EL CATECISMO DE TRENTO
ORDEN ORIGINAL
(publicado en 1566)
(8)
Introducción Sobre la fe y el Credo
ARTÍCULO VIII:
“CREO EN EL ESPÍRITU SANTO”
Importancia de este artículo
Hasta ahora hemos expuesto, hasta donde la naturaleza del tema parecía requerir, lo que pertenece a la Primera y Segunda Personas de la Santísima Trinidad. Queda ahora por explicar lo que el Credo contiene con respecto a la Tercera Persona, el Espíritu Santo.
En esta materia, el pastor no debe omitir nada que el estudio y la laboriosidad puedan realizar; pues en este artículo, no menos que en los anteriores, la ignorancia o el error serían imperdonables en un cristiano. Por lo tanto, el Apóstol no permitió que algunos de los Efesios permanecieran en la ignorancia con respecto a la Persona del Espíritu Santo. Habiéndoles preguntado si habían recibido el Espíritu Santo, y habiendo recibido por respuesta que ni siquiera sabían que había un Espíritu Santo, inmediatamente preguntó: “Por lo tanto, ¿en quién fuisteis bautizados?” para significar que un conocimiento claro de este artículo es sumamente necesario para los fieles.
De tal conocimiento obtienen un fruto especial. Porque, considerando atentamente que todo lo que tienen, lo poseen por la generosidad y beneficencia del Espíritu Santo, comienzan a pensar más modesta y humildemente de sí mismos, y a poner todas sus esperanzas en la protección de Dios, que para un cristiano es el primer paso hacia la sabiduría consumada y la felicidad suprema.
“Espíritu Santo”
La exposición de este Artículo, por lo tanto, debe comenzar con la fuerza y el significado que aquí se atribuye a las palabras “Espíritu Santo”. Este apelativo es igualmente verdadero cuando se aplica al Padre y al Hijo, puesto que ambos son espíritu, ambos santos, y confesamos que Dios es Espíritu; este nombre puede aplicarse también a los Ángeles, y a las almas de los justos. Hay que tener cuidado, por lo tanto, de que los fieles no sean inducidos a error por la ambigüedad de las palabras.
El pastor, entonces, debe enseñar que por las palabras “Espíritu Santo” en este artículo se entiende la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, un sentido en el que se utilizan, a veces en el Antiguo, y con frecuencia en el Nuevo Testamento. Así ora David: “¿Quién conocerá tus pensamientos, si tú no das sabiduría y envías desde lo alto tu Espíritu Santo?” Y en otro lugar se dice: “La creó en el Espíritu Santo”. También se nos ordena en el Nuevo Testamento que nos bauticemos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Leemos que la Santísima Virgen concibió del Espíritu Santo; y somos enviados por San Juan a Cristo, que nos bautiza en el Espíritu Santo. Hay muchos otros pasajes en los que aparecen las palabras Espíritu Santo.
Nadie debe extrañarse de que no se dé un nombre propio a la Tercera Persona, como a la Primera y a la Segunda. A la Segunda Persona se la designa con un nombre propio y se la llama Hijo, porque, como se ha explicado en los artículos precedentes, su nacimiento eterno del Padre se llama propiamente generación. Por lo tanto, como ese nacimiento se expresa con la palabra generación, así la Persona que emana de esa generación se llama propiamente Hijo, y la Persona de la que emana, Padre.
Pero como la producción de la Tercera Persona no tiene nombre propio, sino que se llama espiración y procesión, la Persona producida no se designa, en consecuencia, con ningún nombre propio. Su emanación no tiene nombre propio sencillamente porque estamos obligados a tomar prestados de los objetos creados los nombres dados a Dios y no conocemos otro medio creado para comunicar la naturaleza y la esencia que el de la generación. De ahí que no podamos descubrir un nombre propio para expresar el modo en que Dios se comunica a Sí mismo entero, por la fuerza de Su amor. Por eso llamamos Espíritu Santo a la Tercera Persona, nombre, sin embargo, peculiarmente apropiado a Aquel que infunde en nosotros vida espiritual, y sin cuya santa inspiración no podemos hacer nada meritorio para la vida eterna.
“Creo en el Espíritu Santo”
El Espíritu Santo es igual al Padre y al Hijo
El pueblo, una vez familiarizado con el significado de Su nombre, debe ante todo ser enseñado que el Espíritu Santo es igualmente Dios con el Padre y el Hijo, igualmente omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, el bien supremo, infinitamente sabio, y de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo.
