sábado, 10 de diciembre de 2022

LIBER ACCUSATIONIS IN PAULUM SEXTUM (10 DE ABRIL DE 1973)

Publicamos la denuncia del fallecido padre Georges de Nantes contra Pablo VI por Herejía, Cisma y Escándalo presentada ante la Santa Sede el año 1973.


LIBER ACCUSATIONIS

A NUESTRO SANTO PADRE EL PAPA PABLO VI

POR LA GRACIA DE DIOS Y LA LEY DE LA IGLESIA

JUEZ SOBERANO DE TODOS LOS FIELES DE CRISTO

UNA DENUNCIA

CONTRA NUESTRO HERMANO EN LA FE, EL PAPA PABLO VI,

POR HEREJÍA, CISMA Y ESCÁNDALO

POR EL P. GEORGES DE NANTES


Discurso al Papa

Santo Padre:

¿Quién soy yo, Su Santidad, para atreverme a pediros que se juzgue a sí mismo? Yo no soy nada, y Vos eres todo. Incluso el puesto insignificante que tenía hace diez años, el de párroco rural, ya no es mío porque, suspendido por el obispo de Troyes desde el 25 de agosto de 1966, he sido privado del derecho a celebrar Misa o predicar, en la diócesis en la que resido, mientras ocupáis el más alto lugar de honor en la tierra y, en la Iglesia, un cargo de tal responsabilidad que no puede imaginarse mayor y que, además, os permite recibir ayuda y orientación del Espíritu Santo de una manera abierta a ningún otro ser humano.

¿Cómo, pues, me atrevo a levantarme contra Vos?

¿Quizás busco consuelo en el ejemplo de aquellos que, en virtud de su santidad, y sin consideración de rango o posición, son capaces de enaltecer a los humildes y derribar a los poderosos, llenar de riquezas a los pobres y quitar las posesiones de los orgullosos? Ni siquiera eso, que no sólo soy un simple sacerdote, el más bajo en la escala de la jerarquía, sino también un pecador entre los demás. En el curso de la historia ha habido grandes Santos que se han levantado contra Papas culpables de falsedad, pero no pretendo ningún mérito personal ni ninguna iluminación mística para justificar el reproche que traigo contra Vos. No, más bien tiemblo cuando recuerdo las palabras escritas sobre Vos por el cardenal Journet, describiéndoos como “un santo vivo al que debemos elevar nuestros ojos con amor” mientras que a mí mismo me considera perdido más allá de toda esperanza, a menos que, por la Gracia de Dios, se me abran los ojos, antes del final... (Citado de una carta privada a un religioso, fechada el 21 de enero de 1973).

Hay, además, numerosas supuestas “revelaciones” hoy en día que, alegando provenir directamente de Nuestro Señor o de Su Santísima Madre, os describen como su hijo predilecto, el más amado y digno de los Papas, que está sufriendo un verdadero martirio en manos de los hombres malvados que os rodean, así como a través de todos aquellos agentes del desorden e instigadores de la herejía que están asolando la Iglesia a pesar de Vos. Si todo esto fuera cierto, ¡qué consuelo nos daría pensar que, a pesar de las apariencias, sufrimos con Vuestra Santidad y no como consecuencia directa de vuestros actos!

Si, a pesar de todo esto, todavía me atrevo a levantarme contra Vos, ante toda la Iglesia, es porque invoco el derecho de hacerlo en esa misma Fe, Esperanza y Caridad que el Espíritu Santo da a todos los Fieles siempre que ellos mismos no pongan obstáculos en el camino a través de la herejía, el cisma o la apostasía. Desde hace 25 años soy sacerdote, y me entrego al estudio de la teología. Pero no pretendo otra base para mi acción que la Fe simple y elemental de nuestro Bautismo, que es común a todos los que pertenecen a la Iglesia Católica y Romana. Pues, como debéis saber, mi total y abierta oposición a la presente Reforma de la Iglesia, que reiteré al término de mi Proceso en el Santo Oficio, en contra del deseo formalmente expresado de Vuestra Santidad, no resultó en la imposición sobre mí de cualquier pena canónica. Se me declaró que me había “descalificado” a mí mismo por mis propias declaraciones extremas, pero esto de ninguna manera afecta mi membresía continua en la Iglesia. Sigo siendo uno de los hijos de aquel que es el Padre de todos, uno de los súbditos de Su Santidad. Y un niño tiene derecho a quejarse con su padre, incluso sobre las malas ideas y los actos de odio de este mismo padre.

Como miembro insignificante de la Ecclesia credens, no tengo autoridad para juzgar a nadie ni para declarar nulo y sin efecto ningún procedimiento. Tampoco puedo pretender proporcionar, yo mismo, la interpretación auténtica del más mínimo Artículo de Fe. Pero tengo tanto el derecho como el deber de recordar y traer a la memoria aquella enseñanza que recibí como doctrina de la Ecclesia docens, doctrina que es constante y universal, irreformable e infalible. Pues esta enseñanza es obligatoria para todos los fieles, y para Vuestra Santidad tanto como para el más simple de nosotros, so pena de muerte espiritual.

En los últimos diez años se ha hecho abrumadoramente evidente para mí que, en virtud de mi fe, "adoro como criatura racional" (Rom 12,1) que lo que se nos enseña hoy es totalmente opuesto a lo que se nos enseñó en el pasado. El Credo católico que se grabó en mi alma como en una tabla de cera virgen ha permanecido siempre allí, claramente definido, y nada de lo que se le ha añadido ha hecho que se desdibujen los caracteres. La Iglesia hablaba siempre en el mismo idioma. Pero en estos últimos diez años, ha estado hablando, por vuestra propia boca, y la del Concilio y los Obispos, en un lenguaje completamente nuevo que, aunque no tiene el timbre de autoridad del pasado, y no es en sí mismo ni constante ni consistente, es el lenguaje de la novedad y el cambio, teñido de herejía, cisma y apostasía. Contra esto me sentí obligado a protestar interiormente, y en aras de la honestidad, también abierta y públicamente, sometiendo mi protesta al examen de la Autoridad, que hoy está siendo llevada al más alto Tribunal de todos, en el que Vos, el Soberano Pontífice, presidís como Juez y como el último responsable de la interpretación y salvaguardia de la Verdad Divina - mientras que Vos cargáis al mismo tiempo con la responsabilidad de esta abominable Reforma. Si yo, el más indigno de los fieles de Cristo, soy tan agudamente consciente de la contradicción entre la religión católica y la religión reformada de hoy, entonces seguramente esta comprensión debería alcanzar en Vos, como el más eminente miembro de los fieles, una claridad infalible y una certeza profética. Decidnos, pues, os suplicamos, dónde está la Verdad y dónde la herejía, el cisma y el escándalo; proclamadlo solemnemente y creeremos en vuestra palabra.

Digo “nosotros” porque hablo, no sólo por mí, sino como uno de los muchos fieles que hoy sufren bajo este conflicto. Cuando me presento a los pies de la Santa Sede, voy acompañado de diez religiosos y cincuenta laicos que son ellos mismos delegados expresos de unos 3.000 católicos que integran esta “Legión Romana” cuyo pensamiento y sentimiento se une al nuestro y a la lista de nombres que se le hace entrega el 10 de abril de 1973 junto con el presente Liber. Este pueblo os ama, Santísimo Padre, y pone en Vos su última esperanza contra la invasión de Satanás en la Iglesia. Pero, temblando, también se unen a nosotros para acusaros de ser el responsable, por complicidad o colaboración. En medio de oraciones y lágrimas os suplican que os justifiquéis u os retractéis, o bien dejéis la carga de ser el Soberano Pontificado en favor de otro. Ya no podemos soportar esta terrible sospecha que culmina en la certeza interna de vuestra culpa. El desorden que se extiende desde la Cabeza misma de la Iglesia a sus miembros se ha vuelto insoportable para ellos.

