DEL ESPECIAL CUIDADO QUE DIOS TIENE DE LOS HERMANOS
I. Contó el mencionado Fr. Rodulfo que, cuando la Orden de los Predicadores era aún como pequeña grey y como tierno plantío, se había levantado entre los Hermanos una tan grave tentación, que a varios de ellos dejó sumergidos en la pusilanimidad del espíritu y en la tempestad. Muchos andaban ya discurriendo a que Orden se trasladarían, porque creían (y ésta era la causa de la inquietud) que la nuestra, nueva entonces y no muy consolidada a su parecer, podría ser destruida. Habían ocasionado está conmoción dos Hermanos de los mayores, Fr. Teobaldo Senense y Fr. Nicolás Campano, los cuales, creyendo que no prosperaba la Orden tanto como era su deseo, habían impetrado licencia para pasar a un monasterio cisterciense. Diérasele el Sr. Ugo, Obispo de Ostia, Legado Apostólico a la sazón en Lombardía, y después Papa bajo el nombre de Gregorio IX. Cuando el Maestro Reginaldo (1), Vicario del Bienaventurado Patriarca, vio las Letras que le presentaron los dos religiosos, convocó la Comunidad, y lleno de tristeza en gran manera expuso lo que ocurría. Lloraban todos por ver que los dejaban los Hermanos mayores, los que más lustre podrían dar a la naciente familia. El Maestro Reginaldo levantó sus tristes ojos al cielo y comenzó a hablar con Dios, en quien tenía toda su confianza. Mientras tanto, Fr. Claro, varón justo y erudito, que en el siglo había sido Profesor de Artes liberales, y en el Derecho Canónico y Civil era muy instruido, hombre de gran autoridad, Prior Provincial después de la Provincia Romana, y por último, Penitenciario y Capellán del Sumo Pontífice, hablaba a los Hermanos, y con muchas razones y de mil maneras procuraba alentarlos. No bien había terminado su plática, cuando he aquí que se les presenta el Maestro Rolando de Cremona, Profesor de Bolonia, célebre en toda la Lombardía por sus conocimientos de física, el cual fue después el primero de los nuestros que enseñó Teología en París. Movido del espíritu de Dios, solo, a medio vestir, cual un tránsfuga vergonzoso del mundo, como un ebrio de espíritu, toca la puerta, entra, y sin más palabras ni rodeos pide ser admitido en la Orden; cosa tanto más sorprendente cuanto que, rogado antes de muchos Hermanos, se había negado constantemente a sus exhortaciones. El Maestro Reginaldo, enajenado de alegría, sin esperar que trajesen un hábito, se quita su propio capuz y se lo viste al noble postulante. Fr. Guala, que entonces era sacristán (2), toca una pequeña campana que había costado solo 20 sueldos imperiales; los Hermanos, aunque embargados por el llanto y la sobreabundancia del gozo, cantan Veni Creator Spiritus (que ya por aquel tiempo se acostumbraba); el pueblo afluye en tropel: hombres, mujeres y estudiantes creen ser ilusión lo que están presenciando, la ciudad entera se conmueve y asombra. En el convento reina la alegría, se reanima la devoción, cántanse alabanzas a Dios, y la tentación pasada se desvanece por completo. Entonces se confunden los dos que se proponían marchar, confiesan en medio de todos su culpa llorando, rompen las Letras obtenidas y prometen para siempre perseverar en la Orden. A la noche siguiente, el dicho Fr. Rodulfo, cuya pena había sido grande con la referida perturbación de los Hermanos, fue de Dios consolado con la visión siguiente: Creyó ver a Jesucristo acompañado de la Bienaventurada Virgen María y el Bienaventurado Nicolás, que este Santo, para consolarle, le llamaba a sí, y poniéndole la mano sobre la cabeza, le decía: "No temas, hermano, que todo acaecerá prósperamente para ti y tu Orden, porque cuida Dios de vosotros". Y levantando el Religioso su vista, vio una gran nave que pasaba cerca, y en la cual iban Hermanos en número incalculable, y le dijo el Santo: "¿Ves esto? No temas, te repito; son tantos que llenarán el mundo". Consolóse mucho Fr. Rodulfo previendo el incremento y estabilidad de su Orden, y aseguraba después que todo había sido más próspero para los Hermanos, desde aquel dia.
