EL CATECISMO DE TRENTO
ORDEN ORIGINAL
(publicado en 1566)
(9)
Introducción Sobre la fe y el Credo
ARTÍCULO IX:
“CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA; LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS”
Importancia de este artículo
Con qué gran diligencia deben los pastores explicar a los fieles la verdad de este noveno artículo, se verá fácilmente, si atendemos principalmente a dos consideraciones.
En primer lugar, como observa San Agustín, los Profetas hablaron más clara y abiertamente de la Iglesia que de Cristo, previendo que sobre esto podría errar y engañarse un número mucho mayor que sobre el misterio de la Encarnación. Porque en los siglos venideros no faltarían hombres perversos que, como el simio que quisiera pasar por hombre, pretendieran que sólo ellos eran católicos, y con no menos impiedad que descaro afirmaran que sólo con ellos está la Iglesia católica.
La segunda consideración es que aquel cuya mente esté fuertemente impresionada con la verdad enseñada en este artículo, escapará fácilmente del terrible peligro de la herejía. Porque no se ha de llamar hereje a una persona tan pronto como haya ofendido en materia de fe; sino que es hereje quien, habiendo desconocido la autoridad de la Iglesia, mantiene con pertinacia opiniones impías. Siendo, pues, imposible que nadie se infecte con el contagio de la herejía, mientras sostenga lo que este artículo propone creer, pongan los pastores toda diligencia para que los fieles, conocido este misterio y prevenidos contra las asechanzas de Satanás, perseveren en la verdadera fe.
Este artículo se basa en el anterior, pues, como ya se ha demostrado que el Espíritu Santo es la fuente y el dador de toda santidad, profesamos aquí nuestra creencia de que la Iglesia ha sido dotada por Él de santidad.
Primera parte de este artículo : “Creo en la Santa Iglesia Católica”
Los latinos, habiendo tomado prestada la palabra ecclesia (iglesia) de los griegos, la han transferido, desde la predicación del Evangelio, a las cosas sagradas. Se hace necesario, por lo tanto, explicar su significado.
“Iglesia”
La palabra ecclesia (iglesia) significa convocación. Pero los escritores la usaron posteriormente para significar una reunión o asamblea, tanto si las personas reunidas eran miembros de una religión verdadera como de una falsa. Así, en los Hechos se dice de la gente de Éfeso que cuando el secretario de la ciudad había apaciguado a una asamblea tumultuosa dijo: Y si demandáis alguna cosa, en legítima asamblea se puede decidir. Los Efesios, que eran adoradores de Diana (Artemisa), son así llamados una iglesia legal (ecclesia). Tampoco se llama iglesia (ecclesia) sólo a los gentiles que no conocían a Dios; con el mismo nombre se designan también a veces los concilios de los hombres malos e impíos. No me he reunido (ecclesiam) nunca con los impostores -dice el Profeta- ni he ido jamás con los hipócritas.
En el uso común de las Escrituras, sin embargo, la palabra fue empleada posteriormente para significar la sociedad cristiana solamente, y las asambleas de los fieles; es decir, de aquellos que son llamados por la fe a la luz de la verdad y al conocimiento de Dios, para que, habiendo abandonado las tinieblas de la ignorancia y el error, puedan adorar al Dios vivo y verdadero piadosa y santamente, y servirle de todo corazón. En una palabra, La Iglesia -dice San Agustín- consiste en los fieles dispersos por todo el mundo'.
Misterios que encierra la palabra “Iglesia”
Esta palabra encierra importantes misterios. Porque, en la vocación que significa, reconocemos a la vez la benignidad y el esplendor de la gracia divina, y comprendemos que la Iglesia es muy distinta de todas las demás sociedades. Otros organismos descansan sobre la razón y la prudencia humanas, pero la Iglesia descansa sobre la sabiduría y los consejos de Dios, que nos ha llamado interiormente por la inspiración del Espíritu Santo, que abre los corazones de los hombres; y exteriormente, a través del trabajo y el ministerio de pastores y predicadores.
