martes, 5 de noviembre de 2024

DE CÓMO LA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA ES LA VERDADERA REGLA DE FE (25)

¿Cuál es esa regla de fe a la cual debemos conformarnos para fijar nuestras creencias? ¿Cuál es la verdadera regla de fe?

Por Monseñor De Segur (1862)


Entendiéndose por regla de fe aquella, según la cual los cristianos admiten tal o cual doctrina y rechazan tal o cual otra. Ahora bien. ¿Cuál es esa regla de fe a la cual debemos conformarnos para fijar nuestras creencias? ¿Cuál es la verdadera regla de fe?

En esto, como en todo, los protestantes están en desacuerdo con la Iglesia Católica. Mil quinientos años después de la predicación de los Apóstoles, descubrió Lutero en su cabeza, que todo el mundo se había equivocado hasta entonces y que la verdadera, la única regla de fe para los cristianos, era la Biblia. Todos los protestantes admiten este principio, que yo examinaré más adelante. Por ahora veamos lo que todos los cristianos han creído desde los tiempos de los Apóstoles, hasta el de Lutero, que es lo que nosotros creemos imitando a nuestros mayores, y que será lo que creerán los venideros hasta el fin de los tiempos. 

Nuestro Señor Jesucristo escogió doce hombres entre sus discípulos y los envió al mundo, para enseñar en su nombre la religión cristiana. “Todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra” -les dijo- “Id, pues, enseñad a todas las Naciones, instruyéndolas, para que guarden mis mandamientos. Predicad el Evangelio a toda criatura. El que os oye me oye y el que os desprecia me desprecia. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo”. Esta última palabra del Hijo de Dios, prueba claramente que la autoridad espiritual y la misión de los Apóstoles, deben permanecer en la Iglesia, como un ministerio perpetuo, hasta el fin de los siglos. Además es un hecho histórico irrecusable, que desde los Apóstoles hasta el día de hoy, los supremos Pastores de la Iglesia Católica, cuya sucesión remonta sin interrumpirse hasta San Pedro y sus colegas en el Apostolado, han ejercido y ejercen aun ese ministerio. 

Pero ¿cuál es ese ministerio? ¿Cuál es esa autoridad que viene del mismo Jesucristo por la que hombres que como tales hombres son falibles, nos enseñan infaliblemente e infaliblemente nos conducen por el camino de la salvación? Esa autoridad es la de la Iglesia, es decir la del Sumo Pontífice, sucesor de San Pedro, cabeza de la Iglesia; y la autoridad de los Obispos, que son los auxiliares del Papa, en la gran obra de la santificación de las almas. 

Esa autoridad divina si bien confiada a hombres, es la verdadera y la única regla de la fe. Así lo han creído los siglos cristianos, así lo han enseñado todos los Doctores y Padres de la Iglesia. Lo que debemos creer, es lo que el Papa y los Obispos enseñan; y lo que debemos rechazar, es lo que el Papa y los Obispos condenan y rechazan. Cuando una doctrina es dudosa, debemos dirigirnos al Tribunal del Papa y de los Obispos, para saber a qué atenernos respecto a ella; pues solamente de ese Tribunal, siempre vivo y siempre asistido por el Espíritu de Dios, pueden emanar los juicios exactos sobre las cosas de la Religión y particularmente sobre el verdadero sentido de las Santas Escrituras. 

Tal es la regla de fe para todos los verdaderos cristianos, regla de institución divina que ninguno puede rechazar a sabiendas, bajo la pena de perder su alma. Quien os desprecia me desprecia. Esto dijo Nuestro Señor Jesucristo, estableciendo aquel principio inmutable de unidad y de vida en su Iglesia. Gracias a ese principio, hace dieciocho siglos que los católicos han tenido y tienen una misma creencia. Los protestantes, al contrario, privados de esa regla divina, fluctúan, como dice San Pablo, a todo viento de doctrina; y a pesar de la Biblia que manosean con frecuencia, ellos creen hoy lo que negaban ayer, negarán mañana lo que creen hoy, y acaban por no creer nada absolutamente. 

Examinemos ahora con pocas palabras la pretensión protestante de sustituir a la autoridad, invariable y siempre viva de la Iglesia, un libro, divino sin duda, pero mudo e inanimado, como lo son todos los libros; libro que cada uno interpreta a su manera, sin que él pueda decir a nadie, porque no habla: “Detente que te engañas”.


Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.





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