Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Eso lo dice el que no quiere tener ninguna, el que se figura que todas ellas son pura invención de los hombres, y el que cree, como tú creías hace poco, que la verdadera Religión es ser hombre de bien.
¿Con que todas las religiones son buenas? ¿Con que, es decir, que lo mismo da ser pagano, moro o judío que cristiano? ¿Con que, es decir, que tan cristiano es un católico como un protestante?
¿Quién te ha enseñado semejantes desatinos? ¿En qué cabeza cabe que sean igualmente agradables a Dios todas las maneras que hay en el mundo de confesarle y de adorarle?
¿Quién te ha enseñado semejantes desatinos? ¿En qué cabeza cabe que sean igualmente agradables a Dios todas las maneras que hay en el mundo de confesarle y de adorarle?
La Religión, o es nada, o es el conjunto de las verdades que Dios nos ha revelado para que le conozcamos y amemos, y de los preceptos que nos ha impuesto para que le sirvamos. Es decir, que no es Religión la que no procede de Dios mismo, la que ha sido inventada por los hombres.
¿Y cómo quieres tú que procedan igualmente de Dios la bárbara superstición pagana que manda degollar a sus hijos delante de los altares de un ídolo, como lo hacían en otro tiempo los fenicios, y la Religión cristiana que prohíbe como un crimen horrendo el deseo de hacer el más leve daño a nuestros propios enemigos? El sangriento fanatismo de los caribes del África, que para complacer a sus falsos dioses, tuestan y se comen a los desgraciados extranjeros que caen en sus manos, ¿será tan acepto a los ojos de Dios como la santa Religión que nos manda a dar de comer al hambriento, y que ha hecho de la caridad la primera de las virtudes? ¿Serán iguales ante Dios el moro que, por su religión, puede tener diez, veinte mujeres, y el cristiano, que peca mortalmente solo con desear a otra, que no sea la única que le da la Iglesia en el Sacramento del matrimonio?
Por obrar conforme a su religión, degollaba el fenicio a sus hijos; el caribe cree servir a Dios, comiéndose a sus prisioneros; el moro piensa ganar el cielo poblando su casa de mujeres; mientras que, para obrar conforme a su Religión, está obligado el cristiano a ser casto y fiel a su esposa única, a ser misericordioso con todos los hombres, a hacer bien y deseárselo aún a sus enemigos. ¿Te atreverás a decir que tan igualmente bien obran el fenicio, el caribe y el moro como el cristiano, y que es igualmente buena la religión de todos ellos? No me lo dirás seguramente.
Es decir, que, cuando menos, tendrás que confesarme que hay unas religiones buenas y otras malas. Y no me dirás que las malas proceden de Dios; pues, en cuanto es infinitamente Sabio y soberanamente Bueno, Dios no puede haber mandado una cosa mala.
Pero podrás ahora decirme que, si es verdad que hay religiones buenas y religiones malas, no se sigue de aquí el que una sola sea la buena, sino que puede haber varias que lo sean. Y a esto te respondo yo: o todas estas religiones, que tú tienes por igualmente buenas; enseñan y mandan absolutamente las mismas cosas, o enseñan y mandan cosas diferentes. Si enseñan y mandan todas las mismas cosas, entonces no son varias religiones, sino que son una sola; pero si enseñan y mandan cosas diferentes y contrarias entre sí, entonces alguna de ellas es falsa, porque, respecto a un mismo punto, no puede haber dos verdades contrarias; y si una de aquellas religiones dice sí donde la otra dice no, alguna de ellas se equivoca; no hay remedio.
Por ejemplo, los Católicos creemos y afirmamos que en la Sagrada Eucaristía está verdaderamente el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, mientras que los protestantes dicen que en la hostia consagrada no hay más ni menos que el polvo de masa sin levadura que ven nuestros ojos. Para los Católicos, el mayor y más santo de los actos de nuestra Fe es la sagrada Comunión, por medio de la cual nos hacemos uno con Jesucristo, uniéndonos en cuerpo y en espíritu a su divina persona; para los protestantes, esta creencia nuestra es una superstición bárbara y ridícula.
Si los Católicos tenemos razón, los protestantes se equivocan; si los protestantes no se equivocan, los católicos la erramos de medio a medio.