Estos varios miles de católicos no son de ninguna manera una secta aparte, o un cuerpo separado del resto de los fieles. Están vinculados al resto de la Iglesia por numerosos lazos y, en mayor o menor grado y a pesar de algunas diferencias de interpretación, sus quejas reflejan las de ciertos miembros de la Jerarquía, incluso entre los que ocupan los puestos más altos y cercanos al Trono de Su Santidad.

Por eso yo, que no soy nadie, me siento obligado en conciencia a pedir a Vuestra Santidad, en nombre de la Iglesia y del pueblo católico, a quienes Vos habéis hecho creer erróneamente que la presente Reforma era necesaria para la Iglesia, abusando de vuestra propia autoridad sobre ellos, para que os juzguéis por una acusación de herejía, cisma y escándalo, en la que habéis perseverado públicamente. Al presentar esta acusación, no estoy sino convirtiéndome en el miserable pero fiel eco de la misma Iglesia indefectible. Y sólo Vos, Santísimo Padre, podéis liberaros de esta acusación si podéis hacerlo, hablando con la voz autorizada e infalible de la Fe de esta misma Iglesia; si, hablando de esta manera, podéis demostrar que tenéis razón y nosotros estamos equivocados.

Nunca ha habido un conflicto comparable al actual. La Iglesia no puede continuar en tal estado de contradicción. Es vuestro deber, Santísimo Padre, tomar nota de nuestra acusación, y estudiar y juzgar este asunto. Está en juego la paz de la Iglesia y su fidelidad a Cristo. Desearía, todos preferiríamos, que se demostrara que estoy equivocado para que su Augusta Persona tenga razón. Pero el honor de Dios, el bien de la Iglesia y la salvación de las almas hablan más alto que nuestros sentimientos humanos, y nos dicen que sois Vos quien os equivocáis. Oramos por vuestra conversión espiritual y por vuestro cambio de corazón, para que la Iglesia sea liberada del yugo de Satanás que la tiene encadenada y sea restaurada en Cristo para que pueda dar de nuevo sus frutos de vida y santidad.


Vuestra decisión histórica de 1964-1965

Desde hace diez años, la Iglesia se encuentra en un estado de "apostasía inmanente" o, según vuestra propia expresión, de "autodemolición" acelerada. Es un estado sin precedentes, que afecta a todos los aspectos de la Iglesia y se extiende a todos sus miembros. "Por sus frutos los conoceréis" dijo Nuestro Señor, y lo que vemos hoy son los frutos malignos de ese árbol plantado en el centro mismo del catolicismo: la Reforma Conciliar. El que lo plantó en el campo que se le había confiado está muerto. Que Dios le perdone. Vos ocupasteis su lugar y preservasteis ese árbol, dándole toda protección y aliento hasta ahora, que se ha extendido para cubrirlo todo con su sombra. Ese era vuestro deseo, y lo habéis conseguido. Si la Iglesia es realmente destruida por la nueva Reforma, entonces morirá a vuestras manos.

Porque en la introducción de la Reforma Conciliar, de todo lo que condujo a ella y le siguió, Vos mismo habéis jugado un papel vital.


EL GRAN COMBATE DE LOS SOBERANOS PONTÍFICES

Cuando, en 1963, Vuestra Santidad ascendió al Trono de Pedro, la Iglesia se encontraba, por así decirlo, en un equilibrio inestable entre dos religiones opuestas: la Fe establecida desde hacía mucho tiempo, con toda la autoridad de los siglos a sus espaldas, enfrentada a otra, hasta entonces suprimida como ilícita, pero que ahora cobraba rápidamente impulso para afirmar su recién encontrada libertad.

No necesito recordar a Su Santidad que sólo la Fe Católica Tradicional tiene derecho a la soberanía en la Iglesia. Seguramente todo el mundo lo sabe. Pero recordaré la batalla constante librada para defender esta misma Fe, por todos sus Predecesores, que luchaban precisamente contra esta nueva religión "reformada" que comenzó en 1963 a suplantar a la otra. Habría que remontarse al menos, y principalmente, hasta Lutero. Pero este mismo espíritu de "reforma" tomó una fuerza extraordinaria en el siglo XVIII, y podemos señalar como heraldo de nuestros problemas actuales el Sínodo de Pistoia, de siniestro recuerdo, que fue condenado con espíritu verdaderamente profético por Pío VI en su bula Auctorem fidei (28 de agosto de 1794).

La sociedad que surgió de la agitación de la Revolución -nuestra propia sociedad moderna, de hecho- se inspiró en Emmanuel Kant y Jean-Jacques Rousseau, oponiendo su naturalismo y subjetivismo a la certeza de la Fe y al reconocimiento de la necesidad de la Gracia. Cuando esta rebelión del hombre contra Dios encontró un profeta dentro de la propia Iglesia, en la persona de Lamennais, los Papas se embarcaron en la batalla que aseguró que, desde los días de la Encíclica Mirari Vos de Gregorio XVI, del 15 de agosto de 1832, hasta el tiempo del Vaticano II, estas nuevas ideas fueran forzadas a permanecer fuera de la Iglesia. A lo largo de ciento treinta años...

Tuvieron que luchar, y resistieron. Encontramos ya en el Syllabus del 8 de diciembre de 1864, una lista formidable de errores modernos; Pío IX, aunque momentánea y accidentalmente influenciado por las nuevas ideas, compensó con creces su incesante y poderosa lucha contra ellas, y particularmente contra la más susceptible de abrir una brecha en las defensas de la Iglesia: el liberalismo católico (16.6.1871).

El Concilio Vaticano I marcó el punto culminante de este Pontificado, afirmando tanto el triunfo de la Fe Divina como también la Autoridad Infalible de la Iglesia en la persona de su Cabeza en la tierra. Esta doble exaltación fue ciertamente providencial, pues orientó sobre cómo remediar los males que aún estaban por venir. Además, el Concilio dio el sello de su autoridad a la corrección doctrinal de los pronunciamientos hechos por los Pontífices en el curso del siglo precedente contra los errores de la época.

León XIII no rompió definitivamente con esta tradición, aunque a veces buscó el bien de la Iglesia en la adopción de ciertos compromisos, como su llamamiento a los católicos franceses para que se unieran a la República (1892) y su aceptación de la palabra "Democracia", en un sentido modificado, en 1903. Continuó la lucha de sus predecesores contra el "delirio" y la "licencia" del liberalismo, esta "libertad para seguir la perdición", que erigiría al hombre en rival de Dios, en sus encíclicas Immortale Dei y Libertas Praestantissimum.

Pío X, en los albores de nuestro siglo, puso en juego todas sus dotes de santidad. Su implacable análisis del Modernismo doctrinal y su condena del mismo en la Encíclica Pascendi de 1907, así como su censura de la utopía político-religiosa de Marc Sangnier, en su Carta sobre Le Sillon, permanecen como dos brillantes faros que brillan en la oscuridad de nuestro siglo.

Pío XI no repudió ningún punto de este magisterio destinado a contrarrestar las grandes herejías modernas, aunque en ciertos casos haya dado la impresión de ver en ellas algo bueno. Su admirable Encíclica sobre Cristo Rey, Quas Primas, del 11 de diciembre de 1925, que se opone a la secularización dominante, merece un lugar especial en nuestros corazones. Aparte de ésta, quisiera mencionar sólo otra Encíclica: Mortalium Animos, del 6 de enero de 1928, que parece ser una condena anticipada de todo lo que desde entonces se ha introducido en la Iglesia bajo el pretexto del Ecumenismo.

