domingo, 10 de diciembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (19)

Jesucristo es un sabio eminente, un gran bienhechor de los hombres y un gran Profeta. ¿Pero es verdaderamente Dios?

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Escucha lo que el mismo Jesucristo responde: “Si, lo SOY. Tanto tiempo como hace que estoy con vosotros, ¿y aún no me habéis conocido? EL QUE ME VE A MÍ, VE A MI PADRE, MI PADRE Y YO SOMOS UNO MISMO”.

Ante todo, hijito, ten en cuenta que el que da esta respuesta es fundador de la Religión que acabo de presentarte como la única Verdadera, la única Santa y la única enseñada por Dios mismo. Y te digo que tengas esto en cuenta, porque antes de hablarte en particular de Jesucristo, quisiera verte pensando si cabe en lo posible que sea un mero hombre, y que no sea verdaderamente Dios, el autor de una Religión que es, y que vive, y que obra como es, vive y obra la Religión cristiana. La verdad de nuestra Religión y la divinidad de su Fundador, Jesucristo, se prueban la una por la otra. Si Jesucristo es Dios, la Religión cristiana es verdadera; Jesucristo es Dios.

Y como creo haberte demostrado bien claramente la verdad, la santidad y la grandeza de la Religión, te recuerdo desde ahora toda mi demostración, para que la tengas como la primera y principal prueba de la divinidad de Jesucristo.

Sentado esto, y para comenzar a responderte del lleno, quiero fijarte bien la cuestión de que se trata. A Jesucristo le conocemos por sus palabras y por sus obras; si las palabras y obras de Jesucristo, o lo que es igual, su persona, su doctrina, su vida y muerte, y los sucesos ocurridos en el mundo desde su predicación, si todas estas cosas, digo, son o pueden ser de un hombre, Jesucristo no era más que un hombre; pero si no solamente no son, sino que tampoco pueden ser de un hombre, Jesucristo era, y es, y ha sido, y eternamente será Dios.

Suponiendo que Jesucristo no sea más que un hombre, tú eres el primero a decir que fue un hombre muy grande por su poder, por el gran bien que hizo al mundo y por la gran fama que tuvo entre las gentes. Pero a esto te añado yo que ha habido en la tierra, antes y después de Jesucristo, otros muchos hombres que han maravillado al mundo con su ciencia, que le han encantado con sus virtudes y que le han dominado con su valor y heroísmo.

Pues explícame tú ahora esa diferencia. Los hombres más grandes que ha habido en el mundo, que han asombrado y dominado a la tierra, han sido nombrados durante su vida, y durante su vida han sido grandemente amados de unos y aborrecidos de otros; durante su vida, sus doctrinas o sus hechos han sido el asunto de todos los pensamientos de todas las conversaciones, y la causa de todos los sucesos. Algunos han logrado que este estrépito levantado con su nombre dure algunos años después de su muerte. Pero al cabo de, poco tiempo, su nombre, y sus palabras, y sus hechos se han ido borrando de la memoria de las gentes, quedando solo escritos en los libros, para que los conozcan algunos pocos sabios y curiosos, sin que ya nadie vuelva a amarlos ni a aborrecerlos, ni a tomarlos en cuenta para cosa ninguna.

