Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Para qué sirven los sacerdotes? ¡Para nada! Para salvar tu alma, para enseñarte todos los misterios de tu vida, para repetir perpetuamente en el mundo la palabra de Dios, para sostener tu espíritu cuando vacila, para regenerarlo cuando se corrompe, para mostrarte tus deberes y ayudarte a cumplirlos, para consolarte en tus aflicciones. En resumen: el sacerdote sirve para todo lo que sirve la Religión, pues él es su ministro, así como el juez sirve para todo lo que sirven las leyes, pues que él es el encargado de aplicarlas.
El sacerdote, apenas eres nacido, ya te toma en los brazos de tu madre para hacerte cristiano con el sagrado bautismo. Aún no sabes pronunciar bien las palabras, y ya te busca para iluminar tu entendimiento con la doctrina cristiana. Él es la primera persona a quien confías los secretos más íntimos de tu alma en tu primera confesión, y el que, dándote en tu primera Comunión la Sagrada Eucaristía, te hace participar del cuerpo mismo y de la misma sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el que bendice y santifica tu unión con la mujer que ha de ser madre de tus hijos. Él es el que te encuentras a la cabecera de tu cama en la hora de tu muerte, cuando ya todos te han abandonado, y te da fuerza y valor para morir y te prepara a comparecer dignamente en presencia de tu Juez Eterno. Él recoge tu cadáver para darle honrada sepultura, y pide a Dios incesantemente por la paz eterna de tu alma.
Los pobres saben que el sacerdote es el único que jamás puede abandonarlos. Él enseña la resignación al desvalido y la caridad al poderoso. Él enfrena la tiranía de los que mandan y la rebeldía de los que obedecen. Él acude a donde quiera que hay guerra para poner paz. Él no teme peligro ni mal alguno cuando se trata de servir y de glorificar a Dios.
Míralo en medio de las calamidades públicas, cuando el hambre, la peste o la guerra afligen a las naciones, con qué alegría se quita el pan de la boca para dárselo al que no ha comido; con qué valor se abraza a un moribundo atacado de un mal contagioso, sin pensar que puede también perder la vida; con qué arrojo se lanza con la cruz en la mano en medio de los combatientes. Acuérdate de aquel santo Arzobispo de París que el año 1848 murió en medio de los amotinados donde había ido para poner paz. Acuérdate de nuestro virtuosísimo Arzobispo de Santiago, cuando las ocurrencias de Galicia en 1846. Mira, en fin, a tanto prelado y simple clérigo, cuyos nombres no te cito por no ofender su modestia, como en estos últimos meses, y aún en los momentos en que se escribe este libro, están siendo consuelo y la maravilla de España por su ardiente caridad y su valor heroico, en medio del cólera morbo que está castigando a nuestros pueblos.
Y mira, por último, a tanto y tanto ministro del Señor como está marchando a peligrosas misiones en todos los puntos de la tierra, y en las cuales suelen encontrar la muerte a mano de idólatras que los despedazan, o por la inclemencia de los climas o por el furor de las tempestades.
¿Para qué sirven los sacerdotes? Para redimir al mundo, para difundir en todas partes la ciencia y la virtud, para dar ejemplos de heroísmo y santidad en la paciencia con que llevan y perdonan los insultos de los impíos, las persecuciones de los malvados y de los necios, las prisiones, la miseria.
Verdaderos discípulos de Jesucristo, destinados para continuar la obra redentora de su Divino Maestro, no han dejado nunca de imitarle, perdonando a los mismos que los ofenden, pidiendo a Dios por los mismos que los escarnecen y crucifican; confesando, en fin, y predicando perpetuamente, a pesar de todas las amenazas, de todos los riesgos y de todos los suplicios, la doctrina salvadora del que murió en la cruz por los hombres.
¡Y esto sin aguardar premio alguno en esta vida, con la seguridad de que han de ser continuamente perseguidos y humillados por los mismos que les debieran mayor protección y amor más profundo! ¡Estos son los hombres que tú dices que no sirven para nada, y que no son más que una turba de holgazanes! ¿Qué sería ya del mundo sin ellos? ¿Qué va siendo de nuestra España, cuándo ellos han empezado a ser cocidos a puñaladas en medio de las plazas y al pie de los altares, arrancados de sus iglesias, calumniados por charlatanes ignorantes o perversos?
¡Desgraciados, desgraciados los pueblos que no conocen lo que deben al sacerdote cristiano! ¡Los que quieren perturbarlo todo en el libre ejercicio de su santo ministerio! ¡Los que desoyen sus avisos y amonestaciones! ¡los que los consideran como enemigos del bien público!
Jesucristo dijo a sus sacerdotes: el que os oye, me oye; el que os desprecia, me desprecia. ¡Desgraciados los pueblos que desoyen y desprecian a sus sacerdotes! El que no quiere a los ministros de la Religión, no quiere la Religión misma; y ¡Desgraciados los pueblos que viven sin Religión!
No; España no será, no puede ser ingrata con los sacerdotes, a quienes ha debido el ser nación poderosa y grande, de quienes ha recibido todas las glorias que cuenta en sus anales, todos los monumentos que la enaltecen, todas las leyes más venerables que la gobiernan, y toda la fe y el valor sublime con que siempre ha triunfado de todos sus enemigos.
¡Pidamos a Dios, hijo mío, que no nos niegue sacerdotes dignos de su alto ministerio, y que aparte de ellos los peligros y amarguras porque los vemos estar pasando! Pidamos a Dios de todas veras, como cristianos que somos, que alumbre el entendimiento y purifique el corazón de los que, arrastrados hoy por ciegas preocupaciones o por viciosos instintos, parecen haber declarado una guerra a muerte a los ministros del Señor. No podamos, no, venganzas de estos desgraciados en este mundo ni en el otro; pidamos misericordia, que bien la necesitan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Usted puede opinar pero siempre haciéndolo con respeto, de lo contrario el comentario será eliminado.