viernes, 5 de julio de 2024

LA CASTIDAD

La virtud de la castidad se llama con razón virtud angélica, puesto que nos hace semejantes a los ángeles del cielo.


XI

LA CASTIDAD

Con gran insistencia recomienda el Apóstol a los cristianos la práctica de la castidad. “Esta es la voluntad de Dios, a saber, vuestra santificación, que os abstengáis de la fornicación, que sepa cada uno de vosotros usar del propio cuerpo santa y honestamente, no con pasión libidinosa como lo hacen los gentiles que no conocen a Dios” (I Tes. 4: 3-5). Así escribe San Pablo a los Tesalonicenses, y esas mismas palabras nos propone la Iglesia en la epístola de la Misa de hoy. La selección que Jesucristo hizo entre sus Apóstoles, convidando solo a tres de ellos a que asistieran a las escenas más extraordinarias de su vida, la Transfiguración y la agonía del Huerto, según los santos padres fue motivada por su amor a la pureza. Ya que la castidad es una virtud tan recomendada por nuestro Señor, por los Apóstoles y por la Iglesia, ya que esta misma virtud es tan odiada por el mundo, y tan despreciada por los que con él simpatizan, nos parece conveniente tratar de la castidad, mostrando, 1°: que es excelente virtud; 2°: que es obligatoria para todos, y 3°, el modo más fácil de adquirirla.

1. La castidad es la virtud más excelente. La virtud de la castidad se llama con razón virtud angélica, puesto que nos hace semejantes a los ángeles del cielo. Con esta virtud vivimos en la carne como si no la tuviésemos, como si fuésemos espíritus puros. En cierta manera, nos hace superiores a los ángeles, ya que éstos no poseen cuerpo como nosotros, y no viven, por lo tanto, en continua lucha con el espíritu. “Al hablar de la castidad, dijo el Salvador que, los hombres en el cielo serán semejantes a los ángeles, mientras que ninguna semejanza halló entre ángeles y hombres, al referirse al ayuno, a la limosna y a otras virtudes espirituales; porque como todos los actos corporales son actos comunes con los animales, pero sobre todo los no honestos, así también todas las virtudes son cosas angélicas, pero principalmente la castidad, por medio de la cual se vence a la naturaleza” (San Juan Cris.)

2. La virtud de la castidad es obligatoria para todos. Para todos está escrito: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación, que os abstengáis de la fornicación, que sepa cada uno de vosotros usar del propio cuerpo santa y honestamente, no con pasión libidinosa” (I Tes. 4: 3,5). 
La virtud de la castidad es obligatoria para todos: para los solteros, para los casados y para los viudos, según el estado de cada uno. Todos deben refrenar el ímpetu de la pasión, sin permitir que llegue ésta a dominar al espíritu. Nadie puede heredar el reino de Dios si no posee esta virtud (I Cor. 6,9).

3. El modo más fácil de adquirirla. Jesucristo nos enseñó el modo más fácil de adquirir la virtud de la castidad, cuando dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis el reposo para vuestras almas” (Mat. 11: 29). La paz del alma consiste: en tener el cuerpo perfectamente sometido al alma, y el alma sometida a Dios. De ahí se sigue que, para ser castos no hemos de hacer otra cosa sino aprender de Jesús a ser mansos y humildes de corazón. 

Seamos mansos y seremos castos. “Cuanto más progresemos en la mansedumbre y en la paciencia, tanto más progresaremos en la castidad”, decía San Casiano. El abad Camerón recomendaba la mansedumbre como el mejor remedio contra las tentaciones de los sentidos. Seamos humildes de corazón, y seremos castos. “Así como la soberbia es la fuente de todos los males, así también la humildad es el origen de todas las virtudes” (San Juan Cris.). “La humildad es la defensora de la pureza”, afirma San Bernardo. El vicio de la impureza es el castigo de la soberbia. El Apóstol San Pablo, hablando de los gentiles, “que ensoberbecidos devanearon en los discursos”, dice, que “por eso Dios los abandonó a los deseos de su depravado corazón, a los vicios de la impureza, en tanto grado que deshonraron ellos mismos sus propios cuerpos... Por eso los entregó Dios a pasiones infames” (Rom. 1: 21, 24 y 26). El que es manso y humilde de corazón, sin dificultad y de buen grado, se aplica al ejercicio de la mortificación, huye de las ocasiones y busca la oración. Sin la mansedumbre y humildad de corazón, ¿de qué nos serviría la mortificación y la plegaria? ¿De qué nos serviría huir de las ocasiones, si no quisiésemos apartar la causa principal del pecado: el orgullo? ¿Cómo podremos esperar que el cuerpo se sujete al alma, si ésta no se quiere sujetar a Dios? Aún suponiendo que se consiguiera aliar la castidad con la soberbia, perdería aquella todo el valor a los ojos de Dios, porque “todos los dones de Dios, y todas las virtudes juntas, redundan en nuestra perdición, si falta la humildad” (San Greg.). “Mejor es el pecado con humildad, que la inocencia con soberbia” (San Optato).

BERTETTI

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