Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Porque para creer en la Religión no son bastantes todos los talentos y todas las sabidurías del mundo, sino que se necesita, además, haber recibido de Dios la humildad de espíritu y la rectitud de corazón indispensables para tener fe.
Y cabalmente esta humildad de espíritu y esta rectitud de corazón suelen ser lo primero que falta a los pocos sabios que hay sin Religión. De ellos hay algunos que, enteramente entregados a su pasión de saber, no solamente ignoran la Religión, sino que ni siquiera piensan que tal Religión existe, y mientras se pasan toda su vida mirando las estrellas, examinando las hierbas de los campos o inventando máquinas, no dedican un rato siquiera a pensar que tienen un alma, ni se acuerdan para nada del Dios Bueno y Omnipotente que ha criado aquellas estrellas, que hace crecer aquellas hierbas en los campos y que les dio el entendimiento que les sirve para inventar aquellas máquinas. Esta clase de sabios, embebidos en sus estudios, se avergonzarían, si cayeran en la cuenta, al ver que de las cosas más importantes a un hombre saben menos que un niño de la escuela que aprenda bien el catecismo. Así es que cuando alguna vez, por casualidad, hablan de Religión, dicen disparates tan gordos como diría un patán hablando de medicina. Otros hay, ya en mayor número, que no son tan ignorantes en punto a la Religión, pero que rebosando de orgullo, quieren tratar a Dios de igual a igual, y tienden a menos creer los misterios de nuestra fe, porque no los entienden. Ellos dicen que no quieren admitir lo que su razón no puede penetrar: como si la razón del hombre penetrase siempre todo lo que admite por verdadero, como si no creyéramos todos, y no creyeran ellos mismos muchas cosas que ni entienden ni podrán nunca entender. Y si no, que digan cómo sucede que, de una cosa tan pequeña como es una bellota, sale un árbol tan grande como es una encina, que digan cómo la clara y la yema de un huevo llegan a convertirse en la carne, los huesos y las plumas del ave que sale de él después de empollado. Ellos no pueden menos que creer, y lo creen, que de la bellota se forme la encina y del huevo el ave; pero en cuanto a entender cómo esto sucede, no lo entienden.
Pues del propio modo, aunque no entienden los misterios de la Religión, debía bastarles ver las grandes verdades que en ellos se encierran y los grandes bienes que se producen en el mundo, para creerlos sin más averiguación. Pero no, señor; les parece más bonito desmentir al mismo Dios que se los ha enseñado, y, rebeldes contra Jesucristo, no ven que su mismo orgullo les quita el entendimiento en este mundo, y los priva de la eterna luz del otro.
Estos tales son los que dicen que la Religión es cosa buena allá para la gentecilla de poco más o menos; pero que, para ellos, sabios profundos y hombres de gran caletre, está de más el emplearse en esas niñerías... ¡Niñerías le llaman a saber si hay un Dios Todopoderoso, si tenemos un alma inmortal, que le ha de dar cuenta de lo que hemos pensado, hablado y obrado en esta vida! ¡Si hemos de ser premiados por nuestras buenas obras y castigados por las malas! ¡Si el Hijo de Dios derramó su sangre por redimirnos y salvarnos! ¡Si su gracia soberana nos ayuda con amor a sobrellevar las miserias de esta vida y a ganar el cielo prometido...! A esto le llaman niñerías esos que a sí mismos se llaman sabios. ¿Qué te parece a ti de esta sabiduría?
¿Sabes lo que casi siempre pasa con estos tales sabios, y en lo que consiste su orgullo presuntuoso y necio? Pues es en que, por lo general, tienen vicios y hacen cosas que la Religión condena y castiga, y ellos no quieren confesar esta religión que reforma sus malas inclinaciones, que los acusa por sus vicios y que los amenaza con penas sin término. Esta es la verdad, hijito, y atente a la experiencia: verás como yo no te engaño.
Ahora ya comprenderás por qué hay algunos hombres de saber y de talento que viven sin Religión. Pero estos tales son muchos menos de los que quizás hayas oído decir; y, sobre todo, son casi insignificantes, si los comparas con los muchísimos y eminentes sabios que en todos tiempos han defendido y enseñado y practicado nuestra Santa Religión. Vuelve a leer lo que en nuestra primera conversación te dejé dicho, y los nombres que allí te cito de personas ilustradísimas y santas que han confesado a Jesucristo. Aquellas son, hijo mío, una parte muy pequeña de todas las que pudiera citarte, y todavía serían necesarios muchos miles de libros como este para escribir en ellos todos los nombres de las personas, ilustres por sus grandes talentos, por su profundísimo saber y sus ejemplarísimas virtudes, que vienen a reducir casi a nada el insignificante número de esos sabios y hombres de talento que dices tú sin religión.
Pero todavía te diré una verdad que rebaja aún más este número, y es que, de esos mismos que la echan de irreligiosos, cuando les viene encima una desgracia, y, más aún, cuando ven cerca a la muerte, inclinan su cabeza y piden con ansia los auxilios de la misma Religión contra la cual han blasfemado tanto.