Además, el fin de esta vocación, es decir, el conocimiento y la posesión de las cosas eternas, se comprenderá enseguida si recordamos por qué los fieles de la Antigua Ley se llamaban Sinagoga, es decir, rebaño, pues, como enseña San Agustín, se llamaban así porque, como el ganado, que se suele arrear junto, sólo miraban a los bienes terrestres y transitorios. Por lo tanto, el pueblo cristiano es llamado con justicia, no Sinagoga, sino Iglesia, porque, despreciando las cosas terrenas y pasajeras, sólo persigue las celestiales y eternas.
Otros nombres dados a la Iglesia en la Escritura
Muchos nombres, además, que están repletos de misterios, se han utilizado para designar al cuerpo cristiano. Así, el Apóstol la llama casa y edificio de Dios. Pero -dice a Timoteo- en caso que me tarde, te escribo para que sepas cómo debe conducirse uno en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios vivo, columna y sostén de la verdad. La Iglesia se llama casa, porque es, por así decirlo, una familia gobernada por un padre de familia, y que goza de una comunidad de todos los bienes espirituales.
Se la llama también rebaño de las ovejas de Cristo, de las que Él es la puerta y el pastor. Se llama la esposa de Cristo. Pues os he desposado con un solo esposo -dice el Apóstol a los Corintios- para presentaros como una virgen casta a Cristo; y a los Efesios: Maridos, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amó a la Iglesia; y del matrimonio: Este es un gran sacramento, pero hablo en Cristo y en la Iglesia.
Finalmente, la Iglesia es llamada el cuerpo de Cristo, como puede verse en las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses. Cada uno de estos apelativos tiene una influencia muy grande para excitar a los fieles a mostrarse dignos de la ilimitada clemencia y bondad de Dios, que los eligió para ser el pueblo de Dios.
Las partes de la Iglesia
Una vez explicadas estas cosas, será necesario enumerar las diversas partes que componen la Iglesia y señalar sus diferencias, a fin de que los fieles puedan comprender mejor la naturaleza, propiedades, dones y gracias de la amada Iglesia de Dios, y por ellas alaben sin cesar el santísimo nombre de Dios.
La Iglesia se compone principalmente de dos partes, la una llamada Iglesia triunfante; la otra, Iglesia militante. La Iglesia triunfante es la asamblea más gloriosa y feliz de los espíritus bienaventurados y de aquellos que han triunfado sobre el mundo, la carne y la iniquidad de Satanás, y ahora están exentos y a salvo de los problemas de esta vida y gozan de la bienaventuranza eterna. La Iglesia militante es la sociedad de todos los fieles que aún moran en la tierra. Se llama militante porque libra una guerra eterna contra esos enemigos implacables que son el mundo, la carne y el demonio.
Sin embargo, no debemos deducir que hay dos Iglesias. La Iglesia triunfante y la Iglesia militante son dos partes constituyentes de una Iglesia; una parte va delante, y ahora está en posesión de su patria celestial; la otra, sigue cada día, hasta que finalmente, unida a nuestro Salvador, descansará en una felicidad sin fin.
Los miembros de la Iglesia militante
La Iglesia militante se compone de dos clases de personas, los buenos y los malos, que profesan la misma fe y participan de los mismos Sacramentos, pero difieren en su modo de vivir y en su moralidad.
Los buenos son los que están unidos no sólo por la profesión de la misma fe y la participación de los mismos Sacramentos, sino también por el espíritu de gracia y el vínculo de la caridad. De ellos dice San Pablo: El Señor sabe quiénes son los suyos. Quiénes son los que componen esta clase también podemos conjeturar remotamente, pero de ningún modo podemos pronunciarnos con certeza. De ahí que Cristo Salvador no hable de esta porción de su Iglesia cuando nos remite a ella y nos manda oírla y obedecerla. Como esta parte de la Iglesia es desconocida, ¿cómo podríamos saber con certeza a qué decisión recurrir, a qué autoridad obedecer?