Pues explícame ahora cómo sucede que desde hace diecinueve siglos que Jesucristo vino al mundo, no cesa su nombre de sonar un solo día, ni cesa de ser amado de unos hasta dar su sangre y su vida por Él, y aborrecido de otros con un odio indecible; explícame por qué su doctrina es hoy, como ha sido perpetuamente, asunto de estudio para todos los sabios de la tierra, regla de conducta para todos los buenos, y espanto y rabia de todos los malvados. Explícame por qué ese Jesucristo, que murió hace ya tantos centenares de años, ha sido siempre y en todas partes, y sigue siendo hoy, el espíritu de vida que penetra en los corazones más duros de los hombres, en los países más incultos y salvajes de la tierra, y que lo mismo en un país que en otro, y en una época que en otra, es siempre el que todo lo explica, todo lo resuelve, todo lo dirige y todo los fecunda. ¿Qué hombre es ese, que al cabo de tantos años de muerto, no solamente no es olvidado del mundo, sino que cada día tiene nuevos discípulos que le oyen, nuevos mártires que mueren por confesarle, nuevos y numerosos adoradores que le levantan altares y templos? ¿Qué hombre es ese ante quien hoy, como hace diecinueve siglos, doblan la rodilla los grandes y poderosos, los reyes y emperadores, mientras que los esclavos esperan de Él su libertad, los pobres su socorro, los desgraciados su consuelo? ¿Cómo en tanto tiempo no se ha acabado el entusiasmo que produce su nombre en unos y la ira que suscita en otros? ¿Cómo hay misioneros que, por seguir su ejemplo y cumplir sus preceptos, van a predicar en las regiones más apartadas, sin temor a los trabajos ni a la muerte?

¿Qué hombre es ese que, cuando van pasando razas y pueblos y generaciones, no cesa un punto de ser oído, invocado, adorado, por unos; insultado, aborrecido, perseguido por otros; y Él entre tanto, Él solo vive para siempre y subsiste, y domina cada día nuevos corazones y nuevas razas, nuevas gentes y nuevos pueblos?

¿Conoces tú, hijo mío, alguno de los grandes hombres que ha visto el mundo, con quienes suceda esto que sucede con Jesucristo? ¡Ah! No. Napoleón decía bien cuando, oyendo cierto día llamar a Jesucristo un gran hombre, se volvió al que lo llamaba y le dijo: "En punto a hombres, me parece que soy voto competente, y yo le aseguro a usted que en cuanto ESE, era mucho más que un hombre". Pero lo que hay de más singular en la persona de Jesucristo, es que no solo continúa viviendo en el mundo desde que apareció sobre la tierra, sino que antes de aparecer y desde que hubo hombres, había ya vivido, había sido deseado, conocido, amado de unos y aborrecido de otros. En Él pensaban todos los pueblos y naciones cuando aguardaban al Libertador, que Dios había prometido a nuestros primeros padres. Los Patriarcas, los Profetas y todo el pueblo judío, que sabían que de su seno había de nacer el Redentor de los hombres, en Jesús esperaban, en Él y por Él vivían, a Él invocaban y creían y amaban.

A la manera que el sol en los cielos va alumbrando, no solamente el espacio ya recorrido, sino el que aún tiene que recorrer, así Jesucristo es el creído, el esperado y el amado de los hombres nacidos antes, y de los nacidos después que su sagrada persona apareciese en la tierra.

¿Qué hombre es éste, vuelvo a preguntarte, a quien se conoce, en quien se cree, a quien se espera y se ama antes de que haya nacido? ¿Sabes tú de algún grande hombre con quien haya sucedido cosa igual?

Hay más todavía. Entre todos los grandes hombres que ha conocido el mundo, hay cierto parecido, cierta semejanza, como si fueran todos de una misma familia. Al verlos pasar unos después de otros, cada cual en su época, se conoce que cada uno tiene necesidad de tomar algo de lo que el otro le deja, se ve que todos se imitan uno a otros, y, sobre todo, se halla que los más grandes no han estado exentos de flaquezas, de errores y hasta de crímenes, con los que van a voces diciendo que son hombres.

No hay uno de ellos que al saber la vida de sus antecesores no diga para sí: “Yo puedo ser tan grande como ese, y más grande todavía”. 

Pero Jesucristo no tiene igual entre ninguno de los más grandes hombres que ha conocido el mundo antes y después de Él, ninguno puede comparársele en nada, mientras que Él reúne en sí las perfecciones de todos. Ha habido hombres grandes, de mucha virtud, de mucha ciencia, de mucho valor. Pero, ¿a cuál de ellos podrás comparar con Jesucristo? Su virtud es tan sobrehumana, que ni se envanece con los aplausos o los triunfos, ni se abate porque le insulten y atormenten, ni tiene para con sus encarnizados enemigos y feroces verdugos más que palabras de perdón, de amor y de misericordia. Su valor es tan grande como su humildad. El mal que le hacen no lo siente por sí, sino por el delito que cometen los que le maltratan, y por el castigo que les espera. Su ciencia es tan singular, tan nueva su doctrina, tan extraordinario su lenguaje, que nadie antes de Él, ni los hombres más sabios, ni los de mayor talento, habían sospechado siquiera cosa parecida; nadie había enseñado las grandes verdades y las grandes virtudes que Él predica y enseña. 

