuvo una horita de conversación con el cura de su parroquia en el confesonario. Su mujer y sus hijos dicen, llenos de alegría, que desde aquella mañana está desconocido.

A esa otra pobre mujer, cargada de familia, maltratada por el bribonzuelo de su marido, y que, desesperada la infeliz, ha estado mil veces para echarse por el Viaducto, pregúntale por qué un día ofreció a Dios con humildad sus trabajos y aflicciones, y desde entonces sufre como una santa sus miserias y las molestias de su marido y las molestias de sus hijos, sin que nadie ya le oiga una queja, y viendo todo el mundo la risa siempre en sus labios. ¿Qué ha sucedido en aquella casa, que de repente el marido empieza a respetar a su mujer y a tener mejor conducta? Nada; que el marido, admirando primero a su mujer, y queriendo después imitarla, se ha confesado como ella, y a consecuencia sucede la friolera de haberse evitado un suicidio, de haberse reconciliado un matrimonio y de haber entrado la paz y la abundancia y la virtud en una familia donde antes vivían la miseria y el vicio y la guerra.

A aquel otro vecino tuyo, que siempre se estaba quejando, y con razón, de que en su casa se gastaba más de lo regular, pregúntale si sabe por qué de poco tiempo acá se da mejor trato con menos dinero, y de dónde le ha venido cierta onza de oro que un día le llevó el cura de su parroquia, diciéndole que era una restitución de dinero que le habían robado. Tu vecino no lo sabe; quien lo sabe es el raterillo de un su criado, que había hecho pacotilla a fuerza de sisarle, y que, entrando a cuentas con su conciencia, fue a confesarse. ¿Qué se ha conseguido con esta confesión? Nada; un ladrón menos, un grillete menos en el presidio, o quizá un banquillo menos en el garrote.

Algo parecido a esto debió de haber visto Rousseau, cuando, a pesar de su odio al Catolicismo, no ha podido menos de decir: “¿Cuántas restituciones y desagravios no consigue la confesión entre los católicos?” Lo mismo le debió parecer a cierto ministro protestante, gran mofador de la confesión y comunión de los católicos, el día en que un sacerdote fue a entregarle una cantidad, no floja, de dinero que le habían robado. El buen ministro se enterneció, hasta el punto de que muchas veces desde entonces ha dicho: Preciso es convenir en que la confesión es cosa buena.

Que te respondan de esta verdad los pobres de tal pueblo, que, llenos de gratitud, llaman su providencia al ricacho aquel convecino suyo, que antes no se acordaba de ellos para nada, que toda su renta se la gastaba en su propio regalo, y que de algún tiempo a esta parte se ha convertido en padre de todos los desdichados y en remedio de todos los menesterosos del pueblo. ¿Qué ha pasado en el alma de aquel rico, antes tan sin entrañas, y hoy tan bueno y caritativo? Pregúntaselo al cura de su pueblo, que le echó un día en cara su crueldad, le hizo llorar y lo llevó a los pies de su confesonario. ¿Que para qué sirve la confesión? Para salvarnos de un vicio que empieza a poseernos; para librarnos del remordimiento que nos está quitando el sueño y la paz y la alegría; para acostumbrarnos a esta dificilísima tarea de estudiarnos y conocernos a nosotros mismos, haciéndonos examinar nuestra conciencia.

Pregúntale de qué le sirve la confesión a ese pobre moribundo, que veía llegar lleno de terrores su última hora, y que ya la aguarda con confianza y hasta con alegría. “¿Qué poder es éste de la confesión de los católicos?”, preguntaba el médico protestante M. Tissot, al ver cómo una señora católica, a quien él asistía sin esperanza de salvarla, empezó a mejorar desde el punto que fue administrada, hasta sanar enteramente.

No menos notables son las palabras de otro médico, también protestante, M. Badel, que, enseñado por sus experiencias propias, dice sin reparo que “la confesión es útil, no sólo a los particulares, sino a la sociedad toda entera, y que es cosa que merece fijar la consideración de todo el que se interese en el bien de la humanidad”.

¡Ah, hijo mío! ¡Ojalá que, volviendo nuestra España a practicar la Religión de nuestros padres con la fe y el celo que en otros tiempos lo hizo, se restableciese en todas las familias la saludable costumbre de confesar siquiera una vez al año para cumplir el precepto de la Iglesia! ¡Ojalá que acudiéramos con más frecuencia y más generalmente a este Sacramento de misericordia y de redención!

¡Cuán otro sería el estado de nuestras costumbres! ¡Cuánto ganaría la paz de nuestros pueblos! ¡Cuán pronto se acabarían estos rencores y luchas políticas que nos envilecen y arruinan! ¡Cuánto y cuánto ganaríamos hasta en estos mismos bienes materiales, que son hoy día tan codiciados y buscados!



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