Difícil es que no hayas oído hablar del francés Voltaire. Este fue un hombre de gran talento y de saber no escaso, que se hizo muy famoso en el siglo pasado por sus burlas y blasfemias contra la Religión cristiana: todo lo que sabía, todo su talento, toda su vida la consagró a escandalizar y escarnecer a los cristianos, que no parecía, sino que el mismo demonio obraba en su persona.
Pues bien; este hombre, tan célebre por su odio y su desprecio de la Religión, habiendo caído enfermo en París, y creyendo llegada a su última hora, pidió deprisa y corriendo a un sacerdote que lo confesase. Le pasó aquel ataque, y, juntamente con el temor a la muerte, se olvidó del Dios a quien había invocado. Pero el ataque le repitió al mes, y vuelta nuestro hombre a pedir los auxilios de la Religión: solo que ya esta vez los amigotes que le rodeaban y que habían celebrado grandemente sus impiedades, se compusieron de modo que no dejaron penetrar en la alcoba del enfermo al sacerdote. ¡Ya se ve! Para aquellos señores que habían encomiado tanto las bufonerías blasfemas de su maestro, y que, en la ocasión más crítica de probar su desprecio de la Religión, le veían reclamar sus auxilios, era asunto de vanidad y gran interés el que no se dijera de ellos que habían estado toda su vida aplaudiendo infamias de que se retractaba el mismo que se las había hecho aplaudir. Por eso impidieron la entrada del sacerdote, y lograron que el desdichado enfermo muriese maldiciendo de ellos y en una desesperación espantosa.
Te advierto que todo esto se sabe por el testimonio del mismo sacerdote que fue llamado, y por el médico que asistió al famoso impío hasta su último instante.
Pues oye ahora otros pormenores relativos a una persona, cuyo nombre te es muy conocido, porque ha sido enemigo de tu patria. Te hablo de Napoleón, de aquel que pretendió dominar a todo el mundo entero. Este fue uno de los que, cegados por su ambición, obran muchas veces poco conforme a los preceptos cristianos; pero jamás dejó de conservar en el fondo de su alma la fe de sus padres y el mayor respeto a la Religión. “Yo soy -decía- católico, apostólico, romano; mi hijo lo es también, y tendría un pesar muy grande en que no pudiera hacerlo también mi nieto. De todos los bienes -añadía- que yo he hecho a Francia, el mayor es haber restablecido en ella la Religión Católica. Sin la Religión, ¿qué sería de los hombres? Se harían pedazos unos a otros por llevarse cada cual la mujer más hermosa y por comerse la pera más gorda”.
Dios quiso un día humillar la arrogancia de este conquistador ambicioso, y haciéndole perder en una sola batalla el poder y el trono, permitió que sus enemigos le encerraran en la isla de Santa Elena. Allí fue donde más pensó en la Religión Católica que había mamado; y con su inmenso talento comprendió y confesó que era la única Verdadera y Santa. Frecuentemente hablaba de ella con el sacerdote a quien había llamado para que le dispensara en aquel destierro sus auxilios espirituales; oía Misa diaria en su capilla, y tenía sumo cuidado en encargar a su cocinero que no le sirviese carnes en los días de vigilia. Las personas que le acompañaban estaban maravilladas del fervor y grandeza con que proponía y explicaba las verdades fundamentales del Catolicismo.
Cuando le anunciaron que su muerte estaba cerca, despidió a sus médicos; y habiendo mandado llamar a su capellán, el presbítero Vignali, le dijo estas solemnes palabras: “Padre capellán, yo creo en Dios, y quiero, a la hora de mi muerte, recibir los auxilios de la Santa Religión en que he nacido”. Efectivamente, el Emperador se confesó, y cuando después hubo recibido el Viático y la Extremaunción, dijo al general Montholon, que era uno de los que le acompañaban en la isla: “no puede usted figurarse, general, qué gozo tan grande me causa haber cumplido mis obligaciones de cristiano: cuando le llegue a usted su última hora, quiera Dios concederle tanta dicha como a mí... Cuando estaba yo en el trono, había descuidado bastante este negocio, porque las glorias del mundo me tenían embebido. Pero, con todo, jamás he renegado de mi fe: cada vez que oía una campana o veía un sacerdote, sentía dentro de mí un gozo inexplicable. He cometido la cobardía de ocultar a todo el mundo estos sentimientos, como si hubiera sido una deshonra; pero ahora me acuso públicamente de esta flaqueza, y quiero alabar a Dios y pedirle misericordia”.
Dicho esto, mandó que en el cuarto inmediato a su alcoba le pusieran un altar con el Santísimo Sacramento, donde se celebraron las Cuarenta Horas; y mientras se celebraban dio el último aliento.
Así murió Napoleón, el que juzgaba estrecha la tierra para su ambición y orgullo; El capitán más ilustre que ha tenido la Francia, y uno de los hombres más eminentes por su valor y talento que ha tenido el mundo.
Y con estos ejemplos y tantos otros como pudieran añadírseles, ¿qué valor tienen, dime, las necias o interesadas muestras de otro hombre notable por su talento o su ciencia?
Créeme, hijo mío, no es verdadero sabio ni tiene verdadero talento el hombre que vive sin Religión; cuando oigas a alguno hablar contra ella, ten por cierto que, o no la conoce o tiene interés en desacreditarla para dar rienda suelta a las pasiones y vicios.
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