A esta gran masa de documentos emanados de la Autoridad Apostólica se añadieron, para mayor beneficio de la Iglesia y de su expansión e influencia, las inestimables enseñanzas pontificias del Papa Pío XII. Cada una de ellas forma un baluarte contra la subversión que entonces se extendía dentro de la Iglesia con la ayuda de los enemigos de Dios y de la ley y el orden. Representan ya el comienzo de la Contrarreforma. Ahí están, por ejemplo, Mystici Corporis (29 de junio de 1943) dirigido contra las concepciones reformistas de la naturaleza de la Iglesia, Divino Afflante Spiritu (30 de septiembre), sobre las tendencias modernistas en los estudios bíblicos, Mediator Dei (20 de noviembre de 1947) y el admirable Haurietis Aquas (16 de mayo de 1956) sobre el Sagrado Corazón. Por último, pero no menos importante, hay que mencionar Humani Generis (15 de agosto de 1950), dirigida contra ese reformismo en materia de dogma que caracteriza al nuevo modernismo.

Para honrar la memoria del papa Juan XXIII, cuya fidelidad personal a la Tradición fue inquebrantable, quisiera añadir la firme y notable Encíclica Veterum Sapientia de 1962, en la que, con la digna fuerza de quien defiende su derecho de nacimiento, asestó un golpe contra las atrevidas incursiones de los reformadores.

Un estudio de la historia del Papado a lo largo de estos ciento treinta años muestra claramente que 1963 no fue testigo del nacimiento de una nueva filosofía, como resultado de una generación espontánea o incluso de una repentina iluminación del Cielo. Sólo hubo una novedad en aquel momento: fue que estas ideas, que existían desde hacía mucho tiempo, pero a las que en el pasado nunca se había permitido entrar en la Iglesia que -de acuerdo con la enseñanza de sus Pontífices y las sentencias del Concilio Vaticano I- las había condenado definitivamente, comenzaron ahora a ser no sólo toleradas por ella, sino consideradas cada día más respetables.


EL NUEVO PENSAMIENTO INVADE LA IGLESIA

A esta invasión podemos ponerle una fecha precisa y un título particular: está representada por el Discurso de apertura al Concilio del 11 de octubre de 1962, pronunciado por Juan XXIII, pero preparado y editado por Vos mismo, a la sazón arzobispo de Milán. Ese fue el día en que se abrieron las puertas de San Pedro al Nuevo Pensamiento.

Su primer logro, el 20 de octubre, fue la aprobación, por parte de un Concilio aún no alertado, del Mensaje al Mundo. Hemos oído decir que, junto con los obispos franceses, el cardenal Montini fue uno de los promotores más influyentes de este documento. En cualquier caso, más tarde lo elogiaría en términos espléndidos: "Un gesto inesperado pero admirable: se podría ver en él la súbita irrupción del carisma profético de la Iglesia" (Discurso pronunciado el 29 de septiembre de 1963).

La Encíclica Pacem in terris le siguió poco después, provocando una avalancha de elogios hacia el papa Juan y el espíritu moderno de su pensamiento, que se inspiraba en la Declaración de los Derechos del Hombre y en una creencia en la libertad del hombre y en la paz universal notablemente acorde con la inspiración masónica de la sociedad moderna. ¿Es cierto que el papa se arrepintió más tarde de haber firmado, sin haberlo estudiado cuidadosamente, el documento preparado por Monseñor Pavan, a quien Vos habíais nombrado Rector de Letrán? Sea como fuere, el acontecimiento tuvo una importancia crucial en esta invasión del Concilio por el "nuevo pensamiento".

Hay que mencionar el texto, preparado secretamente por Karl Rahner, que fue presentado a los Padres del Concilio como un resumen de la Nueva Teología, con la esperanza de que lo adoptaran in toto, como un proyecto que incorporaba todas las incursiones ya hechas por el Modernismo y el Progresismo en vísperas de vuestra elevación al Pontificado Soberano.


1963: LA IGLESIA EN ESTADO DE SUSPENSO

A la muerte de Juan XXIII, en junio de 1963, cabían dos alternativas: o bien suspender este Concilio que ya se había aventurado por caminos formal y sistemáticamente condenados por la Santa Sede en el pasado, y poner así fin, con autoridad, a este ejercicio de subversión antes de que hubiera ido demasiado lejos, por abrumadores que parecieran entonces sus efectos; o bien continuar la obra atribuida a Juan XXIII, con el aplauso de los innovadores dentro y fuera de la Iglesia y de todos los que tenían en el corazón su destrucción. La elección dependía de quién fuera elegido por el Cónclave.

Vos fuisteis elegido con la promesa de continuar el Concilio. El 7 de junio, hablando en la catedral de Milán, Vos habíais dicho de Juan XXIII: "No sólo debemos tener presentes los caminos que nos señaló, sino que haríamos bien en seguirlos". Parece, sin embargo, que algunos de los que le dieron su voto lo hicieron creyendo que, aunque Vos teníais la intención de continuar el Concilio, cambiaríais su curso. Pero el resto debía saber que Vos pretendíais llevar la Reforma hasta el final, con o sin el Concilio, o incluso en contra de sus deseos... No hay duda de que Vos teníais ya una considerable responsabilidad por lo que iba a suceder.

Durante un período de unos catorce meses tuvimos la impresión de que el Papa se negaba a tomar partido entre los dos extremos y mantenía así un equilibrio entre ellos. De hecho, este período resultó de gran valor para los Reformadores, que adquirieron respetabilidad ante la opinión pública por el mero hecho de parecer amenazados. Sus discursos en la apertura y clausura de la segunda sesión, aunque impregnados del nuevo pensamiento, seguían expresando este equilibrio entre los extremos, y yo también me encontraba entre los que no veían dónde estaban sus simpatías. Sirva como ejemplo un comentario vuestro sobre la Curia romana: "Sería un error considerar a este órgano activo y leal... como inútil y anticuado, corrupto y preocupado sólo por sus propios intereses... pero, dicho esto, no negaríamos que necesita mejoras" (Discurso pronunciado el 18 de noviembre de 1965). Al parecer defenderlo, en realidad estabais apoyando las acusaciones que se le hacían por el mero hecho de mencionarlas en este contexto, y contribuyendo así a clavar los clavos en su ataúd.

En la votación del 30 de octubre de 1963, cada bando se creyó apoyado por el Papa, y así fue como se efectuó la "Revolución de Octubre" (ocasión en la que la nueva interpretación de la Colegialidad de los Obispos fue aceptada por el Concilio). Cuando regresé a Roma, en la primavera de 1964, oí hablar mucho del misterio que rodeaba vuestro gobierno de la Iglesia y, habiéndole oído predicar muy bellamente sobre la Santísima Virgen María, a la que deseaba otorgar el título de Madre de la Iglesia, me fui con sentimientos de devoción hacia Vos y, de hecho, escribí sobre ello en las Cartas a mis amigos.