Ahora bien; si diciendo y creyendo cosas tan contrarias, Católicos y protestantes tenemos una religión igualmente buena, será preciso conceder que Dios, o no sabiendo cuál era la verdad, o importándole nada de la que fuese, nos ha dejado a todos que cada cual hagamos y creamos lo que nos parezca.
Y yo te pregunto: en cuanto es infinitamente Sabio, ¿puede Dios no saber la verdad? Y en cuanto es soberanamente Bueno, ¿Puede serle igual que unos adoremos aquello mismo de que otros se burlan y blasfeman?
Por consiguiente, si toda Religión, para ser verdaderamente tal, ha de ser revelada por Dios mismo; si es posible que respecto de un mismo punto existan dos verdades contrarias la una de la otra; si es evidente que Dios, ni en cuanto infinitamente Sabio, puede ignorar cuál es la verdad, ni en cuanto soberanamente Bueno, puede querer que los hombres tengan como Religión una mentira, se sigue de todo esto que una sola tiene que ser la Religión verdadera, y que esta sola Religión es la única buena, y que todas las demás son malas, no son religiones.
¿Y cuál será esta Religión, única y verdadera y, por consiguiente, única buena y aceptable a los ojos de Dios? La que reúna en su favor pruebas más claras y más numerosas de que ha sido revelada por Dios mismo.
Y esta es la Religión Católica Apostólica Romana, que por la misericordia de Dios profesamos los españoles.
Ella sola enseña la verdad, sin mezcla de ninguna mentira; ella sola enseña el bien y manda obrarlo, y da medios eficaces de que se obre, sin mezcla de mal alguno. Ella sola enseña al hombre quién es quién lo creó y para qué fin fue creado. Ella sola le muestra claramente el camino que debe seguir en esta vida, y el término que le aguarda en la otra. Ella sola nos habla dignamente del poder infinito de Dios, de su infinita sabiduría, de su infinita justicia, de su infinita misericordia. Ella sola tiene fuerzas para sostener a los que vacilan, para levantar a los caídos, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los tristes, para castigar a los malos y para premiar a los buenos. Ella sola, juntando a todos los hombres con el lazo de una misma fe y una misma esperanza, es para todos fuente de caridad que los hace a todos amarse como hermanos, hijos todos del Padre común que está en los cielos.
Con saber que todo esto es y todo esto obra nuestra Religión Santa, bastaba ya y sobraba para afirmar que ha sido revelada por Dios, pues solo Dios puede ser el autor de una Doctrina que tan inmensos bienes ha hecho al mundo. Pero la divina misericordia no ha querido que se limiten a esto solo las pruebas de nuestra Religión, sino que además ha querido confirmarla con tales testimonios, que fuera insensatez y locura dudar de su verdad.
Lloraban nuestros padres su perdido paraíso, cuando Dios mismo, al anunciarles que ellos y su descendencia quedaban, por el pecado, excluidos del Reino de Dios, les promete ya un Reparador, un Mesías que había de venir a redimir al mundo. Entonces fue por primera vez revelada con esta promesa la Religión de Jesucristo.
Multiplicados los hombres sobre la tierra, y olvidándose y falseándose cada vez más entre ellos el recuerdo de su origen y de la promesa hecha por Dios a nuestros primeros padres, escogió el Señor entre todos a un pueblo para que conservara en el mundo perpetuamente el recuerdo de las promesas divinas. Entonces, en cabeza de Abraham, padre del pueblo escogido, confirmó Dios la promesa, y le anunció que de su raza saldría el Redentor de los hombres.
Los Patriarcas oyeron también de Dios mismo la propia promesa que había sido confirmada en Abraham; y Moisés a su vez, recibiéndola de boca de los Patriarcas, y oyéndola también del mismo Dios, la dejó escrita y promulgada para que sirviera de perpetuo recuerdo y de regla perpetua al pueblo judío.
