Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Si, para que no te ahorquen, bastante es; pero para ganar el cielo, no; bastante es para contentar a los hombres acá abajo, pero no para satisfacer allá arriba a Dios, tu Juez Soberano.
Ante todo, vamos a arreglar tú y yo unas cuentas: sepamos qué es lo que tú llamas un hombre de bien. Porque esta es una palabra de goma elástica, que, estirándola, puede ser que te haga llamar hombre de bien a un bribón de siete suelas.
- ¿Qué te parece ese mancebito que mientras duermen los padres, salta por la ventana de su casa a medianoche, y con el garrote en mano se va por el pueblo, como suele decirse, a picos pardos? ¿Te parece ese tal un hombre de bien?
- ¡Vaya pregunta!, me responderás: las calaveradas de muchacho a nadie le quitan ser un hombre de bien; yo he tenido mis mocedades, y lo que es por esto solo, no le toleraría yo a nadie que me negase aquel dictado.
- Bueno, hijito, ¿conque, es decir, que el escaparse de su casa a deshora de la noche, contra la voluntad de sus padres y burlando la confianza con que se entregan al sueño, para ir a trastornar los cascos a la hija del vecino, o algo peor que esto, todo ello te tiene tan sin aprensión, que ni siquiera te parece ser cosa de confesar que es malo?
Sigamos. ¿Qué te parece de ese mercader que vende por cuatro reales lo que no vale más que dos? ¿Y de aquel jornalero que trabaja mucho menos cuando está a jornal que cuando trabaja a destajo? ¿Y de este otro fabricante que, aprovechándose de la ocasión, les da a sus obreros menos jornal del que puede y debe darles? Yo supongo que tú no eres un hombre de tan poca conciencia que me digas que todos estos obran honradamente; pero anda y pregúntales a ellos si se tienen por gente honrada, y todos te responderán que se creen tan hombre de bien como el que más; que ellos están, como suele decirse, a su negocio, y que el ahorrar un poquito aquí y otro poquito de allá para ganarse la vida no es motivo para poner en tela de juicio su hombría de bien.
A ese mocito descabezado que derrocha en cuatro días el caudal que le dejaron sus padres; a este otro viejo tacaño que en su vida ha dado una limosna; a aquel vecino tuyo que se pasa el día en la taberna, anda ve y pregúntales si se tienen por hombres de bien. El uno te dirá que él no gasta más que lo que es suyo; el otro te responderá que él no hace mal a nadie, y el último se extrañará de que se pueda negar a un hombre el título de honrado porque le gusta ir a echar un vaso de vino.
Todos estos, cuando les reconvengas, por sus vicios y su conducta, cuando les digas que un hombre de bien no hace lo que ellos hacen ni vive como ellos viven, todos te dirán, poco más o menos: “Que no saben por qué has tomado con ellos esa manía; que cualquiera diría, al oírte, que ellos pasaban su vida robando y matando”.
Es decir, que para estos tales, en no robando y matando un hombre, no hay motivo para quitarle su fama, aunque sea un perdido, un logrero, un libertino, un derrochador. Es decir, que en no haciendo una cosa por donde pueda ir a presidio o al garrote, no metiéndose con nadie para robarle el dinero o para darle una puñalada, haga en todo lo demás lo que quiera, no hay motivo para que Dios le cierre la puerta de la gloria. De manera que, cuando se trate de juzgar a los hombres, no es ya el corazón lo que hay que mirarles para ver los vicios o virtudes que en él abrigan, si no el pie para ver si llevan grillete. ¡Todo el que no haya estado en la cárcel por ladrón o por asesino, será bueno para el cielo!
¡Vaya una manera de discurrir! ¡Buena está la religión de estos dichosos hombres de bien! ¡Una religión que deja a todo el mundo hacer lo que se le antoje, con tal que no robe ni mate! Esta no es religión, hijo mío, sino una barbaridad abominable.
Pero aquí te estoy oyendo decirme: “Usted me pone por ejemplo a gentes que nadie puede llamar honradas, no señor; yo llamo hombre de bien al que cumple con todas sus obligaciones, al que no causa mal a nadie y obra todo el bien que puede: a éste es al que yo llamo hombre de bien, tenga o no tenga religión”.
Y yo te respondo a esto, hijito mío, que desde que el mundo es mundo, no ha habido, ni hay, ni habrá un hombre que, sin tener religión, sea tal como tú lo quieres; y que, si hubiese alguno, te debería causar más asombro que un hombre que viera sin tener ojos, o un peñasco donde naciese trigo.
