CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO VII
DE LA PREPARACIÓN PARA ORAR
Dícesenos en las Divinas Letras: Antes de la oración prepara tu alma, y no quieras ser como el hombre que tienta a Dios. Porque tienta a Dios el que pidiendo bien, obra mal; y hablando con Dios, está su alma muy extraviada de las peticiones. Por esto importa tanto que haga cada uno oración a Dios con la disposición debida, enseñarán los Párrocos a sus devotos oyentes en qué manera deben orar. Será pues el primer paso para la oración un ánimo verdaderamente humilde y rendido, junto con un reconocimiento tan grande de sus pecados, que por ellos entienda el que se llega a Dios, que no solo es indigno de alcanzar cosa alguna de su Majestad; sino también de parecer en su presencia para hacer divina oración. De esta preparación hacen memoria muchísimas veces las Divinas Letras, como cuando dicen: Miró el Señor la oración de los humildes, y no menospreció los ruegos de ellos. Y: La oración del que se humilla, penetrará las nubes. Pero a los Pastores eruditos se ofrecerán innumerables textos que vengan a este caso: Por lo cual sobreseemos de la alegación de muchos, por no ser necesaria. Pero no omitiremos ni aún en este lugar aquellos dos ejemplos, que ya tocamos en otro; porque son muy acomodados para este asunto. Uno es aquel tan sabido del Publicano, que estando a lo lejos, no osaba levantar los ojos de la tierra. Otro el de aquella mujer pecadora, que traspasada de dolor, regó con sus lágrimas los pies de Cristo Señor nuestro. Uno y otro declara el gran peso que da a la oración la humildad cristiana.
A esto se sigue cierta congoja nacida de la memoria de los pecados; o por lo menos algún sentimiento de dolor, por el motivo de que no nos podemos doler. Porque si el penitente no pone estas dos cosas, o a lo menos la segunda, no puede conseguir el perdón.
Y porque hay ciertas maldades, que en gran manera impiden nos conceda el Señor lo que pedimos en la oración, como son homicidios y violencias, deben abstenerse las manos de estas crueldades y arrojos. Acerca de esto dice así el Señor por boca de Isaías: Cuando extendiereis vuestras manos, apartaré mis ojos de vosotros; y cuando multipliquéis la oración, no os oiré; porque vuestras manos están llenas de sangre.
También se debe huir de la ira y discordia, que impiden muchísimo el que las oraciones sean bien despachadas. Sobre lo cual dice así el Apóstol: Quiero que los hombres hagan oración en todo lugar, levantando las manos puras a Dios sin iras y sin contiendas.
Se ha de mirar además de esto, que no nos hagamos implacables a ninguno en las injurias. Porque con tales afectos nunca nuestras oraciones podrán recabar con Dios que nos perdone. Cuando os pusieres a orar, dice el mismo Señor, perdonad, si tenéis que; pues si no perdonares a los hombres, ni vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.
También se ha de cuidar, que no seamos duros e inhumanos con los menesterosos. Porque contra tales hombres está escrito: El que tapa sus oídos al clamor del pobre, él clamará, y no será oído.
¿Y qué diremos de la soberbia? La cual ofende a Dios en tan grado como lo testifica aquella voz: Dios resiste a los soberbios, más a los humildes da su gracia.
¿Qué del menosprecio de las palabras divinas? Contra este dice Salomón: El que aparta sus oídos para no oír la ley, la oración de él será abominable. Pero no se excluye aquí pedir a Dios por las injurias que hicimos, o por el homicidio, por la ira, por la dureza con los pobres, por la soberbia, y menosprecio de la palabra de Dios; y en fin, por todos los demás pecados, pidiendo y suplicando el perdón de ellos.
También es necesaria la fe para esta preparación del alma. Porque si falta, ni se tiene conocimiento de la omnipotencia del Padre celestial, ni de su misericordia, siendo así que de ellas nace la confianza del que pide; como el mismo Cristo Señor nuestro lo enseñó cuando dijo: Cuantas cosas pidieres en oración, creyendo, las recibiréis. De esta fe escribe así San Agustín: Si falta la fe, pereció la oración. Es pues lo principal para orar bien, como ya queda dicho, que estemos firmes y fijos en la fe; lo que por lugar contrario mostró el Apóstol diciendo: ¿Cómo pues invocarán a aquel en quien no creyeron? Y así conviene creer para poder orar, y también para que no nos falte la misma fe, con la cual oramos fructuosamente. Porque la fe es la que derrama las peticiones; y estas hacen que, desechada toda duda, sea firme y constante la fe. Conforme a esto exhortaba San Ignacio a los que llegan a orar a Dios diciendo: No estéis en la oración con ánimo dudoso. Dichoso el que no dudare. Por lo tanto, para alcanzar de Dios lo que queremos, es importantísima la fe y la esperanza cierta de conseguirlo; como lo previene el Apóstol Santiago por estas palabras: Pida con fe sin ninguna desconfianza.
Muchas son las cosas por las que debemos confiar en este ejercicio de la oración. Una es aquella voluntad y benignidad de Dios tan declarada para con nosotros, que nos manda que le llamemos Padre, para que entendamos que somos hijos suyos. Otra el número casi infinito de los que por la oración alcanzaron de Dios lo que pidieron. Y sobre todo aquel Sumo Rogador Cristo Señor nuestro, que siempre está pronto para ayudarnos; de quien dice así San Juan: Si alguno pecare, como Abogado tenemos ante el Padre a Jesucristo justo y este es la propiciación por nuestros pecados. Y el Apóstol San Pablo dice: Cristo Jesús, que es el que murió, y además el que resucitó, y el que está sentado a la diestra de Dios, y el que también aboga por nosotros. Y a Timoteo dice también: Un Dios y un Medianero entre Dios y los hombres, y hombre también Jesús Cristo. Además de esto escribe a los Hebreos: Por donde debió asemejarse en todo a los hermanos; para que se hiciese misericordioso y fiel Pontífice para con Dios, para que le aplacase por los pecados del pueblo. Y por esto aunque nosotros seamos indignos de alcanzar cosa alguna, sin embargo por la dignidad de tan gran Medianero y Rogador como Jesucristo, debemos esperar y confiar en gran manera, que nos ha de conceder Dios cuantas cosas pidamos por él en el modo debido.
Últimamente el Autor de nuestras oraciones es el Espíritu Santo, con cuya dirección es necesario que sean oídas nuestras peticiones. Porque hemos recibido el espíritu de adopción de hijos de Dios, por el cual clamamos Padre, Padre. Y este mismo espíritu ayuda nuestra flaqueza e ignorancia en este ejercicio de orar. Y aún él mismo, dice el Apóstol, pide por nosotros (esto es, nos hace pedir) con gemidos inexplicables.
Y Si alguna vez titubean algunos, y no se sienten bastantemente firmes en la fe, válganse de aquella voz de los Apóstoles: Señor, auméntanos la fe. Y de la de aquel Padre: Ayuda, Señor, mi incredulidad. Pero entonces señaladamente alcanzaremos de Dios cuanto deseamos fortalecidos así en la fe, como en la esperanza, cuando conformásemos nuestros pensamientos, acciones y oraciones con la ley y voluntad de Dios. Porque dice: Si permaneciereis en mí, y mis palabras permanecieren en vosotros, todo cuanto quisiereis, pediréis, y hacerse ha. Aunque para poder alcanzar de Dios todas las cosas, lo que principalmente se requiere, como dijimos antes, es olvidar las injurias, y amar y hacer bien a los prójimos.
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