II. Refirió el mismo Hermano que en Bolonia, no hallando el enfermero nada de vino en la vasija con que atender a los enfermos, se fue muy desconsolado a contarlo a los demás Religiosos (los santos apenas bebían sino agua). Acostumbraba en estos casos el Bienaventurado Domingo, que allí estaba, recurrir a la oración, él mismo o el Hermano que avisaba de la falta, o los dos juntamente. Hízolo así el enfermero, y poco después, como le mandase Fray Ventura, Prior del convento, que volviese a mirar si había vino, siquiera para aquella ocasión, se fue el enfermero y halló la vasija llena hasta el borde. Glorificaron y alabaron todos a Dios, que así cuida de sus siervos.
III. Dijo también Fr. Teodorico de Auxerre, de santa memoria, Provincial que fue en Francia, que no teniendo un día qué dar a los sanos ni a los enfermos, hallándose además la casa de París, donde entonces era Prior, cargada de deudas, y diciéndole el Procurador que eran necesarias por lo menos 100 libras; mientras en esto pensaba ansioso, tocó a la puerta un cierto mercader que llamó al mismo Prior y le dijo: "En Grecia murió D. Fulano, que os dejó estas 100 libras; tomadlas y rogad por él". Recibiólas dando gracias a Dios, y con ellas socorrió la necesidad de los Religiosos.
IV. Una señora Condesa que vivía en un castillo llamado Anguilaria, próximo a Roma, matrona muy afecta a la Orden, contó de propia boca al Prior de Viterbo que, estando ella en el castillo de Crapálica, cerca de Sutri, en el camino que lleva a la ciudad, habían llegado pidiendo limosna, según su costumbre, dos Religiosos conversos, Fr. Raimundo de Orvieto y Fr. Domingo de Viterbo, a los cuales mandó dar una cantidad de harina que ella misma con sus manos midió. Recibiéronla los Hermanos alegremente por la devoción de la Condesa; ausente ella, pasaron la harina del saco donde estaba al que ellos llevaban y a la mañana siguiente volvieron con ella al convento, llenos de gozo, porque era grande la pobreza en que vivían. Más, yendo por casualidad poco después la Condesa al lugar donde estaba la harina, halló su saco lleno como antes, cosa que se indignó en gran manera contra los conversos, tratándolos de soberbios, porque habían despreciado la harina, sin duda, por parecerles poca. Pasados pocos días, volvió por allí uno de ellos, al cual con duras y ásperas palabras le reprendió no poco, preguntándole porque no había querido llevar la harina. El Hermano queda admirado y resentido de tan amargas palabras; pero las sufre con paciencia y asegura que era verdad que la había recogido. "¿Cómo es posible?", replica la Condesa, "Si hallé yo misma mi saco lleno!". El Hermano insiste con sincera firmeza asegurando el hecho; ella se irrita cada vez más, pero por fin cree a la palabra jurada del converso y comprende que por los méritos de la Orden había hecho Dios aquel milagro. Para más afirmarse en que aquello era cosa prodigiosa, mando a llamar a todos sus criados y doncellas y les preguntó si alguien había traído harina aquella mañana, a lo que contestaron que nadie. Por donde debemos creer que aquel que en tiempo de Elías profeta conservó sin disminución el cántaro de harina, el mismo, para conservar y aumentar la devoción y piedad de la Condesa, llenó de nuevo el saco de otra nueva harina por virtud omnipotente. Oyó dicho Prior al nombrado Fr. Domingo referir este milagro lo mismo que la Condesa se lo había referido.
V. En otra ocasión llegó a hospedarse en el mencionado castillo de Crapálica Fr. Juan de Columna, Prior Provincial de la Provincia romana y después arzobispo de Mesina, alegrándose no poco la Condesa de verse contar con tal huésped honrada. Y como ella quisiera sacar dinero de un arca con que comprar cosas para la cena, el demonio, y no otro enemigo de la hospitalidad, lo enredó de tal manera que no le fue posible a la piadosa señora encontrar la llave. Tomó entonces otra llave en extremo pequeña y desproporcionada para un cerrojo como el del arca; tentó abrir con ella, y en efecto, se abrió el arca, de dónde sacó la moneda con que pudo procurar lo necesario para el huésped y sus compañeros. Puédese creer piadosamente que la abrió, no aquella llave enteramente inútil, sino Aquel que cierra y nadie abre, abre y nadie cierra; tanto más, cuanto que ni antes ni después se pudo nunca abrir el arca con semejante el llave.