Todo esto está obviamente implicado por la fuerza de la palabra “en”, cuando decimos: “Creo en el Espíritu Santo”; porque esta preposición se antepone a cada Persona de la Trinidad para expresar la naturaleza exacta de nuestra fe.
La divinidad del Espíritu Santo está también claramente establecida por muchos pasajes de la Escritura. Cuando, en los Hechos de los Apóstoles, San Pedro dice a Ananías: “¿Por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo” añade inmediatamente: “No has mentido a los hombres, sino a Dios”.
También el Apóstol, escribiendo a los Corintios, interpreta lo que dice de Dios como dicho del Espíritu Santo. “Hay -dice- diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos”; y continúa, “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común pero todas estas cosas las obra ... distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad”
También en los Hechos de los Apóstoles, lo que los Profetas atribuyen sólo a Dios, San Pablo lo atribuye al Espíritu Santo. Así Isaías había dicho: “Oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré? ... Y dijo: Anda y ve a este pueblo: Por más que ustedes escuchen, no entenderán; por más que ustedes miren, nunca ven”. Después de haber citado estas palabras, el Apóstol añade: “Bien habló el Espíritu Santo a nuestros padres, por el profeta Isaías”.
Además, las Sagradas Escrituras unen la Persona del Espíritu Santo a las del Padre y del Hijo, como, por ejemplo, cuando se ordena administrar el Bautismo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. No nos queda, pues, lugar para dudar de la verdad de este misterio. Porque si el Padre es Dios, y el Hijo Dios, debemos admitir que el Espíritu Santo, que está unido a Ellos en el mismo grado de honor, es también Dios.
Además, el bautismo administrado en nombre de cualquier criatura no puede tener ningún efecto. “¿Fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?” dice el Apóstol, para demostrar que tal bautismo no podía servir de nada para la salvación. Por lo tanto, puesto que somos bautizados en el nombre del Espíritu Santo, debemos reconocer que el Espíritu Santo es Dios.
Este mismo orden de las Tres Personas, que prueba la Divinidad del Espíritu Santo, se encuentra también en la Epístola de San Juan: “Porque son tres los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno”; y también en ese noble elogio de la Santísima Trinidad, con el que concluyen las Alabanzas Divinas y los Salmos: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”.
Finalmente, lo que confirma con mayor fuerza esta verdad es el hecho de que la Sagrada Escritura asigna al Espíritu Santo todos los atributos que creemos propios de Dios. Por eso se le atribuye el honor de los templos, como cuando el Apóstol dice: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” La Escritura le atribuye también el poder de santificar, de vivificar, de escudriñar las profundidades de Dios, de hablar por los Profetas y de estar presente en todos los lugares, todo lo cual sólo puede atribuirse a Dios.
El Espíritu Santo es distinto del Padre y del Hijo
El pastor debe también explicar con precisión a los fieles que el Espíritu Santo no sólo es Dios, sino que también debemos confesar que es la Tercera Persona de la Naturaleza Divina, distinta del Padre y del Hijo, y producida por Su voluntad.
Por no hablar de otros testimonios de la Escritura, la forma del Bautismo, enseñada por nuestro Redentor, muestra muy claramente que el Espíritu Santo es la Tercera Persona, autoexistente en la Naturaleza Divina y distinta de las otras Personas. Es una doctrina enseñada también por el Apóstol cuando dice: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros”.
Esta misma verdad es aún más explícitamente declarada en estas palabras añadidas a este Artículo del Credo por los Padres del Primer Concilio de Constantinopla para refutar la impía locura de Macedonio: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
“El Señor”
Al confesar que el Espíritu Santo es el Señor, declaran hasta qué punto supera a los ángeles, que son los espíritus más nobles creados por Dios; pues todos ellos, dice el Apóstol, “no son más que espíritus al servicio de Dios, y son enviados para ayudar a los que recibirán la salvación”.
También designan al Espíritu Santo como dador de vida, porque el alma vive más por su unión con Dios que el cuerpo se nutre y sostiene por su unión con el alma. Puesto que, por lo tanto, las Sagradas Escrituras atribuyen al Espíritu Santo esta unión del alma con Dios, es evidente que se le llama con toda razón el dador de la vida.
