Por Monseñor de Segur (1820-1881)
No, contra la naturaleza, no; sobre la naturaleza, sí; lo cual es muy distinto. Atiéndeme, porque esto es algo oscuro.
De la naturaleza del hombre, o natural al hombre, es el deseo de tener familia y el amor a su mujer y a sus hijos; contra la naturaleza del hombre sería no querer vivir sino en completa soledad o el aborrecer a sus hijos; pero es, no contrario, sino superior a su naturaleza, el vencer su natural inclinación a formarse una familia, y el renunciar voluntariamente a los gozos de esposo y de padre.
Este último es cabalmente el caso en que se halla el sacerdote; la naturaleza le inclina, como a todos los hombres, a unirse a una mujer, a formarse una familia, y a gozarse con sus hijos; iría contra la naturaleza si dejase de hacer todas estas cosas, porque las aborreciese; pero se sobrepone, se hace superior a la naturaleza, cuando teniendo y conservando su natural inclinación, como hombre que es, a todas estas cosas, recibe, sin embargo, del auxilio divino la fuerza sobrenatural para resistir a esta natural inclinación, y renunciar voluntariamente a los goces que son propios de ella.
Es decir, hijito, que la castidad del sacerdote, o lo que es lo mismo, la fuerza con que resiste a la natural inclinación de los hombres, no es ciertamente natural, pero tampoco es contra la naturaleza, sino que es sobrenatural, como que le proviene de la virtud que le comunica, por medio del Sacramento del Orden, la gracia de nuestro Señor Jesucristo, con cuyo auxilio puede hacerse superior a sus naturales inclinaciones.
Quisiera que me hubieses entendido bien, para que comprendieras cuánto se enaltece y hermosea el carácter del sacerdote con esa castidad santa y divina que le hace ser esposo, no de una mujer, sino de la Iglesia, y que le hace ser padre, no de uno o más hombres, sino de todos los fieles cristianos. Esa castidad del sacerdote (se entiende del que cumple dignamente con su ministerio sagrado) es la que principalmente nos hace respetarle cuando reprende nuestros vicios, cuando nos aconseja y manda a ser castos y puros, cuando penetra en nuestros corazones al oír la confesión de nuestros más vergonzosos extravíos, y al ser depositario de secretos tan íntimos que la doncella no se atrevería a confiárselos a su misma madre, ni la mujer a su propio marido, ni el hermano a su hermano.
El discípulo no es perfecto sino cuando se parece al maestro, como lo enseña Jesucristo; y del propio modo que el Maestro Divino, el Dios hombre, guardó castidad perfecta, debe también guardarla su discípulo el sacerdote, para que se le parezca perfectamente.
Por estas indicaciones conocerás lo que la castidad perfecta tiene de santa, y, por consiguiente, de propia del sacerdote, el cual ejerce un ministerio santo. Ahora te añado, que lo que tiene de santa, eso mismo tiene de conveniente para la sociedad.
Y si no, dime, ¿Cuál es el encargo, el deber, el oficio propio de un verdadero, es decir, de un buen sacerdote? ¿No es el ser todo para todos y nada para sí mismo, estar dispuesto siempre y en todo lugar a sacrificar sus bienes, su comodidad, su salud, su vida en servicio de los pobres, en alivio de los que padecen, en levantar a los caídos, en sostener a los que vacilan, en consolar a los que lloran? Y para desempeñar cumplidamente estas obligaciones, ¿No es necesario que el sacerdote deseche todo temor, toda consideración humana? ¿No es necesario que tenga un ardentísimo celo de caridad, que jamás se distraiga ni suspenda por los cuidados del mundo?
Y cómo querías tú que un sacerdote con mujer y con hijos desempeñara bien estas obligaciones? Por muy atento que le consideres a su ministerio, no desconocerás que, como padre de familia, había de tener que pensar en la subsistencia y la educación de sus hijos; había de querer dejarles un patrimonio, como quieren todos los padres del mundo; había de verse obligado, por la paz misma de su casa, a guardar ciertas condescendencias con su mujer. Y si se ocupaba de estas cosas, ¿cuándo predicaba, cuándo, en fin, tendría el tiempo materialmente necesario para cumplir las obligaciones de un buen sacerdote?