La Iglesia, por lo tanto, como atestiguan las Escrituras y los escritos de los Santos, incluye dentro de su redil a buenos y malos; y fue en este sentido que San Pablo habló de un solo cuerpo y un solo espíritu. Así entendida, la Iglesia se conoce y se compara con una ciudad edificada sobre un monte y visible desde todas partes. Como todos deben obedecer a su autoridad, es necesario que todos la conozcan.
Que la Iglesia se compone de buenos y malos lo aprendemos de muchas parábolas contenidas en el Evangelio. Así, la Iglesia militante, es comparada con una red echada en el mar, con un campo en el que se ha sembrado cizaña con el buen grano, con una era en la que el grano se mezcla con la paja, y también con diez vírgenes, algunas de las cuales eran prudentes y otras insensatas. Y mucho antes, trazamos una figura y semejanza de esta Iglesia en el arca de Noé, que contenía no sólo animales limpios, sino también inmundos.
Pero aunque la fe católica enseña uniforme y verdaderamente que los buenos y los malos pertenecen a la Iglesia, sin embargo la misma fe declara que la condición de ambos es muy diferente. Los malos están contenidos en la Iglesia, como la paja está mezclada con el grano en la era, o como los miembros muertos permanecen a veces unidos a un cuerpo vivo.
Los que no son miembros de la Iglesia
Por lo tanto, sólo hay tres clases de personas excluidas de la Iglesia: los infieles, los herejes y cismáticos y los excomulgados. Los infieles están fuera de la Iglesia porque nunca pertenecieron a ella, nunca la conocieron y nunca fueron hechos partícipes de ninguno de sus Sacramentos. Los herejes y los cismáticos están excluidos de la Iglesia, porque se han separado de ella y sólo pertenecen a ella como los desertores pertenecen al ejército del que han desertado. Sin embargo, no se puede negar que siguen sometidos a la jurisdicción de la Iglesia, ya que pueden ser llamados ante sus tribunales, castigados y anatematizados. Por último, los excomulgados no son miembros de la Iglesia, porque han sido excluidos por su sentencia del número de sus hijos y no pertenecen a su comunión hasta que se arrepientan.
Pero respecto a los demás, por perversos y malvados que sean, es cierto que siguen perteneciendo a la Iglesia: Esto debe recordarse con frecuencia a los fieles, para que se convenzan de que, aunque la vida de sus ministros se haya degradado por el crimen, siguen estando dentro de la Iglesia y, por lo tanto, no pierden nada de su poder.
Otros usos de la palabra “Iglesia”
Las porciones de la Iglesia universal suelen llamarse iglesias, como cuando el Apóstol menciona la Iglesia de Corinto, la de Galacia, la de los laodicenses, la de los tesalonicenses.
También llama Iglesias a las familias privadas de los fieles. A la Iglesia de la familia de Priscila y Aquila manda saludar; y en otro lugar dice: Las iglesias de Asia os saludan. Aquila y Priscila, con la iglesia que está en su casa, os saludan mucho en el Señor.
A veces, también, la palabra iglesia se usa para significar los prelados y pastores de la iglesia. Y si rehúsa escucharlos -dice nuestro Señor- dilo a la iglesia. Aquí la palabra iglesia significa las autoridades de la Iglesia.
El lugar en el que los fieles se reúnen para escuchar la Palabra de Dios, o para otros fines religiosos, también se llama iglesia. Pero en este artículo, la palabra iglesia se usa especialmente para significar tanto lo bueno como lo malo, tanto lo gobernado como lo gobernante.
Las marcas de la Iglesia
Las marcas distintivas de la Iglesia también deben ser dadas a conocer a los fieles, para que así puedan estimar el alcance de la bendición conferida por Dios a aquellos que han tenido la felicidad de nacer y ser educados dentro de su seno.
