miércoles, 13 de diciembre de 2023

SOBRE LA VISITA A JESUCRISTO EN EL SANTÍSIMO SACRAMENTO (4)

En vez de emplear vuestro tiempo en charlas ociosas e inútiles, en juegos y diversiones, id a la iglesia y rezad allí un rato, a fin de atraer sobre vos y sobre toda vuestra familia la bendición del Cielo.


Continuamos con la publicación del libro “La Santísima Eucaristía: Nuestro mayor tesoro” (1867) del Padre Michael Müller CSSR.


CAPÍTULO 4

Sobre la visita a Jesucristo en el Santísimo Sacramento

“¿DÓNDE está el recién nacido Rey de los judíos?”, preguntan los tres Magos a Herodes, rey de Jerusalén. “¿Dónde está?”, repiten en su gran deseo de encontrarlo. “Hemos visto su estrella en Oriente y hemos venido a adorarle. Ah, dinos dónde está; deseamos tanto verle; ¡hemos hecho tan largo viaje para conocerle!”. Qué alegría no habrán sentido estos tres santos reyes al saber que el Salvador del mundo había nacido en Belén; con qué celeridad no habrán ido allí para descubrir a su verdadero Rey, que había hecho aparecer la maravillosa estrella que los condujo a su morada.

Amados cristianos, habéis oído y leído este incidente entre los muchos acontecimientos maravillosos de la vida de nuestro Dios y Salvador. Al oír o leer el relato, tal vez incluso habéis deseado fervientemente haber vivido en la época de los Apóstoles para haber tenido la dicha de ver a Nuestro Señor y Salvador. Pero debéis saber que ahora sois más felices que si hubierais vivido en la época de los Apóstoles, pues os habríais visto obligados a viajar muy lejos y a hacer muchas indagaciones para averiguar el lugar de Su morada. Pero ahora no hay necesidad de viajar lejos ni de hacer muchas averiguaciones para encontrarlo. Él está, como sabemos por la fe, en nuestras iglesias, no muy lejos de nuestros hogares. Los Magos sólo podían encontrarlo en un lugar; nosotros podemos encontrarlo en todas partes del mundo, dondequiera que se guarde el Santísimo Sacramento. ¿No somos, pues, más felices que los que vivieron en tiempos de nuestro Salvador? Sí, somos más felices que ellos; ningún alma fiel puede dudarlo. Pero, ¿podemos afirmar también que sabemos aprovechar esta felicidad?

Cuántos hay quizá que confiesan que hasta hoy no han visitado nunca a Jesucristo Sacramentado, como Jutta, la sobrina de la emperatriz Santa Cunegunda, de quien se cuenta que se quedó en casa, sin ninguna razón plausible, mientras el Santísimo Sacramento estaba expuesto en la iglesia. Santa Cunegunda, inflamada de santa indignación ante esta indiferencia, dio a su sobrina una severa bofetada. El Señor, en castigo a la indiferencia de Jutta hacia Él, permitió que la huella de los dedos de Cunegunda quedara indeleblemente estampada en su rostro. Fue para ella una señal de por vida. Sin embargo, no a todos se les da un monitor semejante para recordarles su deber para con Jesucristo Sacramentado; por lo tanto, expondré algunas razones que deberían inducir a toda alma fiel a mostrar en el futuro más fervor, gratitud y amor por su Divino Salvador, visitándole a menudo en este misterio de amor, y pidiéndole gracias, no sólo para sí misma, sino especialmente para todos aquellos que son fríos e indiferentes hacia el excesivo amor y paciencia de su Dios oculto bajo las especies sacramentales.

Si hay una consideración que, más que todas las demás, debe induciros a visitar a menudo a Jesucristo en la iglesia, es el pensamiento del amor excesivo que nos tiene en este adorable misterio de su amor. “Es mi delicia estar con los hijos de los hombres”, dice nuestro Divino Salvador en la Sagrada Escritura. ¡Oh, qué gran condescendencia sería para un rey invitar a un pobre hombre a venir a su palacio y hacerle compañía! Pero Jesucristo, el Rey del Cielo y de la tierra, dice: “Venid todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt. 11:28).

