VI
EL DEMONIO
1. El demonio es enemigo de nuestro Dios y enemigo nuestro. Tiene odio a Dios y a su imagen; y como contra Dios nada puede, procura saciar en nosotros su ira. “Anda girando como león rugiente alrededor de nosotros, en busca de presa que devorar” (1 Ped. 5: 8). La divina Providencia ha dispuesto que los ángeles buenos nos encaminen hacia el bien y nos aparten del mal; pero también ha querido que los ángeles malos nos combatan, para que nos fortalezcamos y vigoricemos en la lucha. Alrededor de nosotros se hallan constantemente los ángeles buenos y los malos. Así como los ángeles buenos que nos asisten, continúan, sin embargo, gozando de la celeste beatitud, así también los demonios, “hallándose encarcelados hasta el fin de los siglos en la región tenebrosa” (San Agustín), llevan a cualquier lugar siempre consigo las penas del infierno.
2. La lucha ordinaria. El demonio para tentarnos se vale del mundo, del que es rey (Juan 14: 30) y dios (II Cor. 4: 4). No pudiendo crear, se complace en destruir, a fin de que los hombres, en vez de sentirse atraídos por Dios, se aparten de Él más cada día, y se alleguen a la criatura como a su último fin. El demonio nos arrastra a la idolatría, glorifica las pasiones, aumenta los escándalos y crímenes, desprecia la virtud, ensalza el vicio, llama bien al mal y mal al bien, propaga la impiedad y la inmoralidad, sirviéndose para ello de la cátedra, de la imprenta, del teatro, del cine... todo lo envuelve en una atmósfera infernal y pestilente.
Para tentarnos, se sirve el diablo también de las pasiones. Estudia atentamente nuestro lado flaco y nuestra pasión dominante. Presenta después a la fantasía imágenes abyectas, enciende afectos perversos en nuestro corazón, y una vez conseguido despertar e inflamar nuestras pasiones, fácilmente consigue que entreguemos las armas y caigamos en pecado.
3. Luchas especiales. El demonio, cuando Dios así lo permite para ejercitar la virtud de sus elegidos, los atormenta privándolos de los bienes de fortuna y hasta de la misma salud corporal. Levanta en torno de ellos mil dificultades cuando se trata de emprender cualquier obra para la gloria de Dios y utilidad de las almas; se aparece a los santos, ora en figura horrible con aspecto descarado e insolente, ora en apariencia de ángel de luz. Por su naturaleza espiritual, goza de gran poder sobre la materia, pudiendo producir toda clase de cambios en las cosas corporales, valiéndose para ello de las fuerzas de la naturaleza; puede asimismo turbar de tal manera nuestros sentidos y nuestra fantasía, que demos por verdaderos milagros los que no lo son; puede también, con la materia, formar cuerpos de cualquier apariencia y figura; puede igualmente adaptarse a cualquier cosa corpórea, y tomar la forma que quisiere (Santo Tomás, Iª, 9, 115 a. 4). Si el demonio puede hacer todo lo dicho, es de creer que lo hará con más frecuencia de la que nos imaginamos.
4. Resistencia y victoria. No nos debe asustar esa pelea que hemos de sostener hasta la muerte, “contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires” (Ef. 6; 12). Es verdad que el demonio tiene más poder sobre las cosas materiales; pero en cambio, somos mucho más fuertes que él, en todo aquello que depende de nuestro libre albedrío. A nada puede obligarnos, sin nuestro consentimiento. Basta, pues, que le resistamos. “Resistid al diablo y huirá de vosotros” (Sant. 4: 7).
“El demonio es fuerte con los débiles y débil ante los fuertes; fuerte contra los que ceden y débil ante los que se resisten” (San Gregorio ). El demonio es como un can atado; “solo puede ladrar, no puede aproximarse a ti, ni molestarte, ni mucho menos morderte, a no ser que le dejes” (San Agustín).
“Resistirle fuertes en la fe” quiere decir, ante todo, que no hemos de suministrar armas al demonio, quien, para tentarnos, se vale de nuestras propias pasiones y de nuestro apego al mundo y sus diversiones; es menester que vivamos mortificados, muriendo para el mundo y para nosotros mismos; quiere decir que hemos de recurrir a la divina gracia, por medio de la oración, de la confesión y de la comunión; quiere decir que hemos de entregarnos por completo a nuestro Ángel de la guarda, familiarizándonos con él, escuchando sus consejos y obedeciendo su voz; quiere decir que no descuidemos los medios que la iglesia nos ofrece para hacernos invulnerables en la lucha contra el enemigo: el agua bendita, la señal de la cruz y los demás sacramentales.
BERTETTI
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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