Por el abad Hervé Belmont
Entre todas las novedades introducidas por el Vaticano II o tras él, la reforma litúrgica –y la reforma de los sacramentos que está en su centro– fue la más visible y la más cotidiana. Lo que se percibió especialmente fue la profanación masiva, la omnipresente protestantización, el ridículo que se apoderaba del santuario.
Pero hay un aspecto más fundamental, y más insidioso porque no es directamente discernible: la validez sacramental de los nuevos ritos. Esto es mucho más angustioso y más grave que las fantasías de un vicario al acecho.
Para ver con claridad, para guiarse con certeza y sabiduría en el abanico de posibilidades teóricas y prácticas, es necesario situar el problema en su verdadera luz: la naturaleza de los sacramentos y los principios que los gobiernan.
De acuerdo con las estipulaciones del Vaticano II (1), Pablo VI inició la reforma de todos los ritos sacramentales y promulgó los diversos elementos entre 1968 y 1973 (2).
Esta reforma se refiere a lo esencial de los sacramentos, y allí se siente constantemente la influencia protestante; por lo tanto, estamos justificados para preguntarnos si los ritos establecidos por Pablo VI son realmente los instrumentos de Jesucristo, los canales a través de los cuales Él da la gracia sacramental.
Esta cuestión de la validez de los nuevos ritos sacramentales no puede ni debe separarse de otras dos cuestiones inevitablemente relacionadas: la de la conformidad de los ritos con la fe católica y la de la realidad de la Autoridad que los promulgó. En efecto :
● si estos ritos provienen de la verdadera Autoridad de la Iglesia, es imposible que estén en desacuerdo con la fe o sean inválidos: la asistencia del Espíritu Santo garantiza tanto el acuerdo con la fe como la eficacia de la gracia;
● si no son conformes a la fe católica, es imposible que procedan de la Autoridad legítima, que no puede dar a la Iglesia una ley mala (3) o un rito despreciable (4);
● si, esencialmente, no son acordes a la fe católica, no pueden ser válidos: es la fe de la Iglesia la que hace de los signos sacramentales instrumentos de Jesucristo para el don de su gracia (5).
● si no provienen de la Autoridad de la Iglesia, no hay garantía de validez, la cual sólo puede conocerse en la fe y por lo tanto, a través del testimonio de la Iglesia.
Entonces, sólo la Iglesia podrá decidir la cuestión de forma categórica y definitiva. Pero mientras tanto debemos saber qué esperar, es decir, desde el único punto de vista de la validez, ya que el testimonio de fe se opone a la participación activa en estos ritos. Pero, ¿qué podemos saber sobre ellos una vez realizados?
Si admitimos con razón que la reforma litúrgica no es ni fruto ni expresión de la fe de la Iglesia, debemos admitir por el mismo hecho de que no proviene de la Iglesia y que Pablo VI estaba desprovisto de la Autoridad Pontificia (que también puede ser establecido por todas sus acciones que no producen el bien de la Iglesia, o de su enseñanza sobre la libertad religiosa).
Al no provenir estos ritos de la Iglesia, es imposible afirmar que el ministro que los utiliza (sea quien sea y a pesar de hacerlos) tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia: su intención (real y efectiva) es precisamente utilizar estos ritos, y estos ritos no son los que hace la Iglesia. Por lo tanto, no podemos afirmar la validez del rito de los sacramentos cuyo elemento esencial –la materia o la forma– ha sido cambiado (Confirmación, Eucaristía, Extremaunción, Orden): no podemos evitar tener dudas sobre ellos.
Para los otros tres sacramentos (Bautismo, Penitencia y Matrimonio) cuya forma no ha cambiado, no ha habido, en sentido literal, una nueva promulgación de la parte esencial y por lo tanto, a priori, no hay necesidad de cuestionar su validez.
Para los cuatro cuya forma ha sido modificada, existe –al menos– duda jurídica, por la ausencia de la garantía sobrenatural y necesaria de la Iglesia. Pero como la vida sacramental –al igual que la vida de fe– no puede dar cabida a la duda, deben considerarse inválidos en la práctica.
Notas:
1) Constitución de la sacra liturgia de 4 de diciembre de 1963, nn. 50, 66, 71, 72, 75, 76 y 77
– Orden: Constitución Apostólica Pontificalis Romani de 18 de junio de 1968; AAS 1968 págs. 369-373.
– Eucaristía: Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969; AAS 1969 págs. 217-222.
– Matrimonio: Decreto de 19 de marzo de 1969; Notitiæ (boletín de la congregación para el culto divino) 1969 p. 203.-
Bautismo: Decreto de 15 de mayo de 1969; AAS 1969 p. 548.
– Confirmación: Constitución Apostólica Divinæ consortium naturæ del 15 de agosto de 1971; AAS 1971 págs. 657-664.
– Extremaunción: Constitución Apostólica Sacram Unctionem infirmorum del 30 de noviembre de 1972; AAS 1973 págs. 5-9.
– Penitencia: Decreto de 2 de diciembre de 1973; AAS 1974 págs. 172-173
El Papa Pío VI condena – como “falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva para los oídos piadosos, insultante para la Iglesia y para el Espíritu de Dios que la guía, por decir lo menos errónea” – una propuesta del Sínodo de Pistoia sobre la disciplina de la Iglesia por esta razón: “Como si la Iglesia, que está gobernada por el Espíritu de Dios, pudiera constituir una disciplina, no sólo inútil y demasiado pesada para la libertad cristiana, sino también peligroso, dañino y que conduce a la superstición y al materialismo” (Denz. 1578). Los papas Gregorio XVI (Quo Graviora del 4 de octubre de 1833) y León XIII (Testem benevolentiæ del 22 de enero de 1899) se refieren explícitamente a esta condena.
“Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados por la Iglesia Católica, utilizados en la administración solemne de los sacramentos, pueden ser despreciados u omitidos sin pecado a voluntad de los ministros; o que cualquier pastor puede, en su iglesia, cambiarlos por otros nuevos que es anatema” (Concilio de Trento, canon 13 de la Sesión vii, Denz. 856).
“La eficacia –o virtud– de los sacramentos proviene de tres cosas: de la institución divina que es su agente principal; de la pasión de Cristo que es su primera causa meritoria; de la fe de la Iglesia que pone el instrumento en continuidad con el agente principal” (Santo Tomás de Aquino, IV Sent. d. i q. i a. 4 sol. 3).
Quicumque
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