¿No deberíamos considerar como una gran gracia y favor el ser invitados a Su presencia? Ciertamente, deberíamos encontrar nuestro deleite en Su compañía, puesto que Él se deleita en la nuestra. Deberíamos ir a Él con frecuencia y decirle: “Jesús mío, ¿por qué me amáis tanto? ¿Qué bien ves en mí para que estéis tan enamorado de mí? ¿Habéis olvidado ya los pecados con que os he ofendido tan gravemente? Oh, ¿cómo puedo amar a nadie más que a Ti, mi Jesús y mi Todo? Nadie ha hecho nunca tanto por hacerme feliz como Tú, ¡oh amable, oh amabilísimo Jesús! No me dejéis amar otra cosa más que a Ti”.

Si tuvierais un amigo que siempre os deseara lo mejor y que os hubiera prometido ayudaros en todas vuestras necesidades y que incluso se complaciera en la oportunidad de concederos un beneficio, indudablemente actuaríais ingratamente si no recurrierais a él en vuestras necesidades. Pero, ¿dónde, pregunto, podéis encontrar un amigo mejor, más fiel o más liberal que Jesucristo en el Santísimo Sacramento: uno que os desee más sinceramente el bien, uno que consulte más vuestro provecho y felicidad, uno que conceda vuestras peticiones con mayor prontitud y placer? ¿No deberíais, pues, sentiros atraído a ir en pos de vuestro Rey y mejor Amigo para mostrarle vuestra gratitud?

¿Qué diríais si un hombre rico viniera y se instalara en la vecindad de un pobre mendigo sin otro propósito que el de facilitar que el pobre recibiera de él alivio en todas sus necesidades? ¿Qué diríais de semejante señor? “¡Oh!”, exclamarías, “¡qué bueno, qué extremadamente bueno es! Merece ser honrado, estimado, alabado y amado por todos los hombres. Qué feliz es el pobre que tiene por amigo a un señor así!”.

Pero mientras que, de hecho, ninguno de los ricos de este mundo ha ido nunca tan lejos en el amor a los pobres, Jesucristo, el Rey del Cielo y de la tierra, ha ido tan lejos en Su amor por nosotros, pobres pecadores; Él toma Su morada en nuestras iglesias para la conveniencia de cada uno de nosotros. ¡Oh, qué felices somos! Ojalá que cada uno de nosotros aprovechara esta felicidad visitando con frecuencia a Jesucristo Sacramentado. Así, al menos, han manifestado siempre su gratitud los Santos. Santa María Magdalena de Pazzi, según leemos en su vida, visitaba a Jesucristo Sacramentado treinta veces al día. La Condesa de Feria, ferviente discípula del venerable Padre Ávila y después monja de la Orden de las Clarisas, fue llamada la Esposa del Santísimo Sacramento, por sus fervorosas y prolongadas visitas al mismo. Preguntada una vez qué hacía durante las muchas horas que pasaba ante su Sagrada Presencia, respondió: “¡Podría permanecer allí toda la eternidad! ¿No está allí la esencia misma de Dios, que es el alimento de los bienaventurados? ¡Buen Dios! ¿Nos preguntan qué hacemos ante Ti? ¿Qué es lo que no hacemos? Amamos, alabamos, damos gracias, suplicamos. ¿Qué hace un mendigo en presencia de un rico? ¿Qué hace el enfermo cuando ve a su médico? ¿O el sediento ante un manantial? ¿O un hambriento ante una mesa abundante?”.

Santa Isabel de Hungría acostumbraba, ya en su infancia, a visitar a menudo a Jesucristo Sacramentado. Si encontraba la iglesia cerrada, besaba cariñosamente la cerradura de la puerta y las paredes de la iglesia por amor a Jesucristo en la Santísima Eucaristía.

San Alfonso, incapaz por su avanzada edad de ir andando a la iglesia, se hacía llevar en una silla para poder hacer su acostumbrada visita a su amado Salvador.

El padre Luis la Nusa, gran misionero de Sicilia, era, aun cuando joven estudiante en el mundo, tan apegado a Jesucristo, que parecía como si apenas pudiera separarse de la presencia de su amado Señor por el gran deleite que allí encontraba, y siendo mandado por su director que no permaneciese ante el Santísimo Sacramento más de una hora seguida, transcurrido este tiempo, le era tan grande violencia separarse del seno de Jesús como a un niño arrancarse del pecho de su madre. El escritor de su vida dice que cuando se veía obligado a abandonar la iglesia, se quedaba mirando al altar y se volvía una y otra vez como si no pudiera despedirse de su Señor, Cuya presencia era tan dulce y tan consoladora.