Toda la historia de este pueblo, sus leyes y sus costumbres, sus ceremonias y su culto, sus guerras, sus victorias y desastres, sus prosperidades y desgracias, sus Reyes y Sacerdotes, sus instituciones todas, no eran sino sombras, figuras, imágenes de la Religión que había de predicarse en el mundo cuando viniera el Mesías Jesucristo. De entre los justos de aquel pueblo salían Profetas, que inspirados por el mismo Dios, anunciaron año por año, mes por mes, y casi día por día el cuándo y el cómo había de venir y había de ser este Redentor prometido. Con ojos del espíritu le vieron naciendo de las entrañas de una Virgen Purísima en el establo de Belén, envuelto en pobres pañales, adorado de los pastores y los magos del oriente: le vieron aclamado, primero, como libertador y rey, y luego insultado, atormentado y desconocido por el propio pueblo que lo aclamara; le vieron crucificado entre dos ladrones, y en términos claros predijeron hasta las menores circunstancias de su Pasión y de su muerte.
Llegó por fin el tiempo de que estas profecías se cumplieran: de que la luz de la Ley nueva disipara las sombras de la Ley antigua, y a las imágenes y figuras sucediese la realidad. Y todo entonces fue cumplido, en el tiempo y en la manera que había sido anunciado por los Profetas; Jesucristo nació donde se había anunciado y como se había anunciado; su persona, su doctrina, su historia entera desde su nacimiento hasta su muerte, fueron punto por punto el cumplimiento fiel de todas las profecías.
Entonces apareció en el mundo y entre los hombres, tal como había sido prometida, figurada y profetizada, la Religión Cristiana Católica, fundada por el mismo Jesucristo, Dios y hombre verdadero, y conservada hasta nosotros por los Apóstoles y Ministros de su Iglesia.
Aquí ves, hijo mío, que si bien hasta Jesucristo no ha sido enseñada y fundada la Religión cristiana, tal como nosotros la profesamos, se encontraba, sin embargo, como un germen depositado en el seno de los Patriarcas de la Ley antigua, brotado y crecido en el pueblo judío desde Moisés, y manifestado al fin en toda su pompa y realidad con el advenimiento de Jesucristo y la fundación de su Iglesia.
Es decir, que desde el principio de los hombres venía el Catolicismo desplegándose por grados y majestuosamente, como todas las obras de Dios, como el mediodía, que antes es mañana y antes aurora; como la rosa, que antes es pimpollo y antes es botón; como el hombre perfecto que antes es joven y antes es niño. Es decir, que bien considerado, el Catolicismo no es una Religión de hoy ni de ayer, ni de hace diecinueve siglos, sino que es de todos los siglos y de todos los tiempos residió en la mente de Dios, sin principio ni fin como Dios mismo, antes de que fuesen el mundo y el hombre, y vivirá eternamente, transformada en el triunfo universal de los buenos y en el castigo de los malos.
Mira cuánta grandeza, hijo mío. ¿Cómo no ha de ser divina una Religión que enseña y contiene semejantes maravillas? No necesito darte más pruebas de su verdad.
Pero quiero todavía presentar más claro a tus ojos el cuadro de esta Religión, toda ella verdad, toda ella santidad y hermosura. Quiero hablarte de aquellos hechos en que se funda, no solo de los que tú no has visto, Y qué sabes únicamente porque te los refiere la historia, sino de los que ves tú mismo con tus propios ojos.
Mira ante todo al divino fundador de nuestra Religión, Jesucristo; considera su humildad, su sabiduría, la incomparable dulzura de sus palabras, la profundidad de su doctrina, su paciencia en los trabajos, su amor a los hombres. Mírale nacer, vivir y morir en el tiempo y en la manera que los Profetas del pueblo de Dios habían anunciado. Mírale dominar a la naturaleza, curando a los paralíticos, dando vista a los ciegos, resucitando a los muertos, y, lo que es más, convirtiendo a los pecadores; mírale, en fin, obrar a presencia de testigos numerosos aquellos milagros que no podían negar ni aún sus propios enemigos más encarnizados. Mírale resucitar, como él mismo se lo había anunciado catorce veces a sus discípulos, al tercer día después de su muerte. Mírale, por último, subir al cielo en cuerpo y alma gloriosos, delante de más de quinientas personas que lo vieron.
