viernes, 30 de agosto de 2024

EL PECADO DE NUESTRA ÉPOCA

¿Somos hoy más felices? A todo esto se le llama “el progreso de la época”, y, si rehusamos otorgarle nuestra aprobación, se nos tilda de “retrógrados”


Mientras el tiempo saludable de Cuaresma transcurre para nosotros entre mortificaciones y plegarias, cuántas almas frías e insensibles pasan por nuestro lado, sin comprender los intereses espirituales y sacrosantos afectos que conmueven nuestro corazón. “Trabajo y placer” es el lema de nuestros días; dinero y goce son los dos polos a cuyo alrededor gira la vida de los mundanos. Y en el rodar vertiginoso, nuestra generación debilitó su carácter y enfermó del corazón. Basta echar una mirada a las ciudades populosas. Allí los malos ejemplos cunden con caracteres de epidemia. “No os asimiléis al mundo” (Rom. 12: 2), amonestaba San Pablo a sus contemporáneos, y, desde entonces hasta ahora, el mundo no se ha tornado mejor. Es el mundo aquel del cual decía el Salvador: “No ruego por el mundo” (Juan 17: 9).

Vamos hoy a meditar en la sensualidad, en la avidez de placeres, terrible mal de nuestra época. Veamos.

1. Cuán desgraciado para el hombre. 

2. Cómo puede el Cristiano evitar esta enfermedad. 

1. La sensualidad hace al hombre desgraciado. Todo es hoy sensualidad. Vivimos en una época de sensualidad. Placeres y diversiones son las características de nuestro tiempo. Comodidad en la vida es el lema de todas las clases sociales. ¿Testigos? Las grandes ciudades. Ayer los templos se hallaban muy próximos unos a otros. El culto de Dios tenía la primacía, y era ante todo preferido. Hoy sobresalen y campean los edificios profanos: salas de concierto, teatros, cinematógrafos, casas comerciales lujosas en extremo: todo sirve para satisfacer la sensualidad. En las vidrieras, en los palcos, en el arte, en la literatura, en todas partes se halla revestida la sensualidad con las galas brillantes de la poesía. La mayor parte de las novelas y poesías tienden a despertar los bajos instintos del hombre, por medio de frívolas descripciones. Y el veneno se infiltra tanto más fácilmente, cuanto con mayores galas se presenta la obra literaria. Bien conocidos son aquellos autores, que han corrompido millares de corazones, destruyendo en ellos toda idea de virtud, de pureza y de mortificación. Por eso la Iglesia, nuestra Madre, ha prohibido en todo tiempo la lectura de libros perniciosos. A su cuidado maternal se debe el índice de los libros prohibidos, de aquellos cuya lectura es pecado, y que, a veces, lleva consigo aparejada la excomunión. Esta institución eclesiástica es un verdadero beneficio en esta época de desmedida licencia. Lejos de poner trabas a la libertad, la salvaguarda, a la manera que las vallas y parapetos, al borde del abismo, sirven de protección al viajante. 

Pero la fantasía corrompida no se contenta con la lectura de malos libros; necesita ver los pensamientos e ideas frívolas y licenciosas, representadas en imágenes de vivos y brillantes colores. Y he aquí a la pintura que, cuál ángel de las tinieblas, se las ofrece. ¡Cuántas veces se encuentran, en las galerías y vitrinas, cuadros escandalosos, cuya vista ofende e irrita con razón al hombre honesto y educado! 

Pero el gusto sensual de los mundanos aún no se halla satisfecho. Quiere ver la vida en su realidad, y la encuentra en los teatros y en el cine. Al lado de cintas buenas, instructivas y educadoras, ¡cuánta miseria, cuánta torpeza, cuánta indignidad se exhibe en tales centros! 

¿Somos hoy más felices? A todo esto se le llama “el progreso de la época”, y, si rehusamos otorgarle nuestra aprobación, se nos tilda de “retrógrados”. Yo creo que el progreso verdadero consiste en el aumento de felicidad. ¿Y acaso se ha vuelto la humanidad más feliz, dando culto a la sensualidad, y rienda suelta a las pasiones? La respuesta es una absoluta y enérgica negativa. El carácter de nuestra época es un terrible pesimismo. En todas las clases predomina y aumenta la necesidad del placer, de la diversión, del frívolo pasatiempo. 
¡Cuántos millares de corazones arrastrados por la corriente del mal perdieron
 la pureza y la honra, la paz y la felicidad, para siempre, y fueron arrojados a las riberas de una eternidad infeliz!

¡Padres cristianos! Cada una de las flores de la corona de inocencia de vuestros hijos clama: “¡Sed tengo! Sed de felicidad, sed de virtud, sed de gracia”. Tened cuidado de estas flores de virtud; que no se marchiten en estos tiempos depravados. Dios ha de pediros cuentas algún día del alma de vuestros hijos. 