El Padre Salesio, de la Compañía de Jesús, se consolaba incluso hablando del Santísimo Sacramento. Nunca podía visitarlo con suficiente frecuencia. Cuando le llamaban a la puerta, cuando volvía a su habitación, o al pasar de una parte a otra de la casa, aprovechaba todas estas ocasiones para repetir sus visitas a su amado Señor, de modo que se observaba que apenas transcurría una hora del día sin que le visitase. Así, finalmente, mereció la gracia del martirio a manos de los herejes, mientras defendía la Presencia Real en el Santísimo Sacramento.

¡Oh, cómo nos confunden estos ejemplos de los Santos, que tenemos tan poco amor a Jesucristo y somos tan negligentes en visitarle! Pero alguien puede decir: “Tengo demasiadas cosas que hacer; estoy ocupado; no encuentro tiempo”. Querido cristiano, no digáis: “Tengo demasiado que hacer”, sino decid: “Tengo demasiado amor y afecto por los bienes de este mundo y demasiado poco amor por Jesucristo”. Encontráis tiempo para comer y para beber; encontráis tiempo para descansar y para dormir; encontráis tiempo para hablar y para reír; tiempo para divertiros; tiempo para todos vuestros asuntos temporales; tiempo incluso para pecar. ¿Y cómo es que encontráis tiempo para todas estas cosas? Porque os gustan.

Si os presentáis pocas veces ante Jesucristo Sacramentado, es señal evidente de que le amáis poco. Amadlo un poco más, y encontrareis tiempo para visitarlo. No digáis: “Estoy ocupado”. También los santos estaban muy ocupados, quizá más que vos, y, sin embargo, encontraban tiempo suficiente para visitar a su Señor. ¿Os imagináis que tenéis más en qué pensar que san Wenceslao, rey de Polonia, o san Luis, rey de Francia? Y, sin embargo, porque amaban tiernamente a Jesucristo su Rey, encontraban tiempo cada día para hacerle una visita. Estad seguros de que si no visitáis a Jesucristo en absoluto, o si lo visitáis rara vez, vuestro amor y afecto por Él no son grandes. Repito, pues, una vez más: Amad un poco más a vuestro Dios y Señor Sacramentado, y estoy seguro de que os encontraréis más a menudo ante el altar. Una vez más, no digáis: “Tengo demasiadas cosas que hacer”. Precisamente por eso debéis sentiros obligados a visitar a vuestro Salvador. Pues los que están fatigados y cansados son invitados por Jesucristo a venir a Él: “Venid todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré”. “En vez de alejaros de Mí por vuestras numerosas fatigas y trabajos”, parece deciros, “más bien deberíais sentiros atraídos hacia Mí, para hablarme de ellos. Venid y contadme todos vuestros problemas, recomendadme todos vuestros asuntos, y Yo los bendeciré para que tengáis éxito”.
 
Los Santos comprendían bien esto; sabían y estaban persuadidos de que de la bendición de Dios depende todo; sabían que si Dios no bendecía sus asuntos temporales, no tendrían éxito, es más, que incluso serían perjudiciales y dañinos para sus almas. Siempre que San Vicente de Paúl tenía que tramitar algún negocio importante, se presentaba ante el Santísimo Sacramento y encomendaba el asunto a Jesucristo, suplicándole confiadamente que le diera su bendición, y después de haberlo realizado, acudía de nuevo a la iglesia para dar gracias a Jesucristo por su éxito. También San Francisco Javier encontró ante el Santísimo Sacramento fuerzas para sus fatigas en la India. Mientras pasaba sus días salvando almas, pasaba gran parte de la noche en oración ante el Santísimo Sacramento.

San Juan Francisco Regis solía hacer lo mismo; y si encontraba la iglesia cerrada, se consolaba arrodillándose a la puerta, incluso en el frío y la humedad, para poder, al menos a distancia, rendir homenaje a su Consolador sacramental. Cuando a San Francisco de Asís le sobrevenía alguna aflicción, acudía inmediatamente a comunicársela a Jesús Sacramentado. La beata Bertha de Oberried, en Alsacia, siendo preguntada un día por una de sus Hermanas de Religión cómo podía cumplir tantos deberes que la distraían sin perjuicio de su piedad, respondió: “Siempre que se me confía un oficio, acudo a Jesucristo Sacramentado. Él es mi Consolador, mi Señor y mi mejor Consejero, y hago cuidadosamente lo que Él me inspira. Él me gobierna, y por Él gobierno a los que me ha confiado”.