“Una”
La primera marca de la verdadera Iglesia se describe en el Credo de Nicea, y consiste en la unidad: Mi paloma es una, mi bella es una. Tan vasta multitud, esparcida por todas partes, es llamada una por las razones mencionadas por San Pablo en su Epístola a los Efesios: Un Señor, una fe, un bautismo.
Unidad de gobierno
La Iglesia tiene un solo soberano y un solo gobernador: el invisible, Cristo, a quien el Padre eterno ha constituido cabeza de toda la Iglesia, que es su cuerpo; el visible, el Papa, que, como legítimo sucesor de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, ocupa la cátedra apostólica.
Es enseñanza unánime de los Padres que esta cabeza visible es necesaria para establecer y preservar la unidad en la Iglesia. Esto lo percibió claramente San Jerónimo y lo expresó con la misma claridad cuando, en su obra contra Joviniano, escribió Uno es elegido para que, mediante el nombramiento de una cabeza, se elimine toda ocasión de cisma. En su carta al Papa Dámaso el mismo santo Doctor escribe: ¡Fuera la envidia, cese la ambición de grandeza romana! Hablo al sucesor del pescador y al discípulo de la cruz. No siguiendo a ningún jefe sino a Cristo, estoy unido en comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esa roca está edificada la Iglesia. Quien quiera comer el cordero fuera de esta casa es profano; quien no esté en el arca de Noé perecerá en el diluvio.
La misma doctrina fue establecida mucho antes por los santos Ireneo y Cipriano. Este último, hablando de la unidad de la Iglesia observa: El Señor dijo a Pedro: 'Yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré Mi Iglesia' ... Sobre uno solo edifica el Señor Su Iglesia, y aunque a todos Sus Apóstoles después de Su resurrección Él les atribuye una potestad igual y dice: 'Como Mi Padre me envió a Mi, así los envío Yo: Reciban el Espíritu Santo' ... aunque Él puede hacer la unidad evidente, dispuso que esa unidad provenga de uno...
De nuevo, Optato de Milevi dice: No se os puede excusar por ignorancia, sabiendo como sabéis que en la ciudad de Roma la cátedra episcopal fue conferida primero a Pedro, que la ocupó como cabeza de los Apóstoles; a fin de que en esa única cátedra se conservara la unidad de la Iglesia por todos, y que los demás Apóstoles no reclamaran cada uno una cátedra para sí; de modo que ahora quien erige otra en oposición a esta única cátedra es un cismático y un prevaricador.
Más tarde San Basilio escribió: Pedro es hecho el fundamento, porque dice: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente; y oye como respuesta que él es una roca. Pero aunque una roca, él no es tal roca como Cristo; porque Cristo es verdaderamente una roca inamovible, pero Pedro, sólo en virtud de esa roca. Porque Jesús confiere sus dignidades a otros; es sacerdote, y hace sacerdotes; roca, y hace roca; lo que es suyo, lo confiere a sus siervos.
Por último, San Ambrosio dice: Porque sólo él de todos ellos profesó (a Cristo) y fue colocado por encima de todos.
Si alguien objetara que la Iglesia se contenta con una sola Cabeza y un solo Esposo, Jesucristo, y no requiere ningún otro, la respuesta es obvia. Pues así como consideramos a Cristo no sólo autor de todos los sacramentos, sino también su ministro invisible, Él es quien bautiza, Él es quien absuelve, aunque los hombres son nombrados por Él ministros externos de los sacramentos, así también ha puesto sobre su Iglesia, que gobierna por su Espíritu invisible, a un hombre para que sea su vicario y el ministro de su poder. Una Iglesia visible requiere una cabeza visible; por eso el Salvador nombró a Pedro cabeza y pastor de todos los fieles, cuando encomendó a su cuidado el apacentamiento de todas sus ovejas, en términos tan amplios que quiso que el mismo poder de regir y gobernar toda la Iglesia descendiera a los sucesores de Pedro.