En Jesucristo ninguna perfección falta de cuantas pueden tener los hombres, mientras que tiene, en cambio, perfecciones tan suyas propias, tan especiales e incomunicables, que los santos más santos no son, comparados con Él sino pálidos reflejos, imperfectísimas copias de su perfección infinita.

Y ¡cosa singular! Con ser tan grande la perfección de Jesucristo, tan grande, que sería locura en cualquier hombre el querer igualarla, es tal, sin embargo, qué lejos de asustar el ánimo, con su misma grandeza, nos convida a imitarla. Y esto consiste en que, grande y todo como es, jamás peca por exceso, como suelen pecar las perfecciones de los hombres.

Estudia las virtudes de los mayores santos, y hallarás que, en aquellas mismas por donde más se distinguen, cometen cierto exceso que nos acobarda y humilla. Por ejemplo, San Vicente de Paúl se distingue por su humildad: pero parece como que hace demasiada poca estimación de sí mismo. La austeridad con que los ermitaños vivían en el desierto, tiene algo que nos espanta. San Francisco de Asís se nos figura que vive con demasiada desnudez y miseria. Tal es el hombre, que hasta en lo más bueno y santo que hay en él, se ve siempre algo de imperfecto, algo que peca, como suele decirse, una vez por carta de menos y otra por carta de más.

Pues bien, hijo mío, contempla ahora las perfecciones de Jesucristo; nada hay que falte en ellas, y nada tampoco que sobre. Porque nada en ellas falta, comprendemos que es imposible igualarlas; pero por lo mismo que nada sobra, hay en ellas tanto de suave, de dulce y atractivo, que el ignorante como el sabio, el niño como el viejo, el pobre como el rico, todos pueden aspirar a tener algo de ellas y a imitarlas, y ninguno puede juzgarse absolutamente incapaz de seguir en algún modo el ejemplo de Jesucristo.

¿Qué hombre es éste, te preguntaré una y mil veces, qué hombre es éste, cuyas palabras y obras, siendo doctrina y modelo de lo más sublime que puede concebir el entendimiento humano, están, sin embargo, al alcance de todo el mundo? ¿Quién sino un Dios, pudiera haber conciliado tan maravillosamente lo que hay de sobrehumano en la perfección infinita, con lo que hay de posible en la imperfección humana? ¿Quién sino un Dios, pudiera ser ese a quien fuera locura querer igualar, y que, sin embargo, es maestro y modelo de todos? ¿Quién sino un Dios, pudiera haber puesto así lo más difícil en las manos del hombre, viniéndolo casi a convertir en lo más fácil?

No bien le oyes, y ya le entiendes, no bien le entiendes y ya le admiras; le ves y ya le amas. Conoces que es sublime lo que te enseña y te parece, sin embargo, que siempre lo has sabido. Y esa doctrina, que tan fácilmente entiendes, es, sin embargo, tan nueva para los hombres antes de que Jesús la enseñara, que al oírla los judíos no pudieron menos que exclamar: Ningún hombre jamás ha hablado como este hombre.

Esta doctrina, que tan clara te parece y tan clara es, hace ya diecinueve siglos que viene siendo meditada por todos los sabios, combatida por todos los perversos, aplicada a todas las ciencias, a todas las sociedades, a todas las formas de gobierno, a toda clase de pueblos y de hombres, sin que nadie haya podido encontrar en ellas ni error, ni falta, ni exceso, ni delito; antes bien, permaneciendo eterna, como la luz del mundo, y de la cual pudo con verdad decirse por el Maestro divino: Pasarán el cielo y la tierra, PERO MI PALABRA NO PASARÁ .