¿Comprendéis tú, oh cristiano, este lenguaje? ¿Comprendéis cómo se ha de obtener la bendición del Cielo sobre vuestros asuntos y empresas? Oh, si visitaseis a Jesucristo Sacramentado sólo un cuarto de hora cada día, ¡de cuántas pruebas y penalidades os libraríais; de cuántos accidentes, desgracias, tentaciones y ataques del demonio os preservaríais; cuán pocos pecados cometeríais; y de cuánta más consolación y paz de corazón gozaríais!

“Cuán cierto es”, exclamarías, “lo que Jesucristo ha dicho: ‘Buscad primero el Reino de Dios, y lo demás se os dará por añadidura’. “Ah”, dirías, “desde que tengo el hábito de ir a la iglesia todos los días, trabajo sólo la mitad que antes, y sin embargo tengo más éxito que cuando solía trabajar día y noche con el sudor de mi frente”.

En vez, pues, de emplear vuestro tiempo en charlas ociosas e inútiles, en juegos y diversiones, id a la iglesia y rezad allí un rato, a fin de atraer sobre vos y sobre toda vuestra familia la bendición del Cielo.

Estad seguros de que experimentaréis lo que tantas almas santas han experimentado ante el Santísimo Sacramento, es decir, que os sentiréis mil veces más felices en compañía de Jesucristo que en la más deliciosa compañía de los hombres. Los hombres sólo pueden proporcionaros vanos consuelos, pero Jesucristo tiene las manos llenas de consuelos duraderos y de gracias divinas, que está dispuesto a derramar sobre vuestra alma, si os presentáis ante Él.

Un día en que Federico IV, rey de Prusia, atravesaba la provincia de Renania, cierto pastor de vacas se acercó al carruaje real y comenzó a tocar tan artísticamente como podía su rudimentario cuerno. El Rey, admirado por la sencillez y la muestra de honor del vaquero, le regaló una pieza de dinero para recompensarle por la lealtad que había demostrado hacia su Soberano. Ahora bien, si este príncipe terrenal recompensó tan prontamente este leve acto de honor, cuánto más prontamente no derramará Nuestro Señor sus gracias sobre todos aquellos que se acercan a honrarle en el Santísimo Sacramento, por brevísimo que sea el tiempo.

El Señor manifestó esta disposición al Beato Baltasar Álvarez cuando una vez estaba arrodillado ante el altar. Se mostró en la Sagrada Hostia como un niño pequeño con las manos llenas de piedras preciosas, diciendo: “Si hubiera alguien a quien repartirlas”. ¿Tenéis, pues, necesidad temporal? Acudid a Jesucristo Sacramentado; Él puede ayudaros y os ayudará. San Pedro de Alcántara, viendo un día a sus hermanos de Religión desprovistos de pan y sin medios para procurárselo, les ordenó que fueran a orar ante el Santísimo Sacramento. Apenas lo hicieron, sonó la campanilla de la puerta, y el portero, al abrir, en vez de ver allí a alguna persona, como esperaba, encontró un gran cesto de pan blanco, que Jesucristo les había enviado, probablemente por medio de sus ángeles. Cuando los soldados del emperador Federico II estaban escalando las murallas de Asís para saquear la ciudad, Santa Clara se presentó ante el Santísimo Sacramento y rezó allí de la siguiente manera: “Oh Señor, ¿entonces Vuestros siervos serán entregados en manos de los infieles?”. “No”, le dijo Jesucristo, “siempre os he protegido y lo seguiré haciendo”. En el mismo momento, algunos de los soldados emprendieron la huida, sobrecogidos por un terror interior; otros cayeron desde las murallas, mientras que otros se quedaron ciegos de repente.

Maximiliano I, Emperador de Austria, habiendo subido a las escarpadas montañas de la vecindad de Innsbruck a una altura tan grande que no podía aventurarse a descender de nuevo ni nadie podía acudir en su ayuda, gritó a la gente de abajo que le acercaran el Santísimo Sacramento lo más posible, para que (ya que en su gran peligro no podía recibirlo) al menos pudiera honrarlo lo mejor que pudiera adorándolo y encomendándose a Jesucristo desde la roca de arriba. El Emperador lo adoró con profundo respeto y gran devoción e imploró a Jesucristo que le ayudase. ¿Qué sucedió? Apenas el Emperador comenzó a rezar a Jesús Sacramentado, vio detrás de él a un hermoso joven, probablemente su ángel de la guarda, que le condujo a salvo por entre las rocas más espantosamente escarpadas por un camino hasta entonces inadvertido, y cuando el Emperador iba a recompensarle, desapareció de repente. (Daurolcio, c. 3, tit. 37).