Unidad en el espíritu, la esperanza y la fe
Además, el Apóstol, escribiendo a los Corintios, les dice que no hay más que un solo y mismo Espíritu que imparte la gracia a los fieles, como el alma comunica la vida a los miembros del cuerpo. Exhortando a los Efesios a conservar esta unidad, dice: Velad por la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un solo cuerpo y un solo Espíritu. Como el cuerpo humano se compone de muchos miembros, animados por una sola alma, que da la vista a los ojos, el oído a los oídos y a los demás sentidos el poder de desempeñar sus respectivas funciones, así el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, se compone de muchos fieles. La esperanza, a la que estamos llamados, es también una, como nos dice el Apóstol en el mismo lugar; pues todos esperamos la misma consumación, la vida eterna y feliz. Finalmente, la fe que todos están obligados a creer y profesar es una: Que no haya cismas entre vosotros -dice el Apóstol. Y el Bautismo, que es el sello de nuestra fe cristiana, también es uno.
“Santa”
La segunda marca de la Iglesia es la santidad, como aprendemos de estas palabras del Príncipe de los Apóstoles: Vosotros sois una generación elegida, una nación santa.
La Iglesia se llama santa porque está consagrada y dedicada a Dios; porque así otras cosas, cuando se apartaban y dedicaban al culto de Dios, solían llamarse santas, aunque fuesen materiales. Ejemplos de ello en la Antigua Ley eran los vasos, las vestiduras y los altares. En el mismo sentido, los primogénitos dedicados al Dios Altísimo también eran llamados santos.
No debe extrañar que la Iglesia, aunque tenga entre sus hijos a muchos pecadores, sea llamada santa. Porque, así como los que profesan cualquier arte, aunque se aparten de sus reglas, siguen siendo llamados artistas, del mismo modo los fieles, aunque ofendan en muchas cosas y violen los compromisos a los que se habían comprometido, siguen siendo llamados santos, porque han sido hechos pueblo de Dios y se han consagrado a Cristo por la fe y el Bautismo. De ahí que San Pablo llame a los corintios santificados y santos, aunque es cierto que entre ellos había algunos a los que reprendía severamente como carnales, y a los que acusaba también de delitos más graves.
La Iglesia también debe ser llamada santa porque está unida a su santa Cabeza, como Su cuerpo; es decir, a Cristo el Señor, 'la fuente de toda santidad, de quien fluyen las gracias del Espíritu Santo y las riquezas de la munificencia divina'. San Agustín, interpretando estas palabras del Profeta: "Conserva mi alma, que soy santo", se expresa así admirablemente: Que el cuerpo de Cristo diga audazmente, que también ese hombre único, exclamando desde los confines de la tierra, diga audazmente, con su Cabeza y bajo su Cabeza: Yo soy santo; porque recibió la gracia de la santidad, la gracia del Bautismo y de la remisión de los pecados. Y un poco más adelante: Si todos los cristianos y todos los fieles, habiendo sido bautizados en Cristo, se han revestido de Él, según estas palabras del Apóstol: "Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos"; si son hechos miembros de su cuerpo y, sin embargo, dicen que no son santos, hacen injuria a su Cabeza, cuyos miembros son santos.
Además, sólo la Iglesia tiene el culto legítimo del sacrificio y el uso saludable de los sacramentos, que son los instrumentos eficaces de la gracia divina, usados por Dios para producir la verdadera santidad. Por lo tanto, para poseer la verdadera santidad, debemos pertenecer a esta Iglesia. La Iglesia, por lo tanto, está claro, es santa, y santa porque es el cuerpo de Cristo, por quien es santificada, y en cuya sangre es lavada.
“Católica”
La tercera característica de la Iglesia es que es católica, es decir, universal. Y con razón se la llama católica, porque, como dice San Agustín, "está difundida por el esplendor de una sola fe desde el sol naciente hasta el sol poniente".
