XII
¿PARA QUÉ SACERDOTES? ¿PARA QUÉ SEMINARIOS?
La falta de clero en nuestro país es calamitosa. Sobre eso no puede existir discrepancia. Los números de la estadística harían cesar cualquier discusión sobre esto. La obra de las vocaciones eclesiásticas es para la Iglesia, en nuestro suelo, de primera necesidad; y, gracias a Dios, están ya percibiéndose los frutos de su trabajo: los seminarios tienen buena matrícula; el número de seminaristas va creciendo, y de año en año es también mayor el número efectivo de los que se ordenan. Pero esto no quiere decir que ya podamos descansar, sin que reste nada más que hacer. La población del país crece, y con el número demográfico crecen también las necesidades espirituales de la población. ¡Cuántas parroquias hay todavía sin párroco! ¡Cuántas otras reclaman un desdoblamiento inmediato!
Es posible que haya católicos que pregunten: ¿para qué sacerdotes? ¿Para qué seminarios? Imposible parece lo que, por desgracia, es una realidad. ¿Para qué sacerdotes? ¿Para qué seminarios?
Estas preguntas solo pueden ser dictadas por la ignorancia, o por la falta absoluta de interés en la conservación y progreso del Reino de Cristo en nuestra patria. La semana de las cuatro Témporas, en la que la Iglesia intensifica sus oraciones en favor de las vocaciones sacerdotales, y en la que presenta sus candidatos al Obispo, para que reciban las Órdenes Sagradas, nos da pie para ocuparnos de este importante asunto, uno de los más vitales para la Iglesia en nuestro país.
¿Para qué sacerdotes y seminarios? Nos preguntan los ignorantes e indiferentes. He aquí la respuesta:
1. Para que se conserve la fe en medio de nuestro pueblo. El hombre no puede prescindir, en manera alguna, de la fe, fuente de consuelo y fortaleza, en una vida, tan llena de privaciones y dificultades. El sacerdote es el que transmite la fe por medio de la predicación de la palabra de Dios. El sacerdote es el que consagra y distribuye el Pan de vida. Para que pueda predicar la fe e implantarla en los corazones de los hombres, es preciso que él mismo sea hombre de fe, y para que pueda serlo, es menester que reciba la instrucción y educación adecuada en el seminario.
2. Para que pueda ser comunicada al pueblo la gracia de Dios. Las aguas de la gracia, depositadas en los Santos Sacramentos, corren por el canal de las manos del sacerdote. Para ser digno dispensador de las gracias divinas, digno administrador de los Sacramentos, es indispensable que antes él mismo sea firme en la gracia de Dios. Con este fin precisamente la Iglesia hace cursar los estudios teológicos y prácticas ascéticas, en el seminario.
3. Por causa de Nuestro Señor. Jesús quiere estar en medio de los hombres, por Él redimidos. Los sacerdotes son los encargados de perpetuar en la Santa Misa, la presencia de Jesús en el altar y en el Tabernáculo. El sacerdote nos es desde todo punto indispensable, para que podamos conversar con nuestro Señor en el Santísimo Sacramento; para que podamos visitarle y recibirlo sacramentalmente; para que se pueda sacrificar por nosotros en la Santa Misa, y para que podamos ofrecerle el sacrificio de nosotros mismos; para que le podamos amar y adorar como a Hermano y Dios nuestro. En los seminarios se forman los que un día serán guardianes del Santísimo y distribuidores de sus bienes.