Muchos hechos semejantes ocurren en la historia de la Iglesia y en la vida de los santos. Ahora bien, si Jesucristo está tan dispuesto a ayudarnos en nuestras necesidades temporales, cuánto más fácilmente concederá gracias espirituales y favores a nuestras almas. ¿De dónde sacó Santo Tomás de Aquino todos los conocimientos que le permitieron escribir tan eruditamente sobre todos los temas de nuestra Santa Religión? ¿No fue de las fervientes oraciones que solía derramar en presencia del Santísimo Sacramento cada vez que tenía dificultad en comprender o explicar un punto? ¿De dónde han sacado fuerzas tantas almas piadosas para resistir a toda clase de tentaciones? ¿No era de las frecuentes visitas que hacían a Jesús Sacramentado? El padre Tomás Sánchez, que tenía la costumbre de visitar la iglesia cinco veces al día y ocho veces los jueves, solía exclamar siempre que era tentado: “Jesús Sacramentado, ayúdame”; y apenas pronunciaba estas palabras, cesaba su tentación. Un día un joven dijo a un sacerdote de nuestra Congregación: “Cuando el demonio me asalta con malos pensamientos y representaciones impuras y le ordeno en el Nombre de Jesucristo Sacramentado que me deje, al instante se retira de mí”.

Y además, cuando Dios envió misioneros para convertir pecadores, herejes, infieles, ¿a dónde fueron para obtener su conversión? Ciertamente a aquel lugar donde reside Aquel que puede cambiar todos los corazones, por muy endurecidos que estén. Leemos en la vida de San Francisco de Sales, que novecientos herejes se le presentaron para abjurar de su herejía después de que él había orado con los fieles durante la Devoción de las Cuarenta Horas. Pocos días después, habiendo orado con la gente muy humilde y fervientemente por el mismo objeto, un gran número de herejes de los suburbios de Focigni vinieron a abjurar de su herejía. Su ejemplo fue seguido por trescientos más de la parroquia de Belevaux y trescientos de la parroquia de San Sergio. Por lo tanto, uno de los mejores medios para convertir a los pecadores es encomendarlos a Jesucristo Sacramentado.

Habéis oído y leído que ha habido Santos que ardían tan ardientemente con el fuego del amor divino que a menudo temblaba todo su cuerpo y que los objetos que tocaban llevaban la impresión de este fuego del amor divino. Esto leemos en las vidas de San Felipe Neri, Santa Catalina de Génova y San Wenceslao, Rey de Polonia. Este último amaba a Jesús Sacramentado con tanto fervor que, con sus propias manos, recogía el trigo y las uvas y preparaba las hostias y el vino que debían usarse en la Misa. Con frecuencia iba de noche, incluso en invierno, a visitar la iglesia en la que se guardaba el Santísimo Sacramento. En tales ocasiones, las llamas del amor divino ardían tan intensamente en su alma que comunicaban a su cuerpo un calor sensible y derretían la nieve bajo sus pies. En una ocasión puso este don al servicio de la caridad. Su criado, que le acompañaba de noche, sufría mucho a causa del frío, por lo que el santo varón le ordenó que le siguiera de cerca y pisara sobre sus pasos. Así lo hizo, y ya no sintió el frío de la nieve.

Ahora bien, ¿de dónde obtuvieron los santos este don inestimable del amor de Dios? ¿Creéis que tal vez en la conversación con los hombres? Oh, no; fue por conversar frecuentemente con Jesucristo Sacramentado. Cuanto más a menudo y durante más tiempo conversaban con Él, tanto más sentían sus corazones inflamados por el amor divino. ¿Cómo se iluminaron tantas almas para ver y conocer la vanidad de este mundo? ¿Cómo encontraron fuerza y valor para dejar todas las comodidades de sus casas, y 'llevar una vida santa, mortificada, pobre y despreciada?

