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LA IGLESIA, NUESTRO TABOR
“Señor, bueno es estarnos aquí” (Mat. 17: 4), exclamó Pedro en el colmo del entusiasmo, al ver la gloria de su Maestro, en el monte Tabor. Cortas y fugaces fueron las horas de dulce éxtasis, concedidas a Pedro, en lo alto de la montaña. Cortas y fugaces son también para nosotros las horas que pasamos en las dichosas cumbres del Tabor. Dios prefiere que nos familiaricemos con las horas de Getsemaní, horas de lucha y de dolor. No obstante, no nos falta razón para exclamar con ese Apóstol, apropiándonos de sus palabras: “¡Señor, bueno es estarnos aquí!”. ¿Dónde? ¿Qué Tabor terrestre es el que tan dulcemente nos convida, para armar en él nuestra tienda? ¡La Iglesia! He aquí nuestro Tabor, Tabor de la verdad y de la seguridad.
La Iglesia es el reino de la verdad en el mundo, de aquella verdad que trajo Cristo del cielo. La iglesia la conserva pura e intacta, predicándola e interpretándola con toda autenticidad.
a) Cuestiones científicas. La mente del hombre busca la verdad, y solo en ella encuentra sosiego y tranquilidad. Busca la verdad en la ciencia, y su mayor anhelo consiste en realizar descubrimientos, revelaciones de la verdad. En física, en química, en medicina, en cualquier otro ramo de actividad científica, los mayores triunfos son siempre los que van acompañados de la verdad. La verdad proviene de Dios, porque Dios es la verdad. Por eso toda ciencia viene de Dios y en Dios debe tener su fin. Ciencia que no se halla en este camino es falsa, y no merece el nombre de ciencia. El verdadero sabio busca la verdad y es, por lo tanto, amigo de Dios, y en Dios ha de encontrar su ideal y su último completo goce.
b) Cuestiones religiosas. De todas las cuestiones que interesan al espíritu humano, las más importantes, las más trascendentales han sido siempre, y todavía lo son, las cuestiones religiosas. Donde quiera que el hombre arme su tienda, ya entre los hielos de Groenlandia, ya entre las tribus de hotentotes, ora en los valles profundos de los Alpes, ora en las alturas inaccesibles del Himalaya; sea en medio de la opulenta ciudad, o en la absoluta pobreza del desierto, en todas partes, surgirán ante su mente estas preguntas, cuya respuesta exige su corazón: ¿Para qué he venido al mundo? ¿Qué será de mí después de esta vida? ¿Hay un Dios que me creó, que gobierna mi existencia, que ve mis actos y lee mis pensamientos? El mundo está en continuo movimiento; su aspecto cambia de día en día. Los progresos de la ciencia son constantes, y siempre surgen nuevas conquistas que admiran a la humanidad. Más por grandes que sean las transformaciones del mundo y de los hombres, las preguntas formuladas siguen reclamando solución; solución cierta e indudable. El corazón solo encuentra descanso en el conocimiento integral de la verdad y del bien. ¿Quién le dará acertada respuesta? ¿Quién enseña al hombre por qué y para qué se halla en la tierra, y qué medios ha de usar para conseguir su último fin?
c) Solución en la Iglesia. Solo la Iglesia Católica, la Iglesia fundada por Cristo, la Iglesia a la cual entregó el depósito de la fe. La Iglesia siempre es la misma. En ella no hay opiniones diversas sobre puntos esenciales de religión. Es siempre igual su fe, su doctrina, su predicación. No transige para lisonjear a las pasiones, o para agradar a los grandes de la tierra. Por eso, bueno es que en ella permanezcamos. La Iglesia nos ofrece seguridad y salvación. Es la fortaleza edificada sobre la roca en medio del mar, contra la cual se quiebran los furiosos embates de las olas encrespadas. Es el navío seguro, construido por mano divina, que nos conduce al puerto de salvación. La Iglesia es el reino de Dios sobre la tierra; en él se encuentra la verdad y la gracia de Dios. Es el reino que vino del cielo, y al cielo nos ha de conducir. ¡Jurémosle fidelidad eterna! No nos dejemos seducir por las voces engañadoras de falsos predicadores. En ninguna parte podremos encontrar lo que la Iglesia nos ofrece cierta e infaliblemente: la verdad, y en la verdad, el sosiego y la paz del alma.
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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