Por Monseñor de Segur (1820-1881)
-¿Cómo puedes tú oírme a mí?
Vaya una pregunta, me dirás:
-Le oigo a usted con mis oídos.
-Sí, ya lo sé. Pero no es eso lo que pregunto, sino, ¿cómo sucede el que puedas tú oírme con tus oídos? ¿Cómo sucede que el pensamiento que yo tengo ahora te lo traslado a ti, sin más que mover mis labios y agitar un poco el aire con unos cuantos sonidos que precisamente van a dar en tu tímpano, que es un huesecito colocado dentro de tu oreja y cubierto con una pielcita en la que rebotan como en un tambor? ¿Cómo sucede que con esta operación tan sencilla me entiendes tú lo que yo te quiero decir? ¿A que no lo sabes? Y eso que es cosa que estás viendo y haciendo todos los días.Pues, hijito, cuando puedas tú explicarme este misterio, te explicaré yo cómo puede suceder el que la Santísima Virgen y los Santos puedan oírme y responderme. El que ellos estén en el cielo, y tú a dos pasos de mí, no hace nada al caso. Tan misterioso, tan incomprensible es lo uno como lo otro, sin más diferencia que lo uno lo estás viendo todos los días, y a fuerza de verlo no te admira ya ni te sorprende.
¿Cómo no se estremecen estos desgraciados al tender la vista por todos los siglos del Cristianismo, y no encontrar uno solo que no los condene, pues dondequiera que ha sonado el nombre de Jesucristo, allí ha sido realizada aquella gran profecía de su Santísima Madre, cuando, arrebatada en éxtasis delante de su prima Santa Isabel, exclamó llena de amor y de fe: “Todas las generaciones me llamarán bienaventurada”?
No; en ningún lugar, en ningún tiempo de la vida del Salvador se encuentra a ese Cristo solitario imaginado por los protestantes, sino tal y como lo anunciaron las antiguas profecías, tal y como lo vemos en el Evangelio, Hijo de la Virgen, formado de sus entrañas purísimas, arrullado en sus brazos maternales, sumiso, obediente y amoroso para con ella, expirando luego a vista de ella, y, por último, reposando en su seno doloroso antes de pasar desde la cruz al sepulcro.
Parte 34
El mismo Dios que te hace a ti entenderme de un modo tan incomprensible lo que te digo, es el que hace que me oiga a mí la Santísima Virgen cuando yo la invoco.
¿De qué manera hace Dios este milagro? No lo sé ni me importa. Me basta saber que Él, no sólo consiente, sino también quiere y agradece que le pidamos el remedio de nuestras necesidades por la intercesión de Aquella que es bendita entre todas las mujeres, superior a todas las criaturas y la más amada del Hacedor Supremo, la obra más maravillosa de sus manos, la Esposa y Madre de Dios, y Madre de los hombres, y Abogada del mundo, Reina de la tierra y del cielo. Me basta saber que ella es en las moradas celestiales la poderosa intercesora a quien nada niega su divino Hijo Jesús, y la que, supliendo con su mediación la pequeñez de nuestros méritos, puede y desea abrirnos las puertas de la gloria.
Me basta saber que nada hay tan dulce, tan tierno y consolador como amar a la Virgen Santísima, confiarle nuestras penas y ofrecerle nuestro corazón.
Me basta sentir en mí mismo que, mientras más la amo y la venero, me reconozco más casto, más puro, más humilde, más pacífico y más contento en mi interior.
Amar y servir a esta criatura privilegiada, no es más ni menos que imitar, en cuanto nos es posible, a su Santísimo Hijo Jesús, nuestro Salvador y Maestro, que fue el primero en amarla, en servirla, en honrarla y obedecerla como a su Madre, que era, purísima y santa.
¡Ah dulcísima Madre de Dios y Madre mía! ¡Gran verdad debe ser que el amarte y venerarte es la prenda y el tesoro mayor del perfecto cristiano, cuando no hay herejía que no haya empezado por apartarse de ti! ¡Gran verdad es que no se puede dejar de amar a la Madre sin dejar de amar al Hijo! ¡Gran verdad es que nadie se ha apartado jamás de ti para hacerse mejor ni más santo! De todos los errores que ciegan a los protestantes, ninguno más digno de compasión profundísima que este de no conocer y no amar a la Madre de los cristianos, de rechazar con desprecio o con odio a Aquella que Jesucristo escogió y amó y unió inseparablemente al misterio de su encarnación y de su nacimiento, de su vida y de su muerte, de su resurrección y de su gloria.
No; en ningún lugar, en ningún tiempo de la vida del Salvador se encuentra a ese Cristo solitario imaginado por los protestantes, sino tal y como lo anunciaron las antiguas profecías, tal y como lo vemos en el Evangelio, Hijo de la Virgen, formado de sus entrañas purísimas, arrullado en sus brazos maternales, sumiso, obediente y amoroso para con ella, expirando luego a vista de ella, y, por último, reposando en su seno doloroso antes de pasar desde la cruz al sepulcro.
¡Desgraciados!, repito. Temen ofender a Jesucristo si veneran a María. Pero, ¿dónde han aprendido que un Hijo se ofenda de que se honre a su Madre? ¿Por ventura, no es la Madre María honrada por justo obsequio al Hijo Jesús? ¿El amar y venerar a la Madre, no viene, en resumen, a ser una manera de adorar al Hijo?
Concedámosles que haya algunos abusos, algunas imprudencias hijas de la ignorancia, y no de otra cosa, en el culto que algunas gentes sencillas tributan a la Virgen. Pero,¿de qué no se abusa en este mundo? Y, además, ¿no está ahí la Iglesia para reprobar y prohibir lo que en este punto no deba ser tolerado o permitido?
¡Ah! No es ciertamente el exceso de veneración, sino más bien la falta, lo que hay que temer en el homenaje de amor y de honra que debemos a la Madre de Jesucristo.
¡España, patria mía! Si algo me consuela y me alienta, en medio de estos grandes infortunios que hoy te oprimen o te amenazan, es la esperanza en la protección de esa Patrona Santísima, a quien, con tanto afecto, con tan singular ternura hemos amado siempre y amamos los españoles.
Continúa...
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