“Que procede del Padre y del Hijo”
Con respecto a las palabras que siguen inmediatamente: que procede del Padre y del Hijo, se ha de enseñar a los fieles que el Espíritu Santo procede por una procesión eterna del Padre y del Hijo, como de un solo principio. Esta verdad es propuesta a nuestra fe por el Credo de la Iglesia, del que ningún cristiano puede apartarse, y es confirmada por la autoridad de las Sagradas Escrituras y de los Concilios.
Cristo el Señor, hablando del Espíritu Santo, dice: “El me glorificará, porque tomará de lo mío”. También encontramos que el Espíritu Santo es llamado algunas veces en la Escritura el Espíritu de Cristo, otras, el Espíritu del Padre; que una vez se dice que es enviado por el Padre, otra, por el Hijo; todo lo cual significa claramente que procede por igual del Padre y del Hijo. Dice San Pablo, “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. En su Epístola a los Gálatas también llama al Espíritu Santo el Espíritu de Cristo: “Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones; y el Espíritu clama: ¡Abba!, es decir, “Padre!”. En el Evangelio de San Mateo se le llama Espíritu del Padre: “Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”.
Nuestro Señor dijo, en Su Última Cena: “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí”. En otra ocasión, que el Espíritu Santo será enviado por el Padre, declara con estas palabras: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre”. Entendiendo que estas palabras denotan la procesión del Espíritu Santo, llegamos a la inevitable conclusión de que procede tanto del Padre como del Hijo.
Las anteriores son las verdades que deben enseñarse con respecto a la Persona del Espíritu Santo.
Ciertas obras divinas son apropiadas al Espíritu Santo
También es deber del pastor enseñar que hay ciertos efectos admirables, ciertos dones excelentes del Espíritu Santo, de los que se dice que se originan y emanan de Él, como de una fuente perenne de bondad. Aunque las obras intrínsecas de la Santísima Trinidad son comunes a las Tres Personas, sin embargo muchas de ellas se atribuyen especialmente al Espíritu Santo, para significar que surgen de la ilimitada caridad de Dios hacia nosotros. Porque como el Espíritu Santo procede de la voluntad divina, inflamada, por decirlo así, de amor, podemos percibir que estos efectos que se refieren particularmente al Espíritu Santo, son el resultado del supremo amor de Dios hacia nosotros.
Por eso se llama don al Espíritu Santo, pues por don se entiende lo que se da amable y gratuitamente, sin esperar nada a cambio. Cualesquiera, pues, que sean los dones y gracias que Dios nos ha concedido. Y dice el Apóstol, “¿Qué tienes que Dios no te haya dado?”. Debemos reconocer piadosa y agradecidamente que nos han sido concedidos por la gracia y el don del Espíritu Santo.
Creación, gobierno, vida
Estos dones del Espíritu Santo son numerosos. Sin mencionar la creación del mundo, la propagación y el gobierno de todos los seres creados, tratados en el primer artículo, acabamos de mostrar que el don de la vida se atribuye particularmente al Espíritu Santo, y esto lo confirma además el testimonio de Ezequiel: “Os infundiré espíritu y viviréis”.
Los siete dones
El Profeta (Isaías), sin embargo, enumera los principales efectos que se atribuyen más propiamente al Espíritu Santo: El espíritu de sabiduría y entendimiento, el espíritu de consejo y fortaleza, el espíritu de conocimiento y piedad, y el espíritu del temor del Señor. Estos efectos se llaman los dones del Espíritu Santo, y a veces incluso se les llama el Espíritu Santo. Sabiamente, por lo tanto, nos advierte San Agustín, siempre que encontramos la palabra Espíritu Santo en la Escritura, a distinguir si significa la Tercera Persona de la Trinidad o Sus dones y operaciones. Los dos están tan separados como lo está el Creador de la criatura.
La diligencia del pastor al exponer estas verdades debe ser mayor, ya que es de estos dones del Espíritu Santo que derivamos las reglas de la vida cristiana y estamos capacitados para saber si el Espíritu Santo mora en nosotros.
La gracia justificadora
Pero la gracia de la justificación, que nos firma con el Espíritu Santo de la promesa, que es la prenda de nuestra herencia,' trasciende todos sus otros dones más amplios. Nos une a Dios con los vínculos más estrechos del amor, enciende en nosotros la llama sagrada de la piedad, nos forma a una vida nueva, nos hace partícipes de la naturaleza divina y nos permite ser llamados y ser realmente hijos de Dios.