Nuestra Madre nos mostró, de grandiosa manera, la resolución más acertada del problema de la felicidad. ¡Feliz de aquel que la sepa imitar!
“Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron” (Luc.11: 27)
“Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios, y la ponen en práctica” (Luc. 11: 28)
1. Bella y valiente exclamación, la de aquella mujer del pueblo que, admirada de la doctrina del Maestro, piensa en la madre que lo crio, y la proclama bienaventurada!
Bella, porque es la expresión del más sincero entusiasmo popular, y porque proyecta viva luz de simpatía hacia la Madre de Jesús, que, lejos de ser olvidada, entra así a tomar parte en los fervores del apostolado de su Hijo.
Valiente, porque pregona el valor de un alma sincera, abierta a las influencias de la celestial doctrina, dispuesta en todo tiempo a reconocer el mérito de los que difunden la verdad, a pesar del rencor de los envidiosos y de las persecuciones de los enemigos, a pesar del peligro a que se expone al declararse amigo, admirador y discípulo de quien flagela los vicios de la época, predicando una moral desagradable a los poderosos.
Bella, por fin, porque arrancó del Maestro una respuesta, inesperada en verdad, cuyo fulgor ilumina y resuelve para siempre el más arduo y punzante problema que atormenta a la humanidad, el que más agitó a todas las escuelas filosóficas: el problema de la felicidad.
2. Dónde está la felicidad. Jesús responde a aquella mujer, que proclamaba bienaventurada a su progenitora, con una palabra que, sin destruir la afirmación, enseña dónde se va a buscar precisamente la felicidad en la tierra. Ni la gloria de haber llevado en las entrañas al Redentor, ni la honra inefable de haber sido realmente Madre de Dios, podrían formar la felicidad, sin la humildad de haber oído la palabra de Dios y de haberla practicado.
No está, por lo tanto, la felicidad en la grandeza, por más sublime que sea; no está en las honras, ni en la gloria, por más buscadas que sean en la tierra. ¡No! La felicidad está en oír lo que Dios habla, y en dar cumplimiento a sus palabras.
Ni la misma Madre de Cristo pudiera ser llamada bienaventurada, si antes de haberlo concebido en su seno, no lo hubiera recibido ya en su espíritu.
Extraña pudiera parecer esta lección, si, por su misma sencillez, no nos convenciese de su verdad y de su profunda razón.
3. La palabra de Dios. En buena lógica, no podremos dudar de que, si la verdadera gloria es el bien eterno, si no es felicidad la que puede acabar en breve instante, solo podrá ser fuente de felicidad en nosotros lo que a lo eterno nos encamina, lo que más nos acerque al manantial de toda felicidad, que es Dios. Ahora bien, nuestro espíritu se alimenta y vigoriza con la palabra de Dios, siendo ésta, en el camino que el alma emprende en compañía del cuerpo, único guía hacia la eternidad, único custodio en los peligros del camino, único faro en medio de las tinieblas del desierto. Sin esta voz, el alma se vería expuesta a perder el camino del cielo, que es el de la felicidad, a caminar por sendas extraviadas, y a hundirse en el abismo sin salida. Nada puede sustituir esta palabra; pues, entre las cosas visibles, nada hay que se le iguale, y por otra parte, ninguno de los mortales exploró el camino misterioso que conduce hasta Dios. No hay fuerza ni autoridad capaces de frenar al hombre, ser autónomo, en el que hierven intereses y pasiones contradictorias, en el que el egoísmo pugna contra la ley, y en el que toda rebelión encuentra eco, y aplasta cuanto le estorba.
Solo Dios puede ser guía del hombre. El que no escucha la palabra de Dios, no dará oídos a ninguna otra, fuera de su propio capricho; pero el que solo obedece a su capricho, corre hacia su ruina, mientras que el que atiende y obedece a la voz de Dios, se encamina hacia su felicidad. ¡Cuán cierta, por lo tanto, resulta la expresión de Jesucristo: Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica!
4. Cristianos ilusos y comodones. No faltan, por desgracia, ilusos que buscan la paz y felicidad en otra parte. No se llamen felices aquellos que, aunque dan culto a la virtud y buscan sinceramente la verdad, rechazan, sin embargo, la palabra de Dios y no la practican, cuando así les conviene. No se llamen bienaventurados aquellos que, siendo cristianos de nombre, y quizás también por devoción, no lo son sin embargo por obediencia a la ley, a toda la ley; aquellos que se permiten escoger entre palabra y palabra, oyendo algunas y olvidando otras; aquellos que se abrazan con Cristo en la santa Comunión, y lo rechazan en la persona de sus hermanos: aquellos que quieren oír, pero siempre que no les incomode; que quieren amar, pero sin sufrir.
Si hay felicidad en la vida, será, sin duda, aquella que nos obtiene y asegura la eterna felicidad; más ésta no será dada, sino al que escuchare al Señor y siguiere en todo sus dictámenes.
5. María modelo de cristiano. La Virgen María, la Madre de Cristo, que llevó en su seno la fuente y la razón de la felicidad humana, nos enseñó admirablemente con su palabra y con su vida que había comprendido esta profunda verdad, y que, por eso, bien podía ser llamada bienaventurada. Oigámosla: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra” (Luc. 1: 38). La palabra que había escuchado... Habiendo seguido a Cristo durante toda su vida trabajosa, le siguió también hasta la cima del Calvario; allí estaba ella de pie: “Stabat”.
¿Por qué? Porque quiso cumplir en todo, hasta el extremo, la divina palabra. Por eso es digna también de que el cielo y la tierra la proclamen bienaventurada.
¿Qué modelo de madre más perfecto y más sublime pudieran tener los hijos de los hombres? Nuestra Madre nos mostró, de grandiosa manera, la resolución más acertada del problema de la felicidad. ¡Feliz de aquel que la sepa imitar!
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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