Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Es como si un soldado dijese: "Mi regimiento se compone de militares como yo: militares son mi general y mi coronel y mi capitán, ¿por qué me han de mandar a mí? Yo estoy tan pronto a obedecer al rey, de quien todos somos súbditos, pero no a militares que son como yo, ni más ni menos".
Suponte que es solo un soldado el que esto dice, y el que, obrando en consecuencia, desobedece a sus jefes. ¿Qué resultará? Que te fusilarán por indisciplinado. Pues suponte que son todos los soldados los que lo dicen y obran, lo mismo. ¿Qué resultará? Que no habrá ejército, y que el mismo rey de quien los soldados se declaran súbditos y al cual dicen que están prontos a obedecer, se quedará sin defensores, y el reino caerá en poder de sus enemigos.
Pues aplica el ejemplo. Dios, nuestro Señor Jesucristo es el Rey de cielos y tierra, del cual somos súbditos todos los fieles, soldados que peleamos mientras vivimos contra el error y el mal. Para que sepamos y obremos perpetuamente lo que conviene, a fin de que no nos venzan estos enemigos, nos ha dado nuestro Rey Jesús un general, y coroneles y capitanes que nos enseñan y defienden; es decir, nos ha dado a su Vicario y Jefe de su Iglesia, a sus obispos y demás sacerdotes.
¿Qué resultará si es un solo cristiano el que, negándoles fe y obediencia, por considerarlos hombres como él ni más ni menos, los desprecia y los desoye? Que perderá la vida eterna. Pues suponte que no es un solo cristiano el rebelde, sino todos los cristianos. ¿Qué sucedería? Que no habría cristiandad, y que el mismo Dios, al cual dicen que están prontos a obedecer, se quedaría sin adoradores, y el mundo entero de los cristianos caería en el poder del error y de los vicios, que son sus perpetuos enemigos.
¿Ves ahora claro, con este ejemplo, la atrocidad que me has dicho? ¿Conoces ahora que tu objeción es insensata?
Ya se ve que la Iglesia se compone de hombres, y de hombres tan flacos y miserables como tú y como yo, tan expuestos a equivocarse y a pecar. Pero estos hombres son los encargados por Jesucristo de enseñarnos a ti y a mí su Doctrina, de administrarnos sus Sacramentos, de dirigir su Iglesia y de salvar nuestras almas. Y justamente este encargo es el que los hace diferenciarse de nosotros y el que los hace nuestros maestros y jefes naturales en todo aquello que tiene relación con el encargo respecto a nosotros.
Pero así como el poder y el mando que el general, el coronel y el capitán tienen sobre los soldados, no les proviene del solo hecho de ser militares, sino de la autoridad que en ellos delega el rey que les da aquellos grados, del mismo modo la autoridad infalible y santa que sobre los fieles tienen los sacerdotes que no proviene de ser hombres, pues en cuanto a hombres no son más ni menos que otro cualquiera, sino de la divina autoridad, del sagrado carácter que en ellos delegó Jesucristo en cabeza de los Apóstoles y sus sucesores los demás Obispos, autoridad y carácter que reciben con el Sacramento del Orden, instituido para eso por el mismo Jesucristo.
De manera que todos los sacerdotes juntos y cada uno de por sí, incluso el Sumo Pontífice, pueden engañarse y se engañan muchas veces, como hombres que son ni más ni menos que nosotros, en todo aquello que no tiene que ver nada con el especial encargo que Jesucristo les dio con respecto a nosotros. Pero ni pueden engañarse ni se engañan nunca cuando, en virtud de su carácter sacerdotal, y con las reglas y condiciones prescritas por la Iglesia, nos proponen lo que es propio de su especial encargo, como es la declaración de artículos de fe, la regla de las costumbres, la disciplina general de la Iglesia, la Liturgia, la canonización de Santos, etc., etc.
En todo cuanto se refiere a estos puntos, Jesucristo les dio plena autoridad, y les prometió que les asistiría perpetuamente con su divino espíritu cuantas veces, después de haberle invocado, hablaren su nombre.
Por esta razón los Mandamientos de la Iglesia nos obligan a los fieles lo propio que los mismos Mandamientos de Dios, pues entre unos y otros no hay más diferencia sino que éstos nos fueron dados directamente por el mismo Dios en el Sinaí, y aquellos nos son dados por la Iglesia, a quien Dios autorizó para dárnoslos, prometiéndole al mismo tiempo que estaría con ella hasta la consumación de los siglos. He aquí por qué, cuando obedecemos a la Iglesia, obedecemos a Dios; del propio modo que, cuando el soldado obedece a sus jefes, obedece al rey que se los ha dado para que le manden, le enseñen y le defiendan.
Por consiguiente, hijito, tú ves que el que obedece a la Iglesia no obedece a los hombres, aunque la Iglesia se componga de hombres, sino a Dios.
¿Sabes quiénes son los que verdaderamente no obedecen ni quieren que se obedezca más que a los hombres? Pues son los que locamente pretenden destruir la Iglesia de Jesucristo. Esos son los que quieren envilecernos y tiranizarnos al pretender que desoigamos y despreciemos a los que Dios encargó de enseñarnos para nuestro bien, y que sigamos a los que desean solo hacernos rebeldes a la voz de Dios para entregarnos sin defensa en manos de los hombres.
¿Quieres una prueba de esta verdad? Pues oye, hijo mío, oye esto que te digo con toda la veracidad de un hombre honrado. El hombre que se revela contra la Iglesia, cae al instante en poder de sus pasiones, que lo envilecen y lo matan. El pueblo que se rebela contra la Iglesia y niega la infalibilidad del sacerdocio cristiano, sale de las manos de Dios para caer y irremisiblemente en las de tiranos que lo envilecen y lo destruyen, que lo degradan y lo oprimen, que le roban y lo matan. De lo primero, puedes hacer la experiencia por ti mismo todos los días; de lo segundo, te responde toda la historia del mundo, desde la creación hasta acá, y te seguirá respondiendo toda la historia venidera.
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