¿De dónde procedía esta gran gracia? De sus frecuentes conversaciones con Jesucristo Sacramentado. Escuchad lo que dice al respecto San Alfonso, Obispo de Santa Águeda en Italia, ese gran amante del Santísimo Sacramento: “En ninguna parte han hecho las almas santas propósitos más admirables que aquí, a los pies de su Dios escondido. Por gratitud a mi Jesús, velado en este gran Sacramento, debo declarar que fue por esta devoción, visitándole en sus sagrarios, que me retiré del mundo donde, para mi desgracia, había vivido hasta los veintiséis años. Felices seréis si podéis separaros de él antes de lo que yo lo hice y entregaros por entero a ese Señor que se ha entregado por entero a vosotros. Lo repito, seréis felices, no sólo en la eternidad, sino incluso en esta vida. Creedme, todo lo demás es locura-----banquetes, obras de teatro, fiestas, diversiones-----son goces llenos de amargura y remordimiento; confiad en quien los haya probado y llore por haberlo hecho...”

Os aseguro que el alma, permaneciendo con cualquier grado de recogimiento ante el Santísimo Sacramento, recibe de Jesús más consuelo que el que pueda proporcionarle el mundo con todos sus placeres y pasatiempos. Qué delicia estar ante el altar con fe-----y hasta con un poco de tierno amor-----y hablar familiarmente con Jesús, que está allí para escuchar y conceder las oraciones de los que le visitan, para implorar el perdón de nuestros pecados, para exponerle nuestras necesidades como hace un amigo ante otro en quien confía plenamente, para suplicarle su gracia, su amor, su paraíso. Sobre todo, ¡qué cielo para hacer actos de amor a este Señor que permanece en el altar, rogando a Su Padre Eterno por nosotros y ardiendo de amor hacia nosotros! En una palabra, descubriréis que el tiempo que paséis devotamente ante este divino Sacramento será el más útil de vuestra vida y el que más os consolará en la muerte y por la eternidad. Quizá ganaréis más en un cuarto de hora de oración ante el Santísimo Sacramento que en todos los demás ejercicios espirituales del día. En efecto, Dios concede en todas partes las peticiones de los que le rezan; así lo ha prometido: “Pedid y se os dará” (Mt. 7, 7). Pero en el Santísimo Sacramento, Jesús dispensa favores más abundantes a quienes le visitan. Pero, ¿de qué sirven las meras palabras? “Gustad y ved”.

A esta pequeña exhortación no puedo añadir nada más consolador, nada más alentador ni más persuasivo. Sólo repetiré una vez más Sus palabras: “Gustad y ved”. Id a menudo con devoción a visitar a Jesús Sacramentado, y después de algún tiempo experimentaréis la verdad de lo que ha dicho San Alfonso; es más, tal vez hasta os sea dado sentir transportes de gozo y alegría como los que han experimentado los Santos en presencia del Santísimo Sacramento y exclamar en la plenitud del consuelo con el bienaventurado Gerardo (hermano lego de la Congregación del Santísimo Redentor): “Señor, déjame ir, déjame ir” . . . o con San Francisco Javier: “Basta, Señor, basta” . . . o con San Luis Gonzaga: “Retiraos de mí, Señor, retiraos de mí”. Pero, con toda seguridad, hay una hora en la que el recuerdo de las visitas que habéis hecho al Santísimo Sacramento os dará un placer indescriptible-----la hora de vuestra muerte. Y si nunca, en ningún otro momento, sentís remordimiento por haber descuidado este gran deber, ciertamente lo sentiréis cuando vuestra alma haya abandonado el cuerpo y sepáis cuán cerca habéis estado de Jesucristo en la tierra. Oh, con qué vergüenza y confusión no os cubriréis cuando Jesús os diga: “Fui forastero y no me recibisteis”. Estuve tan cerca de vosotros y no Me visitasteis. Me habéis tratado como a un proscrito; no habéis conversado Conmigo ni Me habéis pedido gracias; Me habéis dejado solo; no habéis pensado en Mí sino raras veces, o nada. ¡Cuán confundido os sentiréis, os digo, ante tan merecido reproche! Ahorraos esta vergüenza y confusión; resolved de ahora en adelante pasar diariamente algún tiempo, digamos media hora o un cuarto de hora por lo menos en la iglesia en presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.

Y a la hora de la muerte Él os dirá: “Fui ciertamente un extraño para muchos cristianos tibios, pero no para ti; vinisteis a visitarme; me hicisteis compañía en la tierra; gozareis, desde ahora, de Mi Presencia en el Cielo por los siglos de los siglos”.

Michael Müller, C.S.S.R.
San Alfonso, Baltimore, Maryland
8 de diciembre de 1867







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