Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¡Pobre hijito mío! ¡Cuánta preocupación y cuántas falsedades te han metido en la cabeza los interesados en perderte! ¡Qué bien saben ellos que la confesión es el primero de los actos cristianos, y el remedio más eficaz de nuestras flaquezas, y el preservativo mejor de nuestros vicios! Por eso no quieren que te confieses; por eso te dicen que la confesión es una patraña inventada por los curas y no determinada por Dios mismo.
Pero ven conmigo, hijo mío, y abre el Evangelio; en él verás cómo Jesucristo prometió primero, y cumplió después la promesa hecha a sus Apóstoles, de darles poder para perdonar en su nombre los pecados.
Lee la promesa en el Evangelio de San Mateo, capítulo XVIII: “Todo lo que atareis en la tierra, será atado en el cielo, Y TODO LO QUEDESATÉIS EN LA TIERRA, SERÁ DESATADO EN EL CIELO”.
Jesús, entonces, difunde su aliento divino sobre las frentes de sus discípulos, y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. Como mi Padre me ha enviado a MÍ, así os envío Yo a vosotros. Los PECADOS SERÁN PERDONADOS A AQUELLOS A QUIENES VOSOTROS LOS PERDONÉIS, Y SERÁN RETENIDOS A AQUELLOS A QUIENES LOS RETUVIEREIS”.
¿Resulta o no claro de estas palabras de Jesucristo, que los Apóstoles y sus sucesores en el Episcopado y sacerdocio tienen autoridad para perdonar o retener los pecados? ¿Resulta o no claro que esta autoridad se la dio de una manera clara e indudable?
¿Lo quieres más claro, hijo mío? ¿Cabe duda en el sentido de estas divinas palabras? “Todo el poder -dice con ellas Jesucristo- que Dios mi Padre, igual a Mí, me ha dado al enviarme para ser Salvador del mundo, Yo, eterno y Todopoderoso como mi Padre, os lo doy a vosotros al enviaros para que seáis como Yo, salvadores de los hombres; en vosotros deposito los tesoros de salvación que yo dejo fundados para el mundo con los méritos de mi pasión y muerte. Yo, desde mi cielo, perdonaré al que perdonéis vosotros en la tierra, y retendré los pecados que retengáis vosotros; pues aunque no sois sino hombres como los demás, quedáis, sin embargo, por el Espíritu Santo que de mi habéis recibido, como jueces competentes de las conciencias de los hombres, y con autoridad bastante para perdonar o retener sus pecados”.
¿Resulta o no claro de estas palabras de Jesucristo, que los Apóstoles y sus sucesores en el Episcopado y sacerdocio tienen autoridad para perdonar o retener los pecados? ¿Resulta o no claro que esta autoridad se la dio de una manera clara e indudable?
Sí, por cierto. Pero, por lo mismo, te pregunto yo ahora: ¿Cómo han de poder los sacerdotes perdonar o retener los pecados si no los conocen? ¿Y cómo han de conocerlos si nosotros no se los decimos?
El que quiere una cosa, quiere también necesariamente los medios para que suceda. Jesucristo quiere que sus ministros perdonen o retengan los pecados de los fieles; luego quiere que conozcan estos pecados; luego quiere que nos confesemos.
La Historia nos ha conservado el nombre del confesor del gran emperador Carlomagno, que vivió en el siglo IX. El autor de la vida de San Ambrosio, Obispo de Milán, y que vivía en el mismo tiempo que este santo, es decir, en el siglo IV, refiere “que el santo Obispo lloraba de tal modo por los pecados que le confesaban, que los pecadores mismos no podían menos de llorar con él”.
Del propio modo, tenemos los escritos de los Santos Padres, correspondientes a los siglos II y III, donde varias veces se habla, en pasajes muy claros, de la obligación de confesarse a los sacerdotes y de la necesidad de hacerlo para obtener el perdón de los pecados.
Así lo dicta el sentido común, y así lo ha entendido y lo ha practicado perpetuamente la Iglesia. Tan verdad es esto, que nadie hay que señale un siglo, un tiempo en que los fieles cristianos no se hayan confesado, mientras que sabemos positivamente que se han confesado en todo tiempo.
Por la misma época, el gran San Agustín, disputando con los herejes de África, que pretendían, como los protestantes de hoy, no confesarse más que a Dios solamente, les dice: “Pues qué, ¿será en balde que Jesucristo haya entregado a la Iglesia las llaves del cielo, al decir a sus Apóstoles que todo lo que ellos desataran sobre la tierra sería desatado en el cielo? ¿Os atreveréis a contradecir el Evangelio y a creeros autorizados para cosa que él os niega?”
Tenemos también que en las más antiguas catacumbas de Roma, pertenecientes a los primitivos tiempos del Cristianismo, se han encontrado, entre otras cosas, varios confesonarios, que prueban que ya entonces se confesaban los fieles.
Por último, ahí está el libro mismo de los Hechos de los Apóstoles, en el cual se dice de los paganos de Éfeso recién convertidos al Cristianismo, que, dóciles a la voz de San Pablo, acudían en masa “a declarar y confesar sus acciones”. Confitentes et annuntiantes actus suos (Hechos de los Apóstoles, cap. XIV, v. 18 y 19). Es decir, que acudían a confesar sus culpas, pues nadie dice que se confiesen los actos buenos, sino los malos, o sean los pecados.
Tenemos, por consiguiente, que la confesión ha sido instituida por Jesucristo, y que así lo han entendido y lo han practicado todos los siglos cristianos, sin que ningún hombre juicioso y de buena fe pueda dudarlo.
Luego no es la confesión una cosa inventada allá por los curas, sino mandada por el mismo Dios; luego hay que confesarse para obedecer a Dios; luego no es verdadero cristiano el que no cree y practica el precepto de la confesión.
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