Y vosotros, jóvenes que me escucháis, creedme: nunca seréis felices con los placeres de la tierra, ni en la embriaguez de sus diversiones. La breve ilusión desaparecerá como un sueño, y os dejará el amargor del desencanto, y el corazón sediento e infeliz. Sé que vuestro corazón pide alegría, y no es mi intento privaros del verdadero y legítimo placer. Pero existe un deleite ponzoñoso que mata el alma. Huid de él, como de serpiente venenosa. Goethe, el poeta alemán, que era tenido por el más feliz de los mortales, pues bebió el cáliz del placer sin límite, confesó: “En medio de mis goces, me sentía, como un pobre ratón envenenado: entra en toda despensa, bebe todo licor, ingiere cuanto comestible encuentra, más en su interior siente un terrible ardor que no se extingue”.

Conocemos ya el pecado principal de nuestra época: la sensualidad desenfrenada y sus funestas consecuencias. El mundo ha procurado derribar los ideales más sagrados que teníamos, para sustituirlos por otros. ¿Se ha logrado con ello mayor felicidad? No, ciertamente. Hagamos prevalecer, por lo tanto, en nuestra vida, con la mayor fidelidad, los ideales y los principios cristianos. 

2. Remedios contra la sensualidada) La Cruz. “Si alguno quiere venir en pos de mí -dijo el Divino Maestro- renuncie a sí mismo, y lleve su cruz cada día, y sígame” (Luc. 9: 23). Si, la abnegación, la cruz es la característica del cristianismo. Nuestra religión es religión de sacrificio. Duro lenguaje, ciertamente. Nadie ama la cruz por la cruz. Pero sabemos que solo a la sombra de la cruz florece la verdadera felicidad. Es el único arte de la vida: saber llevar la cruz. Desde la caída de nuestros primeros padres, la tierra dejó de ser un paraíso, y no debe serlo para los que pretendan conquistar el cielo. Dios, en los planes de su eterna providencia, dispuso que el hombre se salvara por la cruz. El camino real de la cruz es, por lo tanto, el único que conduce al cielo. Jesucristo anduvo por este mismo camino, ni conoció otro alguno, ni nos abrió otra senda. 

b) Ayuno y abstinencia. Este vía crucis de la vida es bien conocido por todos los cristianos. La Santa Madre Iglesia tuvo el mayor cuidado de que sus hijos no perdieran de vista este camino para el cielo. Con ese fin ordenó sus mandamientos, penosos ciertamente para el hombre sensual. Baste citar la ley de la abstinencia y del ayuno. Pero no hay sacrificio sin recompensa. En primer lugar, vigoriza el carácter. El que nunca supo privarse de nada, será toda su vida débil y afeminado. Por eso hay tantos hombres sin carácter; falsamente educados, jamás se acostumbraron en su juventud a la abstinencia y a la mortificación. El buen católico, en cambio, obediente a las leyes de la Iglesia, ayuna y guarda abstinencia, como lo hicieron sus antepasados y los primeros cristianos. 

c) Espíritu de Cristo. El que piense, que para tomar parte en los méritos de Cristo basta solo creer en la obra de la redención, sin imitarle, sin penetrar en su espíritu y en su deseo de sufrir, se equivoca lamentablemente. San Pablo, conocedor del misterio de la cruz de Cristo, escribió a los Colosenses: “Yo que al presente me gozo de lo que padezco por vosotros, y estoy cumpliendo en mi carne lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros, sufriendo trabajos en pro de su cuerpo místico, el cual es la Iglesia” (1: 24). A la pasión de Cristo nada falta en sí; solo resta nuestra participación personal y voluntaria, por medio del espíritu de penitencia. La palabra de Jesús: “El que quiera ser mi discípulo renúnciese a sí mismo” (Mat. 16: 24), es válida para todos los tiempos, sin exceptuar los nuestros. 

3. Diversiones honestas. ¿Deduciremos de todo esto que el cristianismo es enemigo de la alegría? En ningún modo. “Dios ama al que da con alegría” (II Cor. 9: 7). La Sagrada Escritura nos invita de continuo a la alegría. No vamos contra ésta, sino contra el pecado. El honesto recreo, las diversiones y placeres lícitos, a nadie le son prohibidos; hasta son necesarios para el cuerpo y para el alma. Pero el placer no debe ser el último fin de nuestra vida, sino un medio para recrearnos y habilitarnos para los trabajos y luchas de la existencia. 

Todos corremos en pos de la felicidad; pero el mundo con todos sus placeres no puede proporcionarnos verdadero contento. El mundo es vano, inconstante e infiel. Como el sol con sus ardientes rayos va despojando a la rosa de sus pétalos, así procede el mundo con el corazón del joven, haciendo que se marchite antes de tiempo. Dejemos que el mundo siga su camino; nosotros conocemos bien las palabras del Salvador: “¡Oh, qué angosta es en la puerta y cuán estrecha la senda que conduce a la vida eterna!” (Mat. 7: 14). Sí, conocemos bien el angosto camino del deber. En él, las espinas lastiman nuestros pies; pero también en él recogen nuestras manos fragantes rosas para la eternidad feliz. 

H.S.

Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.


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