A diferencia de los estados de institución humana, o de las sectas de herejes, ella no está confinada a ningún país o clase de hombres, sino que abarca dentro de la amplitud de su amor a toda la humanidad, ya sean bárbaros o escitas, esclavos o libres, hombres o mujeres. Por eso está escrito: "Tú ... nos has redimido para Dios, con tu sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación, y nos has hecho un reino para nuestro Dios". Hablando de la Iglesia, David dice: "Pídeme, y te daré por heredad a los gentiles, y por posesión tuya los confines de la tierra; y también me acordaré de Rahab y de Babilonia que me conoce, y en ella ha nacido el hombre".
Además, a esta Iglesia, edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, pertenecen todos los fieles que han existido desde Adán hasta nuestros días, o que existirán, en la profesión de la verdadera fe, hasta el fin de los tiempos; todos los cuales están fundados y levantados sobre la única piedra angular, Cristo, que hizo de ambos una sola cosa, y anunció la paz a los que están cerca y a los que están lejos.
También se la llama universal, porque todos los que desean la salvación eterna deben aferrarse a ella y abrazarla, como los que entraron en el arca para no perecer en el diluvio... Esta (nota de catolicidad), por lo tanto, debe ser enseñada como un criterio muy confiable, por el cual distinguir la verdadera de la falsa Iglesia.
“Apostólica”
La verdadera Iglesia debe ser reconocida también por su origen, que puede ser rastreado bajo la ley de la gracia hasta los Apóstoles; porque su doctrina es la verdad no dada recientemente, ni oída ahora por primera vez, sino entregada desde antiguo por los Apóstoles, y diseminada por todo el mundo. Por lo tanto, nadie puede dudar de que las opiniones impías que inventa la herejía, opuestas como están a las doctrinas enseñadas por la Iglesia desde los días de los Apóstoles hasta nuestros días, son muy diferentes de la fe de la verdadera Iglesia.
Por eso, para que todos supieran cuál era la Iglesia católica, los Padres, guiados por el Espíritu de Dios, añadieron al Credo la palabra Apostólica. Porque el Espíritu Santo, que preside la Iglesia, no la gobierna por otros ministros que los de la sucesión apostólica. Este Espíritu, impartido primero a los Apóstoles, por la infinita bondad de Dios ha continuado siempre en la Iglesia. Y así como esta única Iglesia no puede errar ni en la fe ni en las costumbres, puesto que está guiada por el Espíritu Santo; así, por el contrario, todas las demás sociedades que se arrogan el nombre de Iglesia, deben necesariamente, por estar guiadas por el espíritu del demonio, hundirse en los errores más perniciosos, tanto doctrinales como morales.
Figuras de la Iglesia
Las figuras del Antiguo Testamento tienen un gran poder para estimular la mente de los fieles y recordarles estas hermosísimas verdades. Por esta razón, principalmente, los Apóstoles se sirvieron de ellas. El pastor, por lo tanto, no debe pasar por alto una fuente tan fructífera de instrucción.
Entre estas figuras, el arca de Noé ocupa un lugar conspicuo. Fue construida por orden de Dios, para que no hubiera duda de que era un símbolo de la Iglesia, que Dios ha constituido de tal manera que todos los que entran en ella por el Bautismo, pueden estar a salvo del peligro de la muerte eterna, mientras que los que están fuera de la Iglesia, como los que no estaban en el arca, son abrumados por sus propios crímenes.
Otra figura se presenta en la gran ciudad de Jerusalén, que, en la Escritura, a menudo significa la Iglesia. Sólo en Jerusalén era lícito ofrecer sacrificios a Dios, y sólo en la Iglesia de Dios se encuentran el verdadero culto y el verdadero sacrificio que pueden ser en absoluto aceptables a Dios.
“Creo en la Santa Iglesia Católica”
Finalmente, con respecto a la Iglesia, el párroco debe enseñar cómo creer a la Iglesia puede constituir un Artículo de fe. Aunque la razón y los sentidos son capaces de comprobar la existencia de la Iglesia, es decir, de una sociedad de hombres en la tierra devotos y consagrados a Jesucristo, y aunque la fe no parece necesaria para comprender una verdad de la que ni siquiera los judíos y los turcos dudan; sin embargo, es sólo a la luz de la fe, y no de las deducciones de la razón, como la mente puede captar aquellos misterios contenidos en la Iglesia de Dios que han sido parcialmente dados a conocer anteriormente y que serán tratados de nuevo bajo el Sacramento del Orden.