Donde esta palabra reina, allí viven el bien y la sabiduría; donde ella penetra, huyen el vicio y la ignorancia; allí donde ella falta, o de donde se ausenta, se levantan la barbarie, el envilecimiento y la muerte. A esa palabra debe el mundo todo lo bueno que tiene; y de tal manera es ella la única luz del entendimiento humano, que hasta los mismos que la insultan y la niegan, no saben, ni tienen más ni menos para insultarla y negarla que lo que ella misma les da y les enseña.

Pues considera ahora, hijito mío, que esta palabra de Jesús, tan sublime y tan sencilla al mismo tiempo, que es leche para los niños y pan para los hombres, luz para el ignorante y asombro para el sabio; que es antorcha para la razón, guía para las acciones, regla para los pueblos; que ha salido de los labios de un hombre en quien concurren circunstancias tan particulares como Jesucristo; considera ahora, te digo, que esta palabra, que todo lo domina, que no se funda en ninguna otra palabra humana, que ha sido, es y será la admiración de los siglos, es la misma que incesantemente repite: Yo soy Dios, Hijo de Dios, Verbo eterno del Padre, el Mesías prometido, el Ungido del Señor, el Salvador de los hombres, la Verdad, la Vida. "Dinos si eres tú el Cristo que esperamos", le preguntaban los judíos. "Os estoy hablando" -les responde Jesús- "y no queréis creerme, cuando los milagros que obro en nombre de mi Padre os dicen quién soy. YO Y MI PADRE SOMOS UNO MISMO". Al oírle esta respuesta, los judíos quieren apedrearle, y él entonces les dice: "¿Por qué queréis apedrearme? -Por tu blasfemia -le responden los judíos- porque no siendo más que un hombre, te haces Dios". A la mujer samaritana que le habla del Redentor Cristo, como de quien había de venir para salvar a los hombres y enseñarles toda verdad, le responde Jesús: "Yo, que estoy hablando contigo, SOY ESE CRISTO".

Predicando en otra ocasión a las turbas, que se habían reunido para escucharle, les dice: "En verdad, en verdad os digo, que así como el Padre resucita a los muertos, del mismo modo el Hijo restituye la vida a quien quiere... A FIN DE QUE TODOS HAGAN AL HIJO HONOR IGUAL AL QUE ES DEBIDO AL PADRE, EL QUE NO HONRA AL HIJO NO HONRA TAMPOCO AL PADRE".

Otro día, enseñando a un sabio judío que había ido a consultarle, le dice así: "NADIE SUBE AL CIELO SINO QUE EL QUE HA BAJADO DEL CIELO, EL HIJO DEL HOMBRE QUE ESTÁ EN EL CIELO... Dios ha amado al mundo en tal manera, que le ha dado a su HIJO ÚNICO, a fin de que cualquiera que cree en Él, no muera, sino que posea la vida eterna... Dios ha enviado al mundo a su Hijo para que el mundo sea salvado por Él... El que cree en Él, no será condenado; PERO EL QUE NO CREE, YA ESTÁ JUZGADO DE ANTEMANO, PUES QUE NO CREE EN EL HIJO ÚNICO DE DIOS". Acaba, en otra ocasión, de volver la vista a un ciego de nacimiento, el cual, arrojado de la sinagoga por los judíos porque decía que su bienhechor era cuanto menos un Profeta, vuelve a encontrarse con Él, se postra a sus plantas, y Jesús se le pregunta entonces: "¿CREES EN EL HIJO DE DIOS?" "Y quién es, Señor, a fin de que yo crea en Él?" "LO ESTÁS VIENDO" le responde Jesús, "ES EL MISMO QUE TE ESTÁ HABLANDO". "Creo, Señor, creo", dice entonces aquel hombre, y se postra ante Jesús, y le adora como a Dios. 