1964: VOS OS COMPROMETÉIS CON LA REFORMA

Fue vuestra Encíclica ECCLESIAM SUAM (6 de agosto de 1964) la que finalmente me mostró en qué dirección soplaba el viento. Vuestro discurso del 29 de septiembre de 1963 ya me había indicado el camino, pero entonces no lo había comprendido del todo. Pero ahora, en este Anteproyecto de vuestro Pontificado, vos declarabais vuestros objetivos, aun manteniendo todo el tiempo ese equilibrio entre los extremos que seguía confundiendo a la mayoría de la gente: Experiencia vital... pero también Fe - Renovación... pero también Tradición y búsqueda de la perfección espiritual - Diálogo... pero también predicación de la Fe. Me horroricé al darme cuenta de que, a pesar de estas reservas, Vos optabais por esa Nueva Religión a la que cada uno de vuestros Predecesores se había resistido con todas sus fuerzas por venir del Demonio. Lo que escribí entonces -y creo que fui el único en decirlo- no desearía cambiarlo en modo alguno hoy (Cartas a mis Amigos nº 180 y 181).

A partir de entonces, a pesar de las apariencias que a veces no lo confirmaban, y a pesar de que frenasteis de vez en cuando, para reducir la aceleración de la Reforma conciliar, vuestros esfuerzos se dirigieron a consolidarla, con vuestro Diálogo ecuménico, vuestra Apertura al mundo, vuestras Reformas y vuestros Cambios de todo tipo, por un momento, al final de la Tercera Sesión, parecíais en efecto traicionar al partido de los innovadores que, no comprendiendo, se volvieron contra Vos, resentidos. Pero os limitasteis a ayudar a la Reforma, a seguir adelante sin dar la alarma ni oponeros abiertamente. Después, no ocultasteis vuestro deseo de cambios ilimitados. Gracias a vuestro apoyo, se promulgaron los esquemas más extremos y peligrosos a pesar de la oposición. En la ONU, pronunciasteis un discurso de lo más anticatólico y, el 7 de diciembre de 1965, promulgando la Declaración sobre la Libertad Religiosa y la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo de Hoy, disteis rienda suelta a una glorificación del Hombre-que-se-hace-a-sí-mismo-Dios que no tiene parangón en los anales de la Iglesia (Discurso pronunciado el 7 de diciembre de 1965 ante el Concilio).

Ni un alma levantó una protesta en toda la gran Asamblea Conciliar y, sin embargo, ese momento vio el abandono de la Antigua Fe en favor de este Culto del Hombre que acababais de proclamar solemnemente. Ya no había vuelta atrás. Una Iglesia que había aceptado estos dos discursos aceptaría cualquier cosa: la subversión había ganado su victoria. La Reforma tenía las riendas libres para cambiarlo y derrocarlo todo. Un hombre tiene la responsabilidad de esto, y ese hombre sois Vos mismo.


SE CONSUMA EL CISMA

Nuestra oposición data del mes de agosto de 1964, y desde entonces no ha cesado de aumentar. Vos conocéis el desarrollo de los acontecimientos, ya que condujeron a mi Proceso ante el Santo Oficio, al que me sometí a petición propia y que, en realidad, no era en absoluto mi Proceso, sino el del Concilio y el vuestro. Porque, para que vuestra ortodoxia y vuestra ortopraxia, vuestras ideas tanto en el plano doctrinal como en el pastoral, fueran reivindicadas, yo habría tenido que retractarme o ser condenado definitivamente. Pero el Proceso no dio lugar a ninguna de estas alternativas. He continuado, durante los últimos cinco años, acusándoos de herejía, de cisma, de escándalo. La evidencia continúa acumulándose y cada vez más católicos están de acuerdo con nosotros cuando insistimos en que una religión ha sido sustituida por otra, y que esto se ha logrado a través de una Revolución dirigida desde arriba - a través de un cambio de cabeza bajo la misma mitra. Es la Santa Sede la que ha sufrido un cambio de religión, sin decirlo abiertamente, pero diciendo lo justo para que toda la Iglesia siga el nuevo camino, atraída por la novedad o engatusada por la obediencia.

Ha llegado el momento de dar el paso final, y poner todo esto a prueba del poder divino. Y por eso traigo ante vuestra propia Jurisdicción un proceso contra Vos mismo, acusándoos de herejía, cisma y escándalo, y desafiándoos -si esta Nueva Religión viene realmente de Cristo- a proclamarla solemnemente en Su Nombre, pues es una que todos los Papas anteriores a Vos habían tachado de vástago de Lucifer.


El cargo capital

Admitimos que ha habido muchos discursos edificantes durante estos diez años de Pontificado y una serie de casos en los que vuestras decisiones han servido para promover la gloria de Dios y el bienestar de las almas. Si hablamos poco de ellos, no es porque no los conozcamos. Fueron estas palabras y estos actos los que nos influyeron para ver bajo la mejor luz, la más católica, muchas cosas que a primera vista parecían sospechosas.

Sin embargo, un estudio atento no nos deja ninguna duda de que es el cambio y la novedad, más que la Tradición, lo que se privilegia, y que tanto vuestras palabras como vuestros actos testimonian un espíritu incompatible con el espíritu verdaderamente Católico de la Iglesia. Esto es evidente sobre todo en la pauta general que subyace a vuestros actos, y que aparece en el plano práctico, empírico, más que en el teórico o doctrinal. Es esta pauta general a la que me atrevo a referirme como "heteropraxia". Pero aun suponiendo que en vuestra propia mente esta pauta se haya quedado en nada más que una línea de guía práctica y nunca se haya traducido en términos de doctrina, ha provocado sin embargo, un cambio en el pensamiento doctrinal de la Iglesia. Y como Vos también os habéis referido a ello en términos de un cambio de pensamiento en cuestiones relacionadas con la fe, nos vemos obligados a caracterizarlo como una "heterodoxia".

Porque un Pontífice no puede seguir actuando de una manera diferente a su pensamiento sin llegar finalmente a pensar de la misma manera que actúa.


1. Heteropraxia: Libertad religiosa

Incluso cuando el Concilio todavía estaba discutiendo acaloradamente sobre el asunto, ya os estabais refiriendo a la Libertad Religiosa como si formara parte de la enseñanza común, como si no hubiera ninguna dificultad particular al respecto. Tal vez podría concebirse que una doctrina en este sentido fuera definida solemnemente por el Papa, y proclamada con su autoridad infalible - pero en ese caso habríais tenido que demostrar que ya estaba contenida en el depósito de la Revelación y que había formado parte de la Tradición de la Iglesia. Ahora bien, tal demostración es manifiestamente imposible, inconcebible. Y por eso hacéis alusiones indirectas a ella, de pasada, cuando se dirige a audiencias incompetentes o indiferentes en la materia, o cómplices. Que el principio de Libertad Religiosa haya sido impuesto ilícitamente a la Iglesia es obra vuestra.

Vos os habéis referido a ella, con ocasión de vuestro discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, como uno de los "derechos fundamentales del hombre", y de nuevo, el 8 de diciembre de 1965, en la clausura del Concilio, como uno de los "derechos legítimos y sagrados debidos a todo ser humano honesto". Pero el punto de inflexión fue vuestra visita a la ONU, el 4 de octubre de 1965, cuando, anticipándoos a cualquier decisión del Concilio, lo proclamasteis en presencia de esa Asamblea de inspiración masónica, utilizando el término en el sentido en que lo interpretaría vuestra audiencia: "Os corresponde aquí proclamar los derechos y deberes fundamentales del hombre, su dignidad y su libertad, y sobre todo su libertad religiosa. Somos conscientes de que sois los intérpretes de todo lo que es supremo en la sabiduría humana. Casi diríamos: de su carácter sagrado. Porque vuestra preocupación es ante todo la vida del hombre, y la vida del hombre es sagrada: nadie puede atreverse a interferir en ella".