Puesto que, por lo tanto, este artículo, no menos que los otros, se sitúa por encima del alcance y desafía la fuerza del entendimiento humano, con toda justicia confesamos que no conocemos por la razón humana, sino que contemplamos con los ojos de la fe el origen, los oficios y la dignidad de la Iglesia.
Esta Iglesia no fue fundada por el hombre, sino por el mismo Dios inmortal, que la edificó sobre la roca más sólida. El Altísimo mismo -dice el Profeta- la ha fundado. De ahí que se la llame la herencia de Dios, el pueblo de Dios. El poder que posee no proviene del hombre, sino de Dios.
Puesto que este poder, por lo tanto, no puede ser de origen humano, la fe divina sólo puede permitirnos entender que las llaves del reino de los cielos están depositadas en la Iglesia, que a ella se le ha confiado el poder de remitir los pecados, de denunciar la excomunión y de consagrar el verdadero cuerpo de Cristo; y que sus hijos no tienen aquí una morada permanente, sino que buscan una en lo alto.
Estamos, pues, obligados a creer que hay una Santa Iglesia Católica. En cuanto a las Tres Personas de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no sólo las creemos, sino que creemos en ellas. Pero aquí hacemos uso de una forma diferente de expresión, profesando creer en la santa, no en la santa Iglesia católica. Con esta diferencia de expresión distinguimos a Dios, autor de todas las cosas, de sus obras, y reconocemos que todos los excelsos beneficios concedidos a la Iglesia se deben a la generosidad de Dios
Segunda parte de este artículo: “La Comunión de los Santos”
El evangelista San Juan, escribiendo a los fieles sobre los misterios divinos, explica así por qué se comprometió a instruirlos en estas verdades: Para que tengáis comunión con nosotros, y nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Esta comunión consiste en la comunión de los santos, objeto del presente artículo.
Importancia de esta verdad
Ojalá que en su exposición los pastores imitaran el celo de Pablo y de los demás Apóstoles. Porque no sólo es un desarrollo del artículo precedente y una doctrina que produce abundantes frutos, sino que también enseña el uso que debe hacerse de los misterios contenidos en el Credo, porque el gran fin al que debemos dirigir todo nuestro estudio y conocimiento de ellos es que podamos ser admitidos en esta augustísima y bendita sociedad de los santos, y que podamos perseverar firmemente en ella, dando gracias con gozo a Dios Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la suerte de los santos en la luz.
Significado de “La comunión de los santos”
Por lo tanto, en primer lugar se debe informar a los fieles que esta parte del artículo es, por así decirlo, una especie de explicación de la parte precedente que se refiere a la unidad, santidad y catolicidad de la Iglesia. En efecto, la unidad del Espíritu, por la que se rige, hace que todo lo que ha sido dado a la Iglesia sea poseído en común por todos sus miembros.
Comunión de los Sacramentos
El fruto de todos los Sacramentos es común a todos los fieles, y estos Sacramentos, particularmente el Bautismo, puerta, por decirlo así, por la que somos admitidos en la Iglesia, son otros tantos lazos sagrados que los vinculan y unen a Cristo. Que esta comunión de los Santos implica una comunión de Sacramentos, lo declaran los Padres en estas palabras del Credo: Confieso un solo Bautismo. Después del Bautismo, la Eucaristía ocupa el primer lugar en lo que se refiere a esta comunión, y después de ella los demás Sacramentos; porque aunque este nombre (comunión) es aplicable a todos los Sacramentos, en cuanto que nos unen a Dios y nos hacen partícipes de Aquel cuya gracia recibimos, sin embargo pertenece de una manera peculiar a la Eucaristía que produce realmente esta comunión.