¿No te bastan estos testimonios, hijo mío? Pues oye todavía: "Abraham, vuestro padre, dice Jesús a los judíos se regocijó al entreverme". "¿Cómo es eso?, le replican los judíos; ¿Aún no tienes cincuenta años y dices que has visto a Abraham?" Efectivamente, Abraham había vivido dos mil años antes que Jesucristo, y por lo que los judíos entendían, preguntaban con razón. Pero Jesús les responde: "ANTES DE QUE ABRAHAM EXISTIERA, EXISTO YO".

Llega la hermana de Lázaro a pedirle que resucite a su hermano, y Jesús la dice: "Yo soy LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA. El que cree en Mí, vivirá aún después de muerto; y el que vive en Mí y cree en Mí no tendrá ya muerte eterna. ¿Lo crees tú así?" "Si, Señor", respondió la fiel Marta: "CREO QUE SOIS EL CRISTO, EL HIJO DE DIOS VIVO QUE HABÉIS VENIDO A ESTE MUNDO". Pocos instantes después, llegado Jesús a donde estaba el cadáver ya corrompido de Lázaro, añade estas palabras verdaderamente divinas: "Gracias os doy, Padre mío, que os habéis dignado oírme. No lo digo por Mí, Pues bien sé que me oís siempre, sino por este pueblo que ahora me escucha, a fin de que crea que sois Vos el que me ha enviado". Y diciendo entonces en alta voz: "Lázaro, sal fuera", se levantó de su sepulcro el muerto, que aún tenía la cara, pies y manos envueltos en el sudario.

El Evangelio entero tendría que copiar, hijo mío, si hubiera de citarte todos los pasajes en que Jesucristo se llama a sí mismo Dios. Pero lee, sobre todo, su discurso sobrehumano la noche de la cena con sus discípulos: "Yo soy -les dice en aquella hora memorable- EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA. Nadie llega hasta el Padre sino por Mí. Si me conocéis a Mí, ya conocéis a mi Padre. EL QUE ME VE, VE A MI PADRE. Todo lo que me pidiereis en mi nombre os lo concederé, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo. Amadme. Si alguno me ama, guardará mis mandamientos, y mi padre lo amará y VENDREMOS a él y ESTAREMOS con él.

Clavado ya en la cruz y próximo a expirar, vuelve Jesucristo a llamarse Dios y a hablar como tal, cuando, oyendo al Buen Ladrón decirle lleno de fe: "Señor, acuérdate de mí cuando entres en tu reino", le responde el Salvador: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso".

Por última cita, recuerda cuando el Apóstol Santo Tomás, resistiéndose a creer que Jesucristo hubiera resucitado, y no acabando de creerlo hasta que le vio y metió los dedos en sus divinas llagas, se postró a sus plantas y le dijo: "Señor mío y Dios mío" Jesús entonces, lejos de reprenderle porque le llama Dios, le responde: "Porque has visto, has creído, Tomás; BIENAVENTURADOS AQUELLOS QUE NO VIERON Y CREYERON".

Aquí tienes, hijito mío, varios pasajes del Evangelio en que Jesucristo se llama a sí mismo Dios, y consiente que otros se lo llamen, y exige que como tal le reconozcan, le crean y adoren.

De que efectivamente Jesucristo dijo y obró estas cosas no puedes dudar, porque están escritas en el Evangelio, que es la historia de su vida; historia escrita por los mismos que vieron y oyeron lo que en ella se refiere, y que murieron por confesar la verdad de aquello mismo que habían escrito; historia conocida de todas las gentes que vivían en tiempo del Salvador y no desmentida por nadie ni entonces ni después; historia, en fin, de la cual decía Rousseau, otro francés por el estilo de Voltaire, "que bastaba leerla para conocer que era verdad. Libros como el evangelio", decía este tal, "no los puede inventar nadie; y si alguno hubiera capaz de hacerlo, sería más de admirar por su invención que la vida misma que aquel libro refiere".