La "sabiduría" de esa Asamblea -vuestros Predecesores la habrían calificado más bien de delirio- afirma que el hombre es libre y que esa libertad es sagrada. Que nada en esta tierra es más grande, que ningún Dios en lo Alto puede imponer Su Regla sobre la libertad del hombre, ni ningún hombre ejercer autoridad sobre otro, para enseñarle o gobernarle, para juzgarle o incluso castigarle en nombre de Dios. Y esto es lo que Vos reconocéis como el primero y más importante de los "Derechos del Hombre", hablando tanto en vuestro propio nombre como también -como si se os hubiera confiado un cheque en blanco- en nombre del Concilio.

Este nuevo liberalismo ya había aparecido, aunque algo disimulado, en vuestro mensaje radiofónico para la Navidad de 1964 y en su Alocución del 26 de junio de 1965. Lo único que los fieles podrían deducir de ello está contenido en esta frase: "Esta importante doctrina puede resumirse en estas dos proposiciones: que en materia de fe nadie debe ser impedido, y nadie debe ser forzado. Nemo impediatur, Nemo cogatur". Toda coacción debe ser desterrada de este dominio en el que, según Vos, sólo el amor manda. Toda autoridad pública que pretenda intervenir "se arroga el derecho de penetrar en un ámbito que no es de su competencia". Pero Vos permitiríais que las exigencias del orden público impusieran restricciones a esta libertad individual; ¡al hacerlo estáis sometiendo la religión al control de la policía del Estado! Y esta convicción que Vos mismo habéis profesado y que habéis impuesto de antemano al Concilio, cuando éste aún estaba seriamente dividido sobre la cuestión, es una convicción que vuestros predecesores siempre habían condenado. Es porque somos fieles a vuestro Magisterio que nos hemos negado desde el principio a aceptarla.


EL ECLIPSE DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Como parte de la aplicación de este liberalismo de nuevo cuño, renunciáis al ejercicio de vuestro Supremo Magisterio. Nos decís que el hombre es libre en materia de religión y por eso pensáis que es mejor no hacer uso de la autoridad para decirle la Verdad sobre Dios. Ya el 29 de septiembre de 1963 desviasteis al Concilio de toda idea de promulgar "definiciones dogmáticas", o "formulaciones solemnes". La razón por la que deseabais renunciar al ejercicio de esta autoridad queda clara en vuestras palabras: "No deseamos convertir nuestra Fe en causa de polémica contra nuestros hermanos separados" (Discursos al Concilio - En francés, publicaciones Centurion, p.117)

Del mismo modo, vuestra Encíclica Ecclesiam Suam no reivindica ninguna autoridad vinculante: "Esta, nuestra encíclica, no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales".  ¿Cuál es entonces su finalidad? "queremos tan sólo, con este nuestro escrito, cumplir el deber de descubriros nuestro ánimo, con la intención de dar a la comunión de fe y de caridad que afortunadamente existe entre nosotros una mayor cohesión y un mayor gozo". Pero esta actitud esencialmente liberal o permisiva quita carácter vinculante incluso a las más solemnes de sus enseñanzas en materia de dogma o de moral. ¿Qué sentido tiene un Credo si no se considera infalible? ¿O de una Encíclica Humanae Vitae si no va acompañada de ninguna obligación o sanción? Y hoy, cuando nuestros teólogos se pronuncian a favor del aborto, es cierto que Vos os pronunciáis muy firmemente contra él, pero en el marco de un discurso dirigido a los juristas, en lugar de condenar definitivamente a esos asesinos de niños y excomulgar a los teólogos que se hacen sus cómplices. ¡Tenéis tanto miedo de coartar la "sagrada libertad del hombre" de pensar y hacer lo que quiera, que no estáis dispuesto a hablar a ningún ser humano con la Autoridad de Dios!

El mismo espíritu permisivo os llevó a abolir el Juramento Antimodernista ordenado por San Pío X y en vigor desde 1910 hasta nuestros días, y la Profesión de Fe del Concilio de Trento, introducida por Pío IV y en vigor desde entonces. Su nueva fórmula está redactada de tal manera que no puede avergonzar a nadie y, de hecho, nadie la toma en serio. Su única función era encubrir la abolición de las demás. ¡Bajo Pablo VI, sois libres de pensar como queráis, en cualquier nivel de la Jerarquía!

Por otra parte, creyéndoos iluminado por el Espíritu Santo, no habéis temido atribuir a vuestros dichos y a los del Concilio una cierta forma de infalibilidad extracanónica, o de supuesta inspiración divina. Esto no tiene ninguna base legal, y de hecho no pretendéis fundarlo en vuestra propia autoridad, sino más bien en una fuerza de amor que no obliga por obligación, ¡sino porque su poder es irresistible! Más tarde, lo expresasteis con palabras: que veíais la conciliación entre la obediencia y la libertad individual, no en la Autoridad divina y en la Verdad infalible de la doctrina, sino en el amor (Discurso pronunciado el 16 de octubre de 1968). Este es el resultado de vuestro inmanentismo.


NO MÁS PROHIBICIONES NI EXCOMUNIONES

Habiendo proclamado la Libertad Religiosa como un derecho sagrado e inalienable del hombre, ya no podéis -de hecho no queréis hacerlo- ejercer ningún poder legislativo, judicial o coercitivo ni siquiera dentro de la Iglesia. Preferís ser amado antes que obedecido, y encantar antes que mandar.

No veis nada que deba ser suprimido; no os preocupa "desarraigar de la Iglesia determinadas herejías y generales desórdenes que, gracias a Dios no existen en su seno" (Ecclesiam Suam, n. 21) ¿Pero existen, seguramente, dentro de la sociedad secular? Ciertamente. "La Iglesia... podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse, anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos... Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo" (Ecclesiam Suam, n. 37)

El 17 de febrero de 1969, habéis admitido que en la Iglesia existían graves errores y serios desórdenes. Pero incluso entonces, preferisteis dejar que las cosas siguieran su curso: "Sería fácil, e incluso quizás nuestro deber rectificar... pero... " Pero... dejaríais que "el buen pueblo de Dios lo hiciera por sí mismo"; ¿y por qué? "Habréis notado, mis queridos amigos", dijisteis, "hasta qué punto el estilo de Nuestro gobierno de la Iglesia busca ser pastoral, fraternal, humilde en espíritu y forma. Por eso, con la ayuda de Dios, esperamos ser amados(Discurso al clero romano).

El 9 de julio de ese mismo año, anunciasteis una nueva etapa en la liberalización de la disciplina eclesiástica: "Estamos a punto de asistir a un período de mayor libertad en la vida de la Iglesia y, por lo tanto, en la de cada uno de sus hijos. Esta libertad significará menos obligaciones formales y menos inhibiciones interiores. Se reducirá la disciplina formal, se abolirá toda tiranía... Toda forma de intolerancia y absolutismo será igualmente abolida". Y así, en el momento de la más grave crisis de Fe y Moral, inauguráis la anarquía de una "sociedad permisiva" ¡donde todos son libres de seguir los deseos e impulsos de su conciencia privada!

Por la misma razón decidisteis, muy pronto, reformar la Curia, el Santo Oficio en particular (Discurso al Consejo del 18 de noviembre de 1965). El 15 de junio de 1966 se suprimió el Índice. Pronto el Santo Oficio cambió de nombre y de función: ¡ya no condenaría, sino que se dedicaría a la investigación constructiva! El tiempo de los interdictos y de las excomuniones había pasado. Por eso tuve todas las dificultades del mundo para obtener mi petición de ser "juzgado" por Roma, porque "eso ya no se hacía", como me explicó el cardenal Lefebvre.