Comunión de las buenas obras
Pero hay también otra comunión en la Iglesia que exige atención. Toda acción piadosa y santa realizada por uno pertenece a todos y se hace provechosa para todos por medio de la caridad, que no busca lo suyo propio. Así lo prueba el testimonio de San Ambrosio, quien, explicando estas palabras del Salmista: Soy partícipe de todos los que te escuchan, observa: Como decimos que un miembro es partícipe de todo el cuerpo, así somos partícipes con todos los que temen a Dios. Por eso Cristo nos ha enseñado esa forma de oración en la que decimos el pan nuestro, no decimos mi pan; y las demás Peticiones son igualmente generales, no se limitan a nosotros solos, sino que se dirigen también al interés común y a la salvación de todos.
Esta comunicación de bienes se ilustra a menudo muy acertadamente en la Escritura con una comparación tomada de los miembros del cuerpo humano. En el cuerpo humano hay muchos miembros, pero, aunque muchos, no constituyen más que un solo cuerpo, en el que cada uno desempeña sus propias funciones, que no son todas iguales. No todos gozan de la misma dignidad, ni desempeñan funciones igualmente útiles u honorables; ni uno se propone para sí su propio provecho exclusivo, sino el de todo el cuerpo. Además, están tan bien organizados y entretejidos, que si uno sufre, los demás sufren igualmente por su afinidad y simpatía de naturaleza; y si, por el contrario, uno goza de salud, el sentimiento de placer es común a todos.
Lo mismo puede observarse en la Iglesia. Ella está compuesta de varios miembros; es decir, de diferentes naciones, de judíos, de gentiles, de libres y de esclavos, de ricos y de pobres; cuando han sido bautizados, constituyen un solo cuerpo con Cristo, del cual Él es la Cabeza. A cada miembro de la Iglesia se le asigna también su oficio peculiar. Así como unos son nombrados apóstoles, otros maestros, pero todos para el bien común, así a unos corresponde gobernar y enseñar, a otros estar sujetos y obedecer.
Los que participan de esta comunión
Las ventajas de tantas y tan excelsas bendiciones concedidas por Dios Todopoderoso las disfrutan los que llevan una vida cristiana en la caridad, y son justos y amados de Dios. En cuanto a los miembros muertos, es decir, los que están atados al cautiverio del pecado y alejados de la gracia de Dios, no están tan privados de estas ventajas como para dejar de ser miembros de este cuerpo; pero como son miembros muertos, no participan de los frutos espirituales que se comunican a los justos y piadosos. Sin embargo, como están en la Iglesia, son ayudados a recobrar la gracia y la vida perdidas por los que viven por el Espíritu; y gozan también de aquellos beneficios que sin duda son negados a los que están enteramente separados de la Iglesia.
Comunión en otras bendiciones
No sólo son comunes los dones que nos justifican y nos hacen querer a Dios. También son comunes las gracias concedidas gratuitamente, como la ciencia, la profecía, los dones de lenguas y de milagros, y otros semejantes, que se conceden incluso a los impíos, pero no para su propio bien, sino para el bien general, para edificación de la Iglesia. Así, el don de curar no se concede por el bien de quien cura, sino por el bien de quien es curado.
En fin, todo verdadero cristiano no posee nada que no deba considerar común a todos los demás consigo mismo, y debe, por lo tanto, estar dispuesto prontamente a socorrer a un semejante indigente. Porque el que es bendecido con bienes terrenales, y ve a su hermano en la necesidad, y no le ayuda, es claramente convicto de no tener el amor de Dios dentro de él.
Por lo tanto, los que pertenecen a esta santa comunión, es manifiesto que gozan ahora de cierto grado de felicidad y pueden decir con verdad: ¡Qué hermosos son tus tabernáculos, Señor de los ejércitos! Mi alma anhela y suspira por los atrios del Señor.... Bienaventurados los que habitan en tu casa, Señor.
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