CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO VI
A QUIEN SE DEBE HACER ORACIÓN
No solo las Sagradas Escrituras, donde oímos a Dios que nos manda: Llámame en el día de la tribulación, sino aún la misma lumbre de la naturaleza sellada en nuestros entendimientos, dicta que la oración se debe hacer a Dios, y que ha de ser invocado su divino nombre. Más por el nombre de Dios se debe entender las tres Personas divinas.
En segundo lugar recurrimos a los socorros de los Santos que están en el Cielo, a quienes también se han de hacer oraciones. Esto se tiene por tan cierto en la Iglesia, que no pueden los fieles padecer duda alguna acerca de ello. Y por haberse explicado separadamente en su lugar, remitimos allí a los Párrocos, y a los demás. Pero a fin de quitar a los ignorantes toda ocasión de errar, será bueno enseñar al pueblo fiel la diferencia que hay entre una y otra invocación.
No imploramos pues de un mismo modo a Dios y a los Santos. Porque a Dios pedimos, o que nos conceda bienes, o que nos libre de males. Pero a los Santos por su gran valimiento acerca de Dios, pedimos que tomen por su cuenta nuestras causas, para que nos alcancen de Dios las cosas que necesitamos. Por esto nos valemos de dos formas de pedir muy diversas; porque a Dios propiamente decimos: Ten misericordia de nosotros, óyenos; pero al Santo: Ruega por nosotros.
También podemos en alguna manera pedir a los Santos, que tengan misericordia de nosotros, porque son muy misericordiosos, y así podemos rogarles, que apiadados de la miseria de nuestra condición, nos ayuden ante Dios con su intercesión y valimiento. Más en esto deben todos cautelarse mucho de no atribuir a otro alguno lo que es propio solo de Dios. Y así, cuando rezare uno delante de una imagen de algún Santo la oración del Padre Nuestro, tenga entendido que lo que se pide al Santo es, que ruegue juntamente con él, y que pida al Señor le conceda las cosas que se contienen en esa oración; y en fin, que sea su Abogado y Medianero para con Dios. Porque los Santos hacen este oficio, como lo enseñó San Juan en su Apocalipsis.
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