Ven acá y dime: ¿Conoces tú a algún hombre tan perfecto, que no tenga absolutamente ningún vicio, ninguna flaqueza, ninguna mala inclinación? ¿Crees tú que, tales como somos los hombres, puede haber alguno que no incurra alguna vez, o que no se halle expuesto a incurrir, con el acto o con el deseo, en pecado de soberbia, de ira, de envidia, de impureza, de avaricia, de pereza, o de gula? Cuanto menos habrás de confesarme que el hombre más exento de estas culpas no está libre de tentaciones que le inclinen a cometerlas. Pues bien, ¿qué freno quieres tú que tenga un hombre para no entregarse a cualquiera de aquellos vicios? ¿De dónde quieres que le venga el socorro si su tentación le inclina a pecar, o el remordimiento si ya ha pecado? ¿Quién le enseñará lo que es malo, y le impedirá ejecutarlo cuando ya lo sepa? ¿Será el temor de Dios? Lo será, sin duda, para un hombre religioso; pero estamos hablando de uno que no tenga ninguna religión. ¿Será su razón, su entendimiento de hombre? Eso fuera bueno si la propia experiencia no nos mostrase lo poco que vale la razón cuando la pasión se pone de por medio. Conque, ¿quién será? Yo no encuentro más que el temor a la justicia. Y en este caso, te digo: ¡Bendita religión la que no tiene más freno para contener a los hombres que el bastón del alcalde de barrio o la penca del verdugo! ¿Te acomoda a ti esa religión? Pues que te haga buen provecho, mejor me estoy con la mía.
Mira, hijito, la verdad es esta: los hombres no somos ángeles; con Religión y todo, el más perfecto cristiano siente en sí mismo a cada instante su flaqueza, y conoce que, sin la ayuda de Dios, caería a todas horas en pecado. Figúrate tú que será del que no tenga Religión ninguna. Desengáñate: basta conocer los preceptos de nuestra Santa Religión; basta observar en nosotros mismos y en los demás la fortaleza y el consuelo que nos da el ser cristianos, para conocer que solo la fe y la observancia de los preceptos cristianos pueden hacer que llenemos fiel y constantemente todos los deberes, cuyo cumplimiento es lo único que verdaderamente nos hace hombres de bien.
Pero todavía quiero concederte más. Supongo el imposible de que hayas encontrado a un hombre que sin tener Religión cumpla bien con las obligaciones de su estado; que sea buen padre de familia, buen marido, buen hijo, leal en sus tratos; en una palabra, que sea todo lo que en el mundo se entiende por un hombre de bien. Pues bueno, aún supuesto este imposible, todavía te digo que no es bastante.
No, no es bastante; porque, aún suponiendo el imposible de que un hombre sin religión sea buen padre, buen marido, buen ciudadano, todavía le falta cumplir la primera de sus obligaciones, la más grande, la más sagrada. Todavía le falta reconocer la Omnipotencia, la Sabiduría, la Bondad del Dios que está en los cielos, que lo ha criado, que lo guarda y mantiene en este mundo; que le ha dado un alma racional para conocerle, y ojos para ver sus obras, y corazón para amarle. Todavía le falta dar gracias a este Dios bueno por los beneficios que le ha concedido, y pedirle su auxilio soberano para no caer en faltas, y adorarle y bendecirle como Él quiere ser adorado y bendecido.
Sin ninguna de estas cosas hace a quien tú llamas hombre de bien, comete la más fea de todas las faltas, tiene el más vil de todos los vicios, que es la ingratitud. La ingratitud, si; porque desagradecido, y nada menos, es el hombre que para nada se acuerda del Padre celestial a quien debe el ser, la vida, el entendimiento, la salud, los bienes de fortuna, todo; pues para él ha criado este mundo, para su provecho, para su comodidad, para su recreo; para él ha criado ese sol que le alumbra y esa tierra que le da el sustento, y esas flores que alegran sus ojos; para él formó esos lazos tan dulces que le proporcionan el gozo de ser padre, de ser hermano, de tener amigos; por él, para salvarle y para hacerle heredero y participante de su gloria, descendió del cielo y tomó carne humana en las entrañas de una Virgen, y padeció y murió afrentado en un suplicio horroroso; para él dio su ley de amor y de paz; para él son sus bendiciones, su perdón, su misericordia...
¡Ah! ¿Y qué le da ese hombre de bien, qué le da, al buen Dios, de quien no se acuerda siquiera, o lo que es mucho peor, de quien no se acuerda sino para despreciarle, para burlarse de su culto, y para escarnecer quizás a los que, más agradecidos que él, le ofrecen el tributo de una humilde adoración? ¡Desagradecido, sí, mil veces desagradecido! ¿Y es posible que nada tenga que echarse en cara? ¿Y tendrá valor para llamarse hombre de bien?
Hablemos claro, hijo mío: la hombría de bien, qué se quiere poner en lugar de la Religión, no es más que una picardía, inventada por los que tienen miedo y horror a sujetarse al dulce yugo cristiano. El cristianismo lo hila, como suele decirse, muy delgado; y a la gente de manga ancha le ha parecido conveniente desentenderse de él, y decir que está de sobra, y que a nadie le hace falta ninguna el ser cristiano, con tal de que sea hombre de bien. Disparate tan grande como si dijéramos que a nadie le hacen falta los ojos para ver o las piernas para andar.
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