VI. Contó Fr. Enrique Teutónico que al principio de la Orden caminaban un día dos hermanos en ayunas, siendo ya media tarde, y como uno a otro se preguntasen donde podrían comer en un país pobre y desconocido, se les presentó de repente un gallardo hombre en hábito de peregrino, el cual les dijo: "¿Qué es eso que venís tratando, hombres de poca fe? Buscad ante todo el reino de Dios, y nada os faltará. Confiasteis en Dios hasta el punto de abandonarlo todo por Él y teméis ahora que él os abandone a vosotros dejándoos muertos de hambre? Esta será la señal; pasaréis este campo, y en el valle siguiente encontraréis un pequeño vecindario, y entrando en la iglesia, os invitará al sacerdote; enseguida vendrá un militar que con gran empeño querrá llevaros, y durante este piadoso altercado llegará el Patrono de la iglesia, que os atenderá muy generosamente a vosotros, al sacerdote y al militar. Esperad siempre en el Señor y haced que con este ejemplo esperen también vuestros Hermanos". Dicho esto, repentinamente desapareció, y tal cual lo dijo, así acaeció a los Religiosos. Contáronlo todo, cuando volvieron a París, a Fr. Enrique y a otros pocos que allí había viviendo en suma pobreza.
VII. Los hermanos Masticenenses padecían los primeros días de su fundación tantas y tan graves tribulaciones, causadas por Guillermo de Saint-Amour, que su vida era en extremo pobre, abatida y amarga. Apenábalos singularmente el no poder pagar las grandes deudas con que estaban gravados. En tan triste situación, vio en sueños un Religioso de gran santidad y antiguo en la Orden al Rey de Francia y al Sr. Ugo, Cardenal, tratando en un ángulo del dormitorio de la manera de socorrer aquella casa. Y así fue que a los pocos días, en uno de Italia y el otro de Francia, mandaron 200 libras de limosna a los Hermanos, con que pagaron todas las deudas; de allí en adelante, todo les fue prósperamente, sucediendo a la pena, el consuelo.
VIII. Contó Fr. Bernardo, Prior de Auxerre, qué hallándose en un principio aquella comunidad muy necesitada, sin auxilio de nadie, ni siquiera esperanza de él, acudió al Señor pidiéndole devotamente ayuda. Y he aquí que al poco tiempo entró en la Orden un canónigo de aquella ciudad, hombre de mucha autoridad y rico en gran manera, con cuyos bienes, que consigo llevó, se socorrieron las anteriores necesidades de los Hermanos.
IX. En San Galgano, país de Toscana, cerca de Sena, hubo un monje cisterciense, por nombre Fr. Santiago, de gran sencillez, gracia y fama, por cuya razón era frecuentemente llamado a la corte romana. Contábanse de él cosas grandes y maravillosas, de visiones y apariciones del Señor especialmente cuando celebraba la Santa Misa. Tenía por el fruto de la predicación una especial devoción y amor ferviente a nuestra Orden, diciendo repetidas veces que deseaba grandemente que todos los buenos clérigos del mundo y los que estaban en su Orden, estuviesen en la nuestra para obtener mejor fruto con la palabra de Dios.
Rogáronle dos Hermanos, llegados a San Galgano, que compusiera una oración propia para nuestra Orden; y como la noche siguiente pidiese a Dios con más fervor y ahínco de lo acostumbrado que se dignara revelarle el modo de orar que mejor conveniese a la Orden de los Predicadores, le fue contestado y revelado que en la Misa dijese las tres siguientes oraciones escritas por el mismo Jesucristo, que le dijo al entregárselas: "Toma Fr. Santiago, estas oraciones, y ruega pronto por los Predicadores".
ORACIÓN: Ilumina, Señor, con la gracia del Espíritu Santo los corazones de tus siervos, dales hablar con fuego, y aumenta la virtud de los que predican tu palabra. Por nuestro señor Jesucristo, etc.
SECRETA: Da, Señor, a tus siervos palabra graciosa, y santificando los dones ofrecidos, visita, te rogamos, con tu virtud, sus corazones. Por nuestro Señor, etc.
POSTCOMMUNIO: Conserva, Señor, a tus siervos después de haber recibido el cuerpo y la sangre de tu Unigénito, y a los que anuncian tu palabra, dales abundancia de gracias. Por el mismo Nuestro Señor, etc.
SECRETA: Da, Señor, a tus siervos palabra graciosa, y santificando los dones ofrecidos, visita, te rogamos, con tu virtud, sus corazones. Por nuestro Señor, etc.
POSTCOMMUNIO: Conserva, Señor, a tus siervos después de haber recibido el cuerpo y la sangre de tu Unigénito, y a los que anuncian tu palabra, dales abundancia de gracias. Por el mismo Nuestro Señor, etc.
El Papa aprobó estas oraciones y concedió que se dijesen en la misa (3).