Y cuenta que estos oficios propios del sacerdote no se pueden hacer así como quien acaba una tarea para salir del día, o como quién trabaja para ganar el pan, sino con fe y con ternura, pensando, invocando, adorando al Dios a quien sirve. ¿Y no te repugna la idea de que mientras un sacerdote se halle celebrando Misa, o confesando a un penitente, o administrando cualquier otro Sacramento, esté pensando en si su mujer ha dado en tener malas compañías, si a su hijo pequeño le han salido los colmillos, si es tiempo ya de mandar a otro al colegio, si el mayor entrará en quintas?
Y para ello no hay remedio; en todas estas cosas piensa y debe pensar un hombre casado.
Pues te digo: ¿Qué será si durante una epidemia anda el sacerdote de casa en casa y de hospital en hospital, dando, como debe, a los enfermos los auxilios espirituales y aún los corporales? Imposible que cumpla esta obligación con tranquilidad; en el acto mismo de estar abrazado a un enfermo, ayudándole a bien morir, dirá: “¿Qué estoy haciendo yo? Pues, ¿Y si este hombre me pega el mal y se quedan mis hijos sin padre?” En cuanto le ocurra, que de seguro le ocurrirá, esta idea, echará a correr o recibirá la confesión del moribundo de prisa y corriendo y de mala gana. Y si alguno de su familia cae enfermo, ¿con qué valor lo dejará para irse a asistir a un extraño? Imposible.
Figúrate que una noche de las buenas del mes de enero, allá a las altas horas de la noche, van a llamarlo para que corra a administrar a un moribundo, es decir, para que vaya a abrir a un cristiano las puertas del cielo; y que, al irse a levantar nuestro buen cura de la cama, dónde está abrigadito, le diga su mujer: “Pero hombre, ¿A dónde vas a estas horas y con la noche que hace? ¿Tú no ves que tienes hijos?”. Y entre tanto, el chico que está en la cuna grita y moquea, y el otro le hace fiestas desde su cama, y en resumidas cuentas, nuestro cura, o no va a socorrer al cristiano que le llama, o va tarde y con muy mal gesto... Y el moribundo se escapa por la posta, y pierde el sentido, y se muere sin confesión; todo porque el cura estaba entre sábanas y no se ha atrevido a disgustar a su mujer, o a dejar las caricias de sus hijos para exponerse a tomar una pulmonía.
¿Es así como debe ser un sacerdote? ¿Concibes tú que pueda o deba ser así un ministro de Jesucristo? ¿Y podría humanamente ser de otro modo, siendo casado?
Créeme, hijo mío, el matrimonio sería la muerte del sacerdote. Y como desapareciendo el sacerdote desaparecería la Religión, ahí tienes por qué todos los enemigos del Cristianismo charlan tanto contra que los curas no sean casados. Lo que ellos quisieran es que, ligado el sacerdote con deberes mundanos, y apartados de Jesucristo, perdieran la castidad que los hace puros y la caridad que los hace santos, a fin de que, no siendo ni buenos sacerdotes ante Dios, ni verdaderos ministros de la Religión ante los hombres, perdieran toda autoridad, todo influjo sobre las almas, y la Religión se acabara en el mundo.
Por consiguiente, hijo mío, si queremos que los sacerdotes salven nuestras almas (y cuenta que ellos solos pueden salvarlas), es menester que los dejemos a solas con Jesucristo. Para que todos podamos llamar padre al sacerdote, es menester que él nos tenga a todos por hijos.
Y, finalmente, te haré, para acabar, una pregunta: ¿Has visto tú que los curas peleen por casarse? A fe que no; y siendo así, ¿Desde cuándo acá sucede que se quiera hacer a las gentes casarse contra su gusto?
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