La verdad de estos hechos no puede ponerse en duda, pues lo refieren los mismos que lo vieron, Y estos mismos que lo refieren para probar que dicen la verdad, se dejan matar, cuando para conservar la vida no hubieran necesitado más que callarse. Y no solo se dejan matar los que vieron todas estas cosas, sino otros miles de miles que, sin haberlas visto, las habían oído a los que las vieron; y no solo estos que se las oyeron a los que las habían visto, sino otros innumerables que las creyeron como los mismos que las habían visto y los que se las habían oído a estos. Estos mártires de su Fe, que derramaron su sangre por confesar que Jesucristo era Dios; estos mártires, hijo mío, son muchos millones de cristianos.
Pues mira ahora a los primeros Apóstoles de esta Religión Santa: míralos, de cobardes e ignorantes pescadores que eran, convertirse de repente en sabios profundísimos y valientes triunfadores. Ellos hablan todas las lenguas; ellos asombran con su doctrina, tanto como, con sus milagros. Ellos mueren para confesar a su divino Maestro, y en pos de ellos vienen millares de sucesores de su apostolado, predicando su misma doctrina, triunfando sobre todos los errores y muriendo también mártires de la fe que confesaban.
Oye ahora, hijo mío, las profecías del mismo Jesucristo; mira después como todas ellas se han cumplido y se están cumpliendo a tus propios ojos.
Anunció Jesucristo que las puertas del infierno no prevalecerían contra su Iglesia, es decir, que ni la persecución de los tiranos, ni la perversidad de los herejes, ni la malicia del mundo, serían capaces de impedir que perpetuamente se confesara su nombre, se adoraran sus altares y se siguiera su doctrina. Y ahí tienes a su Iglesia, al cabo de diecinueve siglos de fundada, sin que el odio de sus enemigos le haya quitado predicar, confesar y propagar la doctrina enseñada por su Divino fundador.
Anunció Jesucristo que los judíos, sus matadores, en castigo de la ceguedad y la malicia con que se cebaron en la sangre del Justo, no desaparecerían de sobre la tierra, y que andarían perpetuamente vagando por el mundo, sin patria y sin honra. Y ahí los tienes que, mientras desaparecen del mundo razas y naciones de que ya no queda memoria, ellos viven diseminados por la tierra, siempre perseguidos, siempre escarnecidos por todas las generaciones de todos los pueblos.
¿Qué más pruebas quieres que éstas? Y si algo te falta todavía, contempla la santa vida de los cristianos verdaderos comparada con la natural corrupción y flaqueza de los hombres. Mira los cambios que esta Religión produce en los países donde penetra, haciendo que los ignorantes se vuelvan sabios, que los crueles se tornen benignos, las esclavos se hagan libres; trocando, en fin, las leyes y costumbres más bárbaras y feroces en suavidad y cultura.
Cuando todo pasa en el mundo, solo el Catolicismo está en pie con sus dogmas, su doctrina, su apostolado, su sacerdocio, tales como los fundó Jesucristo. ¿Qué más pruebas quieres? ¿Puedes dudar, por lo que ven tus ojos, y tu razón penetra, y tus oídos oyen: puedes dudar de que esta Religión, como única que es revelada por Dios, es la única verdadera, la única buena? ¿Cuál otra pudieras comparar con ella? Sí, sí, hijo mío, ella sola nos enseña la verdad respecto a Dios y a sus obras, respecto a nuestra naturaleza, a nuestro origen, al fin con que hemos sido criados, a nuestras obligaciones y a nuestro paradero después de esta vida.
Todas las demás religiones de que oigas hablar son pura mentira, son mera invención de los hombres, Y si acaso se parecen en algo al Catolicismo, es a la manera que la moneda falsa se parece a la de buena ley.
Respecto a la religión judía, debo, sin embargo, advertirte que tiene de especial al haber sido verdadera antes el Cristianismo, porque, como te dejo indicado, ella era figura y preparación del advenimiento de Jesucristo; pero después que vino al mundo el Mesías Jesucristo, ya no es verdadera, ni tiene precio alguno. Se la puede comparar con el andamio de una obra, que no sirve sino para construirla, y que después de construirla, se quita y aparta como un estorbo.
No vuelvas, pues, en tu vida, a decir que todas las religiones son buenas, pues semejante blasfemia, o es una maldad o es una tontería. Maldad, si se dice por indiferencia; tontería, si se dice por ignorancia o por falta de seso.
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