DIÁLOGO: "LA IGLESIA ENTABLA CONVERSACIÓN"

La nueva forma de contacto religioso, tanto entre los que están dentro de la Iglesia como entre la Iglesia y los que están fuera, es la del diálogo. A vuestros ojos, pronto se convertiría en el único medio lícito de tal contacto. Vos lo anunciáis en Ecclesiam Suam como la gran novedad de vuestro Pontificado y, de hecho, como la forma del apostolado de la Iglesia en esta nueva etapa de su historia. ¿Cuál es la gran novedad? Que el diálogo excluye toda apariencia de autoridad, superioridad u obligación o, como preferís decir despectivamente, de "fanatismo, intolerancia o tiranía". Representa un intercambio de opiniones humano y fraternal, libre e igualitario: "es un arte de comunicación espiritual... el dialogo es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso" (Ecclesiam Suam, nº 38)

Afirmáis que ésta era también la manera de Nuestro Señor: "El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió,  les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la medida ... a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino que solamente por los caminos legítimos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil" (Ecclesiam Suam, n. 36)

En este punto, me opongo a que usted haya tergiversado el Evangelio, atribuyendo un significado falso a Marcos 10.21. Además, tal interpretación equivaldría a un error de interpretación. Además, tal interpretación equivaldría a condenar la enseñanza y la práctica de la Iglesia a lo largo de los siglos. Por último, sostengo que es un contrasentido "proclamar la verdad cierta" y la "salvación necesaria" a la manera de una "conversación ordinaria". "Muchas son las formas del diálogo de la salvación. Obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres" (Ecclesiam Suam, n. 39) Tales términos pondrían en mal lugar a todos los que, ardiendo en celo por la salvación de las almas, darían testimonio de Jesucristo como los Apóstoles y los Santos de Dios.

Claramente, el concepto es totalmente nuevo en la Iglesia: "Todo lo que pedimos es la libertad de profesar y proponer a aquellos que, con toda libertad, deseen recibirla, esta religión, este nuevo vínculo forjado entre los hombres y Dios por Jesucristo Nuestro Señor", es lo que habéis dicho en Belén. Vos extenderíais vuestro liberalismo incluso a Dios mismo. Ya no existe la única Religión Revelada, necesaria para la salvación, sino simplemente una entre muchas posibles, para aquellos que deseen elegirla.


LA RELIGIÓN DE DIOS ECLIPSADA POR LA LIBERTAD DEL HOMBRE

Si la Iglesia debe "entablar conversación" (Ecclesiam Suam, n. 36), ¿no implicará esto que renuncie, al menos por el momento, a su autoridad divina? ¿No es inevitable que, como parte de su estrategia o como estratagema, oscurezca hasta cierto punto el carácter absoluto de la Revelación y de nuestra Redención? Acercarse y establecer comunicación no es, diréis, sino el primer paso para convertir a los de fuera... ¿Pero no existe el peligro de que vuestro nuevo método de diálogo libre, en lugar de ser una preparación para la predicación y la polémica, para anunciar la necesidad de creer bajo pena de condenación, se convierta en un mero sustituto de éstas, y que nos quedemos con un mero intercambio de opiniones a un nivel puramente humano? ¡La discusión de gustos y puntos de vista individuales toma el lugar de la obra divina de la Gracia y la Verdad! Además, en vuestro deseo de agradar y halagar, concedéis a todos una parte de la verdad, dejándoles pensar que nosotros también debemos estar equivocados en alguna medida. Cuando se admite a todos los efectos que todas las opiniones religiosas tienen derechos y respetabilidad, incluso un cierto valor, y que deben ser objeto, no de condena, sino de discusiones de buen grado, entonces la buena voluntad humana tiene prioridad sobre la verdad divina, al menos en un plano puramente práctico.

Tal política en el plano práctico conduce inevitablemente a la aceptación de su contrapartida teórica. Antes de esta Encíclica, la Fe era algo absoluto, y la incredulidad un desastre. De ello dependía la salvación eterna de las almas y también el bienestar temporal de la humanidad. Quien cree en el Infierno eterno y, más aún, en la Bienaventuranza del Cielo, quien cree en Jesús Crucificado, y que sin Él nada podemos hacer, no trata estos misterios como objetos de mera charla casual. Enseñará la doctrina sagrada con autoridad, polemizará con la herejía y preferirá usar la fuerza de las leyes para ayudar a los hombres a conocer la verdad y a guardar la Fe, a convertirse y a llevar vidas virtuosas, antes que dejarlos ir a su condenación, y al mundo a su ruina, en aras del "liberalismo".

Vos, en cambio, por vuestra exaltación de la libertad humana y por vuestra búsqueda constante de lo que halaga a los hombres en su error e incluso en su rebelión, habéis llegado a exagerar la importancia de las disposiciones subjetivas a expensas de los Derechos de Dios. Si permitís que la Fe cristiana se convierta -al menos a todos los efectos- en una opinión entre muchas, entonces dejará de regir sobre el mundo de los hombres. Su cualidad objetiva se nublará. La distinción entre el Cielo y el Infierno, entre la Gracia de Dios y Su Maldición, entre la piedad y la impiedad, palidecerá hasta la insignificancia. Bien puede defenderse de antemano contra la crítica cuando dice: "El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar" (Ecclesiam Suam, nº 40), pero vuestro diálogo está destinado a conducir al irenismo, al sincretismo y, finalmente, al escepticismo, precisamente porque da una cualidad relativa a la Verdad Absoluta de Dios.

El resultado es aumentar el orgullo del hombre, pues con vuestro diálogo le habéis invitado a hacerse juez de las cosas divinas. Desde el momento en que proclamasteis el diálogo como el único instrumento lícito del apostolado, el mundo del cristianismo comenzó a temblar en sus cimientos: en lugar de ser Dios el Juez reconocido del hombre, ahora es el hombre el llamado a juzgar a Dios. Y así vuestra heteropraxia conduce a la heterodoxia del Culto al Hombre.


2. Heteropraxia: el culto al hombre

En los Discursos que habéis dado en la Cuarta Sesión del Concilio, vemos cómo vuestra simpatía por el hombre, y vuestro deseo de comprenderlo y encontrarlo a medias, de respetarlo, admirarlo y amarlo, eran “apostólicos” y “pastorales”, y se han convertido en un verdadero culto al hombre mismo.


EL AMOR POR EL HOMBRE

El 14 de septiembre de 1965 expresasteis el amor de la Iglesia por el hombre en términos muy extraños: “¿Y qué hacía la Iglesia en aquel momento concreto? se preguntará el historiador; y la respuesta será: La Iglesia estaba llena de amor... El Concilio pone ante la Iglesia, ante nosotros en particular, una visión panorámica del mundo: ¿cómo puede la Iglesia, cómo podemos nosotros mismos, hacer otra cosa que contemplar este mundo y amarlo?”. Será uno de los actos principales de la Sesión que ahora comienza a mirar el mundo: una vez más, y sobre todo, el amor; amor a los hombres de hoy, sean quienes sean y dondequiera que estén, amor a todos... El Concilio es un acto solemne de amor a la humanidad. Que Cristo venga en nuestra ayuda, para que así sea”.

¿Qué hay de nuevo en este amor? Que adora a su objeto. Es un amor que no tiene en cuenta la Verdad de Dios, ni Su Ley, ni Su Gracia, sino que considera al hombre y al mundo como dignos de admiración, servicio y devoción por derecho propio. Como citáis, una vez más, Marcos 10.21, debo protestar por esta mala aplicación repetida. Jesús realmente amaba al joven rico, porque este último era uno de los pocos seres humanos que podía afirmar que siempre había observado la ley de Dios. ¿Se aplica esto al mundo de hoy? Y porque lo ama, Jesús le propone la mayor perfección de los Consejos evangélicos. Esto le duele al hombre, y se aleja, pues permanece apegado a los bienes de este mundo. Nada hay aquí que justifique la adulación que hacéis característica de la Iglesia Conciliar.