No pudiendo, pues, ponerse en duda que Jesucristo dijo y obró todo lo que se refiere en el Evangelio, y siendo tan claro, como es, que se llama a sí mismo Dios y que por tal quiere ser tenido, te digo yo ahora: O Jesucristo dice la verdad o no la dice; si dice la verdad, es Dios verdaderamente, y en este caso quedan explicadas por sí mismas sus palabras, sus milagros y sus triunfos. Si no dice la verdad, es, o porque se engaña a sí mismo, o porque quiere engañar a los demás. Si se engaña a sí mismo es (¡blasfemia horrible!) un pobre loco que ha dado en la manía de creerse Dios, y si quiere engañar a los demás, es un embaucador que se burla de la gente.

Considera tú ahora, no con la fe de cristiano, sino con el sentido común de hombre racional, si no es tan atroz como necia la blasfemia de suponer a Jesucristo o un loco o un embaucador.

Si era loco, ¿dónde están los hombres cuerdos en el mundo? No está loco el que por primera vez enseña la doctrina más sabia y más santa que han oído los hombres; el que se lleva atrás de sí con su palabra a millones de almas que mueren por confesarle y servirle; el que funda una Religión que dura siglos y siglos, triunfando siempre, a pesar de estar siempre combatida. ¡Jesucristo un loco! ¿Quién estaría tan verdaderamente loco que se atreviera a decirlo?

Si era un embaucador, haz el favor de decirme, en primer lugar, cómo se componía de manera que, para hacer creer sus mentiras, sanaba a los enfermos con tocarlos, resucitaba a los muertos con su palabra, calmaba los mares y ponía silencio a la tempestad con una señal de su mano. Dime, en segundo lugar, si cabe en lo natural, en lo posible, que un embaucador pueda nunca ser tan acabado modelo de todas las virtudes como lo fue Jesucristo; y si puede ser tal su habilidad y su tino, que nadie, en tanto tiempo como estuvo rodeado de gentes, le descubriera la mentira. Y de dime, sobre todo, si puede ningún hombre, por muy bien que sepa y quiera mentir, llevar su mentira hasta el punto de sostenerla, cómo sería necesario suponer que lo había hecho Jesucristo, cuando estaba clavado en una cruz y próximo a dar el último suspiro.

Dime, por último, ¿qué interés tendría Jesucristo en querer pasar como Dios, no siéndolo? ¿Por qué por Dios, si efectivamente no lo hubiera sido? ¡Confesar delante de todo el mundo que había nacido en un establo, y ponerse en trance de padecer todos los tormentos y de sufrir todo género de humillaciones, hasta morir crucificado entre dos facinerosos! ¿Tan escaso conocimiento había de haber tenido de los hombres, que no conociera ser este el camino menos a propósito para que creyeran su mentira? Porque es claro que, una vez creído por las gentes que Él era Dios, su objeto estaba conseguido; pero, según el camino que llevaba y los medios que ponía en juego para esto, ¿cómo se le podía ocultar que, humanamente hablando, era imposible que le tuvieran por Dios los que le veían en tan miserable estado?

Precisamente, la mayor prueba que hay de que Jesucristo es Dios, consiste en haber sido creído y adorado como tal, a pesar de todas las contras que, humanamente hablando, había para ello.

Por consiguiente, hijo mío, tenemos que la razón y la historia, cuando no la luz de nuestra santa fe, están diciendo a voces que el Fundador de nuestra Religión, Jesucristo, no era solamente un gran sabio ni un santo, sino el Sabio de los sabios, el Santo de los santos, la misma Sabiduría, la Santidad misma, es decir, Dios verdadero, Verbo eterno del Padre, Hijo unigénito de Dios, Creador del cielo y de la tierra.

Si, si, hijo mío, su palabra es de un Dios, sus hechos son de un Dios, sus virtudes son de un Dios, su obra en el mundo, que es nuestra Religión Santa, va diciendo ella sola que nadie sino un Dios pudiera haberla fundado. El hombre de cabeza sana y de corazón no dañado, solo con consultar a su razón, tiene ya bastante para caer postrado ante la imagen del Hijo de Dios vivo que derramó su sangre por nosotros, y adorarle, y decirle como su discípulo Tomás cuando hubo tocado sus llagas: "Verdaderamente, ¡Oh buen Jesús, eres tú MI SEÑOR Y MI DIOS"

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