X. Dos Hermanos nuestros de la casa de Magdeburgo, en Alemania, enviados por su Prior a Coblentz, después de haber pasado la noche en un pueblo llamado Langele, continuaron por la mañana su marcha, sin saber el verdadero camino y sin hallar persona a quien preguntar. Sentáronse pensando que harían, y levantando los ojos el mayor de ellos, vio por el aire volando un milano, al cual llamó y le dijo: "Por la virtud del nombre de Jesucristo te mando nos digas qué camino hemos de tomar".
Y a la manera que la calandria, después de cantar en las alturas, velozmente baja la tierra, así inmediatamente descendió el milano hasta cerca del suelo, y adelantándose un poco a los Hermanos en el camino donde estaban sentados, torció luego a la derecha, enseñándoles el camino verdadero que ellos no veían a causa de la mies que era alta. "Vamos por ahí", dijo entonces el más viejo al otro, "Aquel es nuestro camino". Y así fue. Atribuyó esto, no a sí, sino la virtud del nombre de Jesucristo que tiene especial cuidado de sus Religiosos.
XI. Un hermano del convento de Nápoles que se veía muy tentado a salir de la Orden, creyó ver en una visión que se hallaba en el coro con muchos Hermanos vestidos todos de vestiduras blancas, cantando como ellos en voz alta aquel responsorio: "No me abandones, Padre Santo". A lo cual le fue contestado: "No te abandono yo, hijo mío, si de veras me amas, no desistas de lo comenzado". Despertó enseguida el Hermano, lleno de consuelo, resuelto a no salir jamás de la Orden.
XII. Al Religioso y venerable varón señor Eberardo, abad de Salemannes de la Orden del Cister, diócesis de Constanza en Alemania, cuando aún era nueva nuestra Orden, se le apareció una noche en sueños Cristo Señor diciéndole: "Mañana te mandaré mis caballos y tú me lo herrarás". Después de despierto comenzó a discurrir consigo mismo sobre aquella visión y pensar cuáles serían los caballos del Señor que con tanto empeño se le había mandado herrar; más no pudo en todo el día averiguar el significado. Al día siguiente llegaron a aquella abadía Fr. Juan, de buena memoria, que después fue obispo y por último, Maestro general de los frailes Predicadores (4) y con el, Fr. Enrique de Turingia. Al verlos dicho abad, que nunca había visto semejante hábito, comenzó con reverencia a preguntar cuál era su profesión y que buscaban recorriendo el mundo con su libro, su báculo y su variado hábito. A todo contestó Fr. Juan explicando cada cosa de por sí, la institución de la Orden, la causa de esta institución y el modo de vivir en la Orden, según la profecía de Zacarías profeta; mostrando que a la manera de los caballos de la carroza del Señor, de distintos colores y fuertes, estaban dispersos a recorrer el orbe, y que nada más había permitido el Señor a los predicadores que el báculo, esto es, su cruz que ellos predicaban, y la Virgen Madre en que depositaban su amor y esperanza.
Oído esto, se arrojó el abad devotamente a sus pies y besándoselos, dijo: "Luego sois vosotros los caballos fuertes del Señor que Él me había prometido". Y al instante, lavados sus pies, introdujo a los hermanos en el monasterio, henchido él de gozo, e hizo traerles nuevo calzado, según le había significado el Señor, y otros vestidos y cuánto les hacía falta, siendo hasta morir gran Amador y bienhechor de la Orden.
XIII. Celebrando misa mayor en Roma, el Prior Provincial de los frailes Predicadores, en el día de la Santa Resurrección, con asistencia de los Hermanos, contó un devoto varón que había visto cuatro hermosísimos jóvenes colocados a los ángulos del altar, los cuales tuvieron extendido un blanquísimo mantel sobre el altar y los ministros mientras duró la comunión de todos.
XIV. En el mismo convento hubo un novicio muy fervoroso que orando una noche al pie de la cama mientras los demás descansaban, oyó de repente un ruido como de personas que andaban por el dormitorio, y levantando los ojos vio en efecto a tres en hábitos de Religiosos; uno de los cuales llevaba una cruz, otro una calderilla de agua bendita y el tercero un hisopo con el que rociaba una por una todas las celdas. Creyendo el novicio que sería el Prior el que rociaba el dormitorio, se echó inmediatamente a la cama y se cubrió bien para que se le creyese descansando como los demás. Llegaron al poco los tres y rociaron su cama lo mismo que las de los otros. Y dijo uno de ellos a otro: "De este dormitorio los expeleremos nosotros, de las demás oficinas, ¿quién los expelerá?" Y le contestó: "Hay otros muchos enviados por el Señor que recorren las otras dependencias expeliendo de allí a los enemigos". Y dicho esto se fueron. Hasta pasados muchos meses nada dijo de esto el novicio; creía que había sido el Prior con los sirvientes. Observando por largo tiempo que no volvían a hacer lo mismo, lo reveló a su Maestro, por orden del cual lo contó después a otros muchos Hermanos por todas partes.
