Por Monseñor de Segur (1820-1881)
No, y si tú entras en él, tampoco volverás para contarlo. Pero precisamente porque nadie vuelve es, cuando menos, una tontería el no hacer lo posible para libertarse de caer en él.
Tú me podrás decir a esto que no crees que haya tal infierno; pero yo te respondo, por de pronto, que eso que tú te atreves a negar así, tan resueltamente, ha sido objeto de grande duda para los impíos más famosos. Ahí tienes a Rousseau, que a la pregunta de si hay infierno nada tuvo que contestar más que un: “Qué se yo”. Y si esto no te contenta, te volveré a citar a Voltaire, quien, respondiendo a un amigo suyo que se figuraba haber descubierto la prueba de que no había infierno, le decía: “Dichoso usted! Yo, por mi parte, no he podido llegar a tanto”.
De modo que los más desalmados entre los incrédulos tienen, cuando menos, al hablar de este asunto, un “quizás”, un “qué sé yo”, sin que jamás se atrevan a decir un no redondo y seguro. ¿Serás tú más atrevido que ellos?
Por si tal disparate te ocurriera cometer, empezaré diciéndote que ese infierno, del que tú dudas o que niegas, ha sido revelado a los cristianos por el mismo Dios.
Quince veces nada menos habla nuestro Señor Jesucristo del infierno en su Evangelio.
Lee si no el capítulo IX de San Marcos, y allí verás, dicho por el mismo Jesús, que vale más perderlo todo y sufrir en este mundo todas las penas, que “ir al infierno, al fuego que jamás se apaga, donde no tiene fin el remordimiento; donde todo el que entre será salado por el fuego”, es decir, donde será penetrado, devorado y conservado todo a un mismo tiempo por el fuego, a la manera que la sal, penetrando las carnes, las conserva sin que se destruyan.
Repasa luego el capítulo XXV de San Mateo, donde dice el propio Jesús: “Apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno, que fue preparado para el demonio y sus ángeles... Y éstos irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna”.
Por último, en el capítulo XV de San Juan, dice: “Si alguno no viviere unido a Mí, será arrojado al fuego y arderá”, etc., etc.
Como ves por estas citas, no puede ser más terminante la palabra de Jesucristo, es decir, de Dios mismo. Con que tenemos que aquel buen Jesús, tan dulce y misericordioso, que todo se lo perdona a los pecadores arrepentidos, que recibe en su seno con tanto amor a la culpable Magdalena, a la mujer adúltera, al publicano Zaqueo y al ladrón crucificado a su lado; ese mismo buen Jesús, tan misericordioso y dulce, te dice que hay un infierno y un fuego eterno, y para que no te quede duda alguna, te lo repite quince veces.
Esto supuesto, ya no puedes negarme ni poner en duda la existencia del infierno, sin que me niegues o dudes de que Jesucristo es Dios, o de que su Evangelio dice lo que dice. Pero si te ocurriese la insensata blasfemia de dudar o negar cualquiera de estas cosas, todavía, contra tu impiedad y tu falta de fe, hablaría a tu razón la voz de todo el género humano.
Porque has de saber que desde que el mundo es mundo, no hay religión ninguna de ningún tiempo y de ningún lugar que no haya creído en el infierno. Desde luego lo creyeron y enseñaron los judíos, como primitivos depositarios que fueron de la revelación divina. Lo han creído todos los filósofos, poetas y naciones de la antigua gentilidad. Lo creen hoy todos los paganos, los moros, los salvajes más incultos. En todas las tierras habitadas que se han descubierto y se van descubriendo se ha visto que la existencia de un infierno sin fin ha sido punto de fe de las religiones más bárbaras y groseras.
¿Qué más? Los protestantes mismos, que apenas han dejado en pie un solo artículo de la Fe Católica, no se han atrevido a negar el infierno.
¿Ni quién puede tampoco negarlo, por poco sentido común que tenga? Pues qué, ¿no es infinita la justicia de Dios? ¿No es infinita su misericordia? En cuanto es infinitamente misericordioso y bueno, ¿no nos ha dado Dios todos los medios de conocer su voluntad y de cumplirla, y no está igualmente propicio a perdonarnos si nos arrepentimos de haberle ofendido?
Claro es que sí; pero, por lo mismo que es claro, no se deduce de aquí necesariamente que, siendo Dios infinitamente justo, no puede menos de castigar con una pena infinitamente grande al que se empeñe en desoírle y ofenderle, sin tener jamás un remordimiento ni un pesar de haberle ofendido.
¿Qué idea tienen de la justicia los que niegan el infierno? ¿Quieren que Dios tenga reservado el mismo lugar al ladrón y al santo, al opresor y al oprimido? ¿Quieren que Dios haga lo que no consentirían hacer a un magistrado cualquiera? ¿Qué dirían de un juez que, llamado a sentenciar entre un pupilo huérfano y el tutor que le hubiere usurpado sus bienes, declarara absuelto al tutor y dejara al pobre pupilo morirse de miseria?
Pues esto quieren que haga Dios los que niegan el infierno; quieren que el bribón que ha pasado su vida a costa de los sudores y lágrimas del pobre y del desvalido tenga luego en la otra vida el mismo lugar de la gloria y bienaventuranza que el mismo desvalido y pobre a quien haya oprimido y vejado.
Mira, hijito, la ofensa que se hace a Dios es infinita, porque lo es la majestad del Dios a quien se ofende; y si bien la infinita Misericordia del Señor puede perdonar y perdona al arrepentido, su infinita Justicia no puede dejar de castigar con una pena infinita, es decir, eterna, al que le ofende sin jamás arrepentirse.
¿Cómo se puede poner esto en duda? Y si esto no te bastara, examina los frutos que produce la creencia en el infierno, y piensa los que produciría la falta de esta creencia. ¿Cuánto y cuánto crimen no deja de cometerse por temor a las eternas penas de la otra vida? ¿Cuánta y cuánta buena acción no ha inspirado el justísimo y saludable deseo de evitarlas? ¿Cuánto y cuánto desenfreno no sería el del mundo si llegara a faltar el santo temor que nos infunde la creencia en estas penas?
¿Quieres creer en el infierno? Pues pórtate de manera que no tengas por qué temerlo, y verás entonces como no niegas ni dudas de su existencia. Los pícaros lo niegan, porque lo temen; quisieran que no lo hubiese, y esta es la mejor prueba de que lo hay.
Por consiguiente, hijito mío, no pongas tú en duda una verdad que tan de cerca te toca, que es creída y confesada por todo el género humano, que es conforme a todas las ideas de razón y de justicia, y, sobre todo, que ha sido enseñada por aquel buen Jesús, que dice de sí mismo: “Yo soy la VERDAD: el cielo y la tierra pasarán; pero no pasará mi palabra”.
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