Este es el amor idólatra que llevó a proclamar la Libertad Religiosa como derecho fundamental y absoluto del hombre. Digo absoluto, porque no me parecen dignas de mención las limitaciones que podría imponerle la autoridad. El mismo amor condujo a la promulgación de la notoria Constitución Pastoral sobre La Iglesia en el Mundo Actual, a la que Vos os referís como “la culminación del Concilio”, totalmente inspirada en el culto del Hombre, “el vértice de la naturaleza”.


FE Y CONFIANZA EN EL HOMBRE

Tal amor no conoce restricciones porque ya no depende ni está controlado por el amor de Dios, y pronto se convierte en idealización e idolatría de su objeto. Esto vale en vuestro caso como en cualquier otro, y os lleva, en vuestra ciega y desenfrenada pasión, a predicar una fe y una confianza en el hombre que son poco menos que absurdas. Así, el 2 de diciembre de 1970, habéis dicho a los periodistas en Sydney:
“Porque tenemos fe en el Hombre. Creemos en el bien que yace en el fondo de cada corazón, sabemos que en el fondo de los maravillosos esfuerzos del hombre están los motivos de la justicia, la verdad, la renovación, el progreso y la fraternidad, incluso cuando van acompañados de disensión o, a veces, lamentablemente, de violencia. Es vuestra tarea, no halagarlo, sino ayudarlo a tomar conciencia de su verdadero valor y su verdadero potencial. Depende de vosotros plantar en el hombre las semillas de este ideal, no para perseguir intereses egoístas que, en última instancia, solo lo reducen y, a veces, lo degradan, sino un ideal en virtud del cual puede alcanzar la verdadera estatura de criatura hecha a imagen de Dios, que quiere que apunte cada vez más alto, para construir juntos una ciudad de fraternidad que todos anhelan y a la que todos tienen derecho... La Iglesia Católica, en particular desde el impulso que le dio el Aggiornamento Conciliar, sale al encuentro de este mismo hombre a quien es vuestra ambición servir”.
¿No está escrito: “¡MALDITO EL HOMBRE QUE CONFÍA EN EL HOMBRE, EL QUE HACE DE LA HUMANIDAD MORTAL SU FUERZA, PERO CUYO CORAZÓN SE APARTA DEL SEÑOR!” (Jeremías 17: 5)? Y otra vez, “PORQUE SIN MÍ NADA PODÉIS HACER” (Jn 15: 5)? ¿Pero lo alentaríais a apuntar cada vez más alto, a superarse a sí mismo... quizás incluso a buscar ser igual a Dios?


EL CULTO AL HOMBRE QUE SE HACE DIOS

Sí, Santísimo Padre, fuiste Vos quien, en ese día histórico del 7 de diciembre de 1965, dirigiéndoos a todo el Concilio reunido, pronunciasteis un Discurso como ningún otro en los anales de la Iglesia y como ningún otro que haya de venir, un Discurso que entronizó dentro de la Iglesia de Cristo, el CULTO DEL HOMBRE:
“Sí, la Iglesia del Concilio se ha preocupado, no sólo de sí misma y de su relación de unión con Dios, sino del hombre, del hombre tal como es hoy: hombre vivo, hombre envuelto en sí mismo, hombre que se hace no sólo el centro de todos sus intereses, sino que se atreve a afirmar que él es el principio y la explicación de toda la realidad

.....

El humanismo secular, revelándose en su horrible realidad anticlerical, ha desafiado en cierto sentido al concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios.

¿Y que pasó? ¿Hubo un choque, una batalla, una condena? Podría haberlo, pero no lo hubo. La vieja historia del samaritano ha sido el modelo de la espiritualidad del concilio. Un sentimiento de simpatía sin límites lo ha impregnado todo. La atención de nuestro concilio ha sido absorbida por el descubrimiento de las necesidades humanas (y estas necesidades crecen en proporción a la grandeza que el hijo de la tierra reclama para sí).

Pero hacemos un llamamiento a los que se autodenominan humanistas modernos, y que han renunciado al valor trascendente de las realidades más elevadas, para que den crédito al concilio al menos por una cualidad y reconozcan nuestro propio nuevo tipo de humanismo: nosotros también, de hecho, nosotros más que nadie, honramos a la humanidad”.
Esto muestra cómo vuestra heteropraxia se está deslizando hacia una heterodoxia a la que debo referirme no tanto como herejía sino como apostasía. ¡Y todo gracias a vuestra generosidad apostólica! Contra todos los sabios consejos y enseñanzas infalibles de vuestros Predecesores, jugáis al “Buen Samaritano”, asintiendo de buen grado a cada uno de sus hermanos… Y en vuestro amor desenfrenado os hacéis amigo del Goliat del Mundo Moderno, arrodillándoos ante el Enemigo de Dios que solo siente odio y desafío por Vos. ¡En vez de luchar, como David, contra el Adversario, os expresáis lleno de amor por él, lo halagáis y termináis a su exclusivo servicio! Vuestra caridad hacia el Enemigo de Dios se convierte en adoración y servicio, hasta el punto de rivalizar con él en su error y blasfemia.

¡Pues os habéis aliado con el Hombre-que-se-hace-dios! Vos competís con los humanistas ateos ebrios de orgullo de nuestros días en el culto al hombre. Basta leer de nuevo este HIMNO A LA GLORIA DEL HOMBRE que entonasteis con motivo de uno de los viajes a la Luna y que es una parodia blasfema del HIMNO A CRISTO REY DE LOS SIGLOS (Ángelus, 7 de febrero de 1971):
¡Honor al hombre!

Honor a su pensamiento; honor a su conocimiento científico;

Honor a su habilidad técnica; honor a su obra;

Honor a la resistencia humana;

Honor a esa combinación de actividad científica y organización por la cual el hombre, a diferencia de los demás animales, puede investir su espíritu y su destreza manual con instrumentos de conquista;

¡HONRA AL HOMBRE, REY DE LA TIERRA Y HOY PRÍNCIPE DE LOS CIELOS!

Honrad a nuestro ser viviente, en el que se refleja la imagen de Dios y que, en su triunfo sobre la materia, obedece al mandato bíblico: creced y dominad”.
Fue en una ocasión similar que dijisteis:
“El hombre es a la vez gigante y divino, en su origen y en su destino. Honra, pues, al hombre, honra a su dignidad, a su espíritu, a su vida” (13 de julio de 1969)

DIOS HECHO HOMBRE DA PASO AL HOMBRE QUE SE HACE DIOS A SÍ MISMO 

Vos, ciertamente, hacéis referencias a Dios e incluso, de paso, a Cristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, en ese fantástico discurso del 7 de diciembre de 1965. Pero no tenéis nada que decir sobre la Cruz de Cristo, ni sobre el don del Espíritu Santo, ni sobre la Gracia Bautismal, ni siquiera sobre todo el tesoro de los Misterios de la Fe que son la Verdad, la Vida y la Virtud de la Iglesia Católica.

El fin es siempre el hombre... “¿No sería, en definitiva, una enseñanza sencilla, nueva y solemne amar al hombre para amar a Dios? Amar al hombre, decimos, no como un medio sino como el primer paso hacia la meta final y trascendente que es la base y la causa de todo amor”... “cómo en todos podemos y debemos reconocer el semblante de Cristo”, como nos decís citando a Mat. 25: 40 fuera de contexto, y por lo tanto, “el rostro del Padre Celestial” y así contempláis a Dios en el hombre. Y decís triunfalmente: “Nuestro humanismo se convierte en cristianismo, nuestro cristianismo se centra en Dios; de tal manera que podemos decir, por decirlo de otra manera: el conocimiento del hombre es una condición previa para el conocimiento de Dios”.

