Los curas no hacen más que ejercer un oficio como otro cualquiera, y ellos mismos saben que no es verdad lo que predican.
Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Y ¿qué datos tienes tú para hacerles semejante insulto? ¿En qué puedes fundarte para acusar nada menos que de embaucadores a los sacerdotes de Jesucristo? ¿Estás tú dentro de ellos para saber lo que piensan?
¿Te parecería racional y justo decir de los médicos que cuando asisten a sus enfermos no creen en los remedios que les dan, o de los jueces que no creen en la justicia de las sentencias que pronuncian? Pues lo que no te atreverías a suponer de los médicos o de los jueces, ¿por qué lo supones de los ministros de Dios? ¿Qué pruebas tienes? Porque a ti toca probarlo, pues que los acusas.
¿Me citarás como prueba los sacerdotes indignos que puedas haber conocido? Esto valdría tanto como si del mero hecho de haber tú visto uno o dos o tres franceses cojos, sacaras por consecuencia que todos los franceses son cojos.
La verdad es que no hay regla que no tenga su excepción, y que precisamente la excepción es lo que prueba la regla. Quiero decirte con esto que el hecho mismo de haber algunos sacerdotes indignos, es la mejor prueba de que la mayoría son dignos y respetables. Y de eso das testimonio tú mismo cuando te choca y escandaliza tanto el ver a un mal sacerdote. La misma extrañeza que a ti éste te causa, prueba en ti mismo que los malos sacerdotes, por fortuna, son pocos.
Las manchas de tinta no resaltan sino en lo blanco, cuando caen sobre ropa negra, ni siquiera se conocen. De la misma manera sucede que un mal sacerdote no choca y escandaliza tanto, sino porque pertenece a una clase generalmente intachable por sus costumbres.
Sin duda es un mal grande y una cosa funestísima el ejemplo de un sacerdote indigno; pero un hombre prudente no se asombrará por esto, si tiene, como debe tener, en cuenta que los sacerdotes son muchos, que son hombres, y, como tales, expuestos a errores y flaquezas. Entre los Apóstoles mismos, primeros Obispos de la iglesia y modelos de santidad para los cristianos, hubo un Judas, traidor a su divino Maestro. Pero así como los demás Apóstoles le expulsaron de su comunión y no fueron responsables de su negro crimen, del propio modo la Iglesia condena, con mucha más energía y mucho más horror todavía del que a ti te causa, a los sacerdotes que faltan a sus deberes sublimes, procurando, es verdad, llamarlos antes a buen camino con las amonestaciones y perdonándolos si vuelven, porque la Iglesia es siempre misericordiosa con todos los arrepentidos; pero si no se enmiendan, si perseveran en sus extravíos, los arroja de su seno y los condena y castiga. ¡Embaucadores los sacerdotes! Y, ¿qué interés había de moverles para serlo? Porque se concibe fácilmente que tengan interés en engañarnos los que quieren medrar a costa nuestra; pero los pobres sacerdotes, que en su mayor parte apenas tienen lo necesario para su sustento, cuyos gastos son tan limitados, y cuyos recursos, escasos y todo como son, reparten con los pobres de Jesucristo, ¿qué interés habían de tener, dime, en engañarte predicándote lo que ellos mismos no creyeran?
¡Y por cierto que su ministerio es a propósito para medrar en el mundo! ¡Si su ocupación fuera adular tus pasiones, favorecer tus vicios, presentarte, en fin, la vida, como suele decirse, vestida de oro y azul! Pero, lejos de esto, su tarea continua es ir a buscarte en medio mismo de tus placeres para recordarte tus obligaciones, para hablarte de la muerte, para aconsejarte que no te olvides de los pobres, para reprenderte severamente tus faltas, para poner freno a tus extravíos. ¿Te parece que es este el mejor camino para quien quiera medrar a costa ajena? ¿Pues, no sería más cómodo, más solo creativo y menos peligroso para ellos hacer la vista gorda y dejar a cada cual vivir a sus anchas, sin decir “esta boca es mía”?
No, no; los sacerdotes no son lo que los impíos quisieran que fuesen, y cabalmente porque no lo son, les tienen la mala voluntad que les tienen, como que ven en ellos a los representantes de Dios Santo que condena a los malvados, a los ministros del buen Jesús, que ha de juzgar y castigar sus delitos y blasfemias. Los impíos tienen al sacerdote la misma aversión que tienen al juez los ladrones; impíos y ladrones, no pueden mirar con buenos ojos a los ministros de la ley que los acusa y los condena; la ley, más bien que a sus ministros, es lo que unos y otros detestan con toda su alma.
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