XV. Un Hermano muy religioso (por cuya relación lo sabemos) fue enviado con otro mayor por el Prior de Roma a predicar a la diócesis de Frascati. Habiendo llegado a un pueblo llamado Columna los condujeron ya tarde a una posada toda llena de gente rústica. Allí comenzó a considerar la pobreza y trabajos y asperezas de la Orden y las miserias que muchas veces padecen los que andan por fuera, con cuya consideración decayó de ánimo, y lleno de gran dolor y derramando lágrimas, se acostó en una dura, estrecha y pobre cama. Pero el Señor Jesús se le apareció en sueños diciéndole:. "levántate, Hermano mío, y oye lo que te voy a decir". Levantóse temblando y vio que detrás de Cristo estaba un Religioso con un báculo en la mano, en actitud de un Hermano que va de viaje. (Era uno que había entrado aquel año en la Orden y a quien habían dejado sano en Roma cuando salieron juntos). Díjole entonces el Señor Jesucristo: "A este he tomado de vuestro convento y le llevo conmigo, más tú vivirás largo tiempo y parecerás por mí muchos trabajos. Ten ánimo y consuélate en lo que padecieres, porque vendré yo otra vez, y a ti, como a éste, llevaré en mi compañía". Y diciendo esto, se alejó con gran esplendor llevándose al novicio. Contó todo esto al otro hermano y cuando llegaron al convento hallaron que aquel mismo día de la visión había efectivamente fallecido dicho novicio con devoción grande.
XVI. Dos Hermanos del convento de Wurtzburgo en Alemania, Sifrido y Conrado, habiendo salido cierto día a predicar, llegaron a un caudaloso río en cuya orilla opuesta había una barca sin barquero, y más allá vieron multitud de gente que iba a la iglesia por ser allí día festivo.
Deseosos de predicar la palabra de Dios al pueblo y no hallando al mismo tiempo quién los pasase, dijo Fr. Sifrido a la barca: "Ven acá, navecilla, en nombre de Jesucristo, a quién deseamos predicar, ven acá". Y obedeciendo ella a Cristo, por la palabra del Hermano, atravesó por sí sola el río en línea recta, a pesar de que era muy impetuosa la corriente, hasta pararse donde ellos estaban.
Entraron en ella pero no hallaron remo ni instrumento alguno con que moverla, cuando he aquí que ven venir saltando por la pendiente sierra una niña como de 8 años que traía un remo y les dijo: "Hermanos, queréis pasar?". "Queremos", respondieron y entrando la niña en la barca con el remo que del cuello traía pendiente, en un momento los transportó. Cuando llegaron a tierra, la niña desapareció. Admirados los Hermanos rindieron gracias a Dios y entrando en la villa predicaron al sediento pueblo la palabra del Señor.
Entraron en ella pero no hallaron remo ni instrumento alguno con que moverla, cuando he aquí que ven venir saltando por la pendiente sierra una niña como de 8 años que traía un remo y les dijo: "Hermanos, queréis pasar?". "Queremos", respondieron y entrando la niña en la barca con el remo que del cuello traía pendiente, en un momento los transportó. Cuando llegaron a tierra, la niña desapareció. Admirados los Hermanos rindieron gracias a Dios y entrando en la villa predicaron al sediento pueblo la palabra del Señor.
XVII. Un día que Fr. Rolando Cremonense, Maestro de Teología, de quien ya hemos hablado, padecía terribles contorsiones en una rodilla, lo mismo que sí con garfios de hierro de arrancarse los nervios del cuerpo, clamó en voz alta diciendo: "Dios mío, ¿dónde está la palabra de tu apóstol que dijo 'Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados más de lo que podéis'. Yo desfallezco, no puedo sufrir más". Lo mismo fue decir esto, cesó el dolor, como lo contó dicho Padre al Maestro General de la Orden.
Notas:
1) Hoy beatificado por Pío IX.
2) Fue después Legado de Gregorio IX y Obispo de Brescia. Le beatificó Pío IX.
3) Rézanse aún hoy en la Misa de la Vigilia de Epifanía.
4) Fue elegido en 1241 y obligado por Gregorio IX a que aceptase el Generalato, dimitido el año anterior por San Raimundo. Hombre de extraordinaria virtud. ilustre en milagros antes y después de su muerte. Fue el cuarto General de la Orden.
Capítulo II
Capítulo III
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