4. Deberes de los católicos para con los sacerdotes y seminarios. a) Oración. El primero de todos es el de orar por los sacerdotes y seminarios. Antes de escoger a sus Apóstoles, Jesucristo se entregó a la oración, según refiere el evangelista San Lucas: “Por este tiempo se retiró a orar a un monte, y pasó toda la noche haciendo oración a Dios. Así que fue de día, llamó a sus discípulos, y escogió doce entre ellos (a los cuales dio el nombre de Apóstoles)” (6: 12). A los Apóstoles se referían sus oraciones, como nos lo asegura San Juan: “Por ellos ruego yo ahora. No ruego por el mundo, sino por estos que me diste, porque tuyos son” (17: 9). Así habla Jesús, refiriéndose a sus Apóstoles. Nuestro Señor preceptuó a sus oyentes que rezasen: “Rogad, pues, al dueño de la mies, que envíe a su mies operarios” (Mat. 9: 38). Fieles a las tradiciones de Nuestro Señor, y obedientes a sus órdenes, los Apóstoles, antes de elegir sucesor de Judas, se pusieron en oración (Hechos 1: 24). Rezaron también antes de la Ordenación de Saulo y de Bernabé (ibid. 13: 3), y los cristianos de Derbe elevaron al cielo muchas oraciones, para que Dios diese sacerdotes a su Iglesia.
Es, pues, tradicional en la Iglesia la costumbre de pedir a Dios vocaciones eclesiásticas. Jesucristo lo estableció, y los Apóstoles así lo practicaron. Es también nuestro deber elevar al cielo nuestras plegarias para merecer de Dios la gracia de obtener muchas vocaciones sacerdotales para la Iglesia, y para nuestro país en particular.
A la oración debe ir unido b) el respeto y la veneración a los sacerdotes. Los Sagrados Libros están llenos de consejos y amonestaciones acerca de esto. Así, leemos en el Eclesiástico: “Honra a Dios con toda tu alma y respeta a los sacerdotes” (7: 33). Y el Salmista exhorta: “Guardaos de tocar a mis ungidos; no maltratéis a mis profetas” (104: 15). Y el Apóstol escribe a los Corintios: “A nosotros, pues, nos ha de considerar el hombre como unos de los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (I, 4: 1).
“Honra al sacerdote” -escribe San Efrén- “para que sobre ti descienda la bendición de su boca. Honra al sacerdote para que en la hora de la muerte recibas su bendición. Pues, el que no honra al sacerdote, no merece recibir su bendición en el lecho de la agonía”. ¡Ay de nuestro pueblo, si pierde el respeto al sacerdote! La consecuencia sería el castigo de Dios, consistente en la disminución, aún más acentuada, de las vocaciones sacerdotales. Nadie puede arrancar del Evangelio las palabras de nuestro señor: “El que os escucha a vosotros me escucha a mí; y el que os desprecia a vosotros a mí me desprecia. Y quien a mí me desprecia, desprecia a Aquel que me ha enviado” (Luc. 10: 16). El desprecio, la falta de respeto al sacerdote es desprecio y falta de respeto al Señor; el que no respeta al sacerdote, como tal, no respeta al sacerdote de los sacerdotes, Jesucristo.
Para que Dios pueda elegir vocaciones sacerdotales, es menester que c) en las familias se cultive el espíritu religioso, el espíritu de Dios; es preciso que haya d) práctica de virtudes y pureza de costumbres; es preciso que los padres den a sus hijos buena, óptima educación. No habrá vocaciones sin sacrificio. El sacrificio siempre va coronado por el éxito, y seguido de la gracia de Dios. Quien ha de sacrificarse en primer lugar es la familia. Dios espera de ella que le haga el sacrificio de su hijo. Grande es en verdad, pero la recompensa es infinitamente mayor. Es incalculable el consuelo y confortación que comunica Dios a la familia que le ha consagrado un hijo como sacerdote.
Pero no es únicamente la familia, la que debe estar pronta al sacrificio, en pro del sacerdocio. Es la parroquia entera, toda la colectividad, la que debe tomar a pecho el trabajar por las vocaciones sacerdotales. Los Obispos y las congregaciones no pueden hacerlo todo. Es preciso que el pueblo contribuya también con su granito de arena espiritual y material. La acción de todos conmoverá el corazón del Señor de la mies. Esta es abundantísima y muy agradable al corazón del Divino Maestro. Para que no falten operarios, para que germinen muchas y buenas vocaciones eclesiásticas, unamos a nuestras oraciones el buen ejemplo de la virtud, pureza de costumbres, y sacrificio.
Demos gracias a Dios por los buenos y santos sacerdotes que hasta ahora nos ha proporcionado. ¡Honremos a nuestro clero y elevemos por él a Dios nuestras plegarias!
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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