Pero, salvando vuestro respeto, Santísimo Padre, ¡esto es ciertamente idolatría! Y quisiera preguntaros si no habéis cedido a esa tercera especie de tentación, la de hacer un trato con Satanás, a la que Jesús resistió con esas palabras que son vuestra condena: “¡Fuera Satanás! Porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás”. Jesús se negó, incluso para que todos los reinos de la tierra aceptaran su gobierno, a rendir a nadie más el homenaje que sólo pertenece a Dios. Mientras que Vos, para ganar al mundo, con el fin, sin duda, de hacerlo más dispuesto a esa conversión de la que está necesitado, os atrevéis a proclamar, en nombre de toda la Iglesia y del más grande Concilio de todos los tiempos, vuestra simpatía por el hombre en sus esfuerzos por hacerse dios, y a declarar vuestro propio homenaje al Hombre.

Comparad este Discurso con el de San Pío X en su primera Encíclica que sirvió también como modelo de su pontificado:
“Cuando se considera todo esto, hay buenas razones para temer que esta gran perversidad pueda ser como un anticipo, y quizás el comienzo de esos males que están reservados para los últimos días; y que puede estar ya en el mundo el "Hijo de Perdición" de quien habla el Apóstol (II. Tes. 2: 3). ¡Tal es, en verdad, la audacia y la ira empleadas en todas partes para perseguir la religión, combatir los dogmas de la fe, en un esfuerzo descarado por desarraigar y destruir todas las relaciones entre el hombre y la Divinidad! Mientras que, en cambio, y esto según el mismo apóstol es la marca distintiva del Anticristo, el hombre se ha puesto con infinita temeridad en el lugar de Dios, elevándose por encima de todo lo que se llama Dios; de tal manera que, aunque no puede extinguir por completo en sí mismo todo conocimiento de Dios, ha despreciado la majestad de Dios y, por así decirlo, ha hecho del universo un templo en el que él mismo ha de ser adorado. 

De ahí se sigue que, restaurar todas las cosas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a la sumisión a Dios es un mismo objetivo. A esto, entonces, Nos corresponde dedicar Nuestro cuidado: llevar a la humanidad de regreso al dominio de Cristo; hecho esto, lo habremos devuelto a Dios” (E Supremi Apostolatus, 4 de octubre de 1903)
La enseñanza y los sentimientos expresados ​​aquí son totalmente diferentes, ¿no es así? – en su inspiración y ciertamente en su ESPÍRITU. San Pío X, a quien tenéis poco afecto y a quien evitáis citar, aun cuando tal cita os resultaría imperativa. San Pío X predicó a Cristo de acuerdo con la plenitud de la Fe y la Ley Católica. Él resistió la tentación de Satanás y emprendió valientemente la batalla contra él... Y Vos, Santísimo Padre? Vuestro liberalismo ha pasado del ámbito pastoral al doctrinal, y del plano práctico al teórico. ¿Lo habéis hecho deliberadamente? Ya era prueba de la mayor temeridad pasar por encima de las condenas de vuestros predecesores para adoptar esta política liberal, incluso con las mejores intenciones apostólicas. Pero tomado en todo su contexto, parece más bien que, habiendo cedido primero a la segunda de las tres tentaciones, la de tentar a Dios por temeridad, os habéis dejado caer en la tercera, que consiste en abandonar a Dios para servir a Satanás, de modo que acabáis adorando al hombre que se pone en el lugar de Dios – y esto es una marca del Anticristo.

Vos anunciasteis este nuevo Credo el 7 de diciembre de 1965, en presencia de los obispos de todo el mundo. Hasta qué punto estos fueron desatentos, o vuestros cómplices, o fascinados por Vos, no lo sé. Pero la Santa Madre Iglesia no puede, nunca podrá suscribir tal filosofía. Aquel día marcó el punto de no retorno en el camino que se aleja de la Iglesia de Cristo para dirigirse hacia esa otra Iglesia que es verdaderamente la vuestra: la Antiiglesia o Sinagoga de Satanás, donde el hombre se hace a sí mismo Dios. Pero mientras tanto, por indiferencia o cobardía de los hombres, seguís en el Trono de Pedro, en calidad de Juez Supremo de la Iglesia. La acusación capital que os hacemos se refiere a vuestro liberalismo y a vuestro culto al hombre, que sostenemos es blasfemo, herético, cismático y finalmente apóstata. La decisión os corresponde a Vos, que seguís siendo el Vicario de Jesucristo en la tierra. Juzgad Vos mismo y, si he mentido, apartadme de la Iglesia. Pero Vos sabéis que no estoy mintiendo. Si he dicho la verdad, ¡apartaos de este Sagrado Cuerpo que habéis traicionado!


Herejía

¿Qué ha hecho posible que la herejía haya irrumpido en la Iglesia en la escala en que lo ha hecho en los últimos diez años? Sin duda alguna, el llamamiento hecho por primera vez el 11 de octubre de 1962, y repetido a menudo por Vos mismo desde entonces, en favor de un nuevo lenguaje, de nuevas formulaciones que hicieran la fe católica accesible al hombre moderno y aumentaran su credibilidad para él (¡el concepto aparece también en el Credo y en el Mysterium Fidei!). Bajo el paraguas de este vasto "aggiornamento" doctrinal, todas las herejías del mundo pudieron salir a la luz sin riesgo de ser suprimidas, pues ¿acaso no se había prometido total libertad e inmunidad a los "cristianos investigadores"? A los eruditos y teólogos se les había permitido imprudentemente dar rienda suelta a sus ideas (Discurso pronunciado en la Universidad de Santo Tomás, Manila). Como si en realidad se quisiera provocar un drama, se eligió el momento en que la improvisación y la inventiva creativa estaban ya muy extendidas, cuando se había puesto de moda cambiarlo todo, para la abrogación de aquellos instrumentos e instituciones cuya tarea era salvaguardar la doctrina. La autoridad cedía, la regla y el orden quedaban abolidos. El resultado no podía ser otro que el desenfreno.

Seguramente, si os hubieras sentido fuertemente comprometido con la ortodoxia de la Fe, ¡no la habríais dejado caer tan bajo! De hecho, muchas de vuestras acciones sólo pueden explicarse suponiendo que tenéis cierto miedo a la ortodoxia, en varios aspectos, y una aversión sincera por el Magisterio Ordinario y por las enseñanzas de vuestros Predecesores. Es porque Vos mismo sois culpable de herejía que estáis tan interesado en liberar a la Iglesia del yugo de la Fe Católica. Es porque Vos mismo merecéis ser condenado que no sois capaz ni estáis dispuesto a condenar a nadie.

Por otra parte, persistís en tolerar, incluso proteger y apoyar, a menudo en oposición a los leales servicios de vuestra Curia Romana, a todos los propagadores de herejías hoy en día, incluso cuando no compartís sus errores; porque las diversas herejías tienen una especie de simpatía mutua entre sí, y su oposición común a la Fe las une más fuertemente de lo que sus diferencias individuales las separan. Así, sentís una solidaridad indirecta hacia todos los propagadores de herejías y, al daros cuenta de que cuentas con su apoyo, os hacéis su cómplice y les das la protección de vuestra Soberanía.

Nota de la Redacción: Dada la extensión de este documento, sera publicado en 6 capítulos.



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