Continuamos con la publicación del tercero de cuatro capítulos del libro de Jacques Attali, escrito antes de la caída del muro de Berlín, sobre el futuro económico, social y tecnológico de los próximos años.
CAPITULO 3: LOS OBJETIVOS NÓMADAS
¿Qué objetos consumirán los hombres del siglo venidero? ¿En qué habrán cambiado sus modos de vida, sus necesidades, sus ambiciones, sus sueños? ¿Cómo se designarán los excluidos?
He hablado de los territorios, que arraigan al hombre. Voy a evocar ahora los objetos, que harán de él un nómada.
El hombre al que nos referimos en estas líneas es el habitante privilegiado de los dos espacios dominantes y de las regiones más ricas de sus periferias. Nuevos objetos perturbarán su ritmo de vida y sus relaciones con la cultura, con el saber, con la familia, con la patria, con el mundo: Y sobre todo consigo mismo.
Le convertirán en un hombre diferente. Ya no el nómada desnudo de las primeras sociedades del orden de lo sagrado, errando de pozo en pozo a la busca de agua para sobrevivir. Ni el nómada peligroso y hostigado del orden de la fuerza, sino un nómada libre, cubierto de bienes y riquezas. Y, sin embargo, todavía sediento: de saber, de seguridad, de fraternidad.
Hablar de los objetos es hablar con otras palabras del mundo. Con términos que pueden a veces sorprender, ya que no son ni los de los economistas -que se interesan sólo en las magnitudes contables-, ni los de los políticos, que no miden más que las relaciones de fuerza. Pero mañana serán nuestros términos cotidianos, que servirán cada día para designar las nuevas herramientas de los hombres.
Si en adelante vivimos como nómadas, es porque esencialmente los objetos que poseeremos o desearemos serán portátiles.
El hombre siempre ha poseído objetos nómadas, instrumentos esenciales para su supervivencia: el fuego para los grupos errantes; los amuletos para los primeros habitantes de los poblados; las armas para los hombres de los imperios; la moneda y la letra de cambio para el comerciante. Cada uno de ellos ha marcado el poder de aquel que lo poseía en el seno de su orden.
Pero he aquí que surgen nuevos objetos nómadas. O, más bien, que todo objeto, todo servicio, se torna nómada.
¿Caricatura? ¿Paradoja? En absoluto. El comerciante siempre ha deseado disponer de objetos suficientemente ligeros para poder hacerlos circular fácilmente. Los que la industria crea actualmente —e irá creando más y más con el tiempo— serán cada vez menos pesados y engorrosos; móviles, portadores de saber, medios de comunicarse, estarán por todas partes, cumplirán mil servicios sustituyendo a los hombres que los prestan hoy. Engendrarán nuevas relaciones en la ciudad, en la familia, en la vida y en la muerte, transformando el modo de vida del siglo XXI más radicalmente aún que el automóvil y la televisión han trastornado el de nuestro siglo.
No nacerán sólo de los caprichos de la imaginación de los investigadores, sino también de las necesidades de una industria al acecho de los medios para canalizar deseos en mercancías.
Socialmente insoslayables, económicamente provechosos, están ya, en parte, tecnológicamente disponibles.
Para describir su futuro y demostrar lo que me he limitado a afirmar en el primer capítulo, haré, como el astrónomo que, antes de observarla, calcula la trayectoria de una estrella desconocida en función de las exigencias del movimiento de las otras. Diré, por lo tanto, de dónde deben surgir estos objetos y de qué resolución de la crisis mundial se desprende su necesidad.
Como las precedentes, la octava forma del orden mercantil comenzó a disgregarse cuando la parte del valor añadido consagrada a mantener el orden aumentó en él. Por «mantener el orden» entiendo las funciones a cumplir para organizar la sociedad de manera que entretenga y eduque a los consumidores. Esta ordenación está garantizada por unos servicios cuya productividad no puede aumentar al mismo ritmo que la de la producción industrial. Dicho de otro modo, el tiempo empleado en prestar tales servicios no puede disminuir tan rápidamente como el tiempo empleado en producir un objeto. Asimismo, los gastos necesarios para garantizar esta ordenación han aumentado en valor relativo (mientras, en cualquier caso, la manipulación de la información no ha sido automatizable). La parte esencial de este aumento está dedicada a financiar los gastos de sanidad y educación. Así es como en Estados Unidos, pese a los esfuerzos desplegados para contenerlos, los gastos de sanidad han pasado en diez años del 8 al 11 % del PNB, y los gastos de educación crecen en valor real de tres a seis puntos al año. En Europa, el alza correspondiente es de cinco puntos. Para este crecimiento insaciable no existe límite. Esta revolución reduce la rentabilidad de la economía, y ralentiza las inversiones industriales; fue ella la que, a mediados de los años sesenta, provocó la crisis de la octava forma.
Para frenarla, las sociedades más ricas comenzaron a incitar a los consumidores a consumir cada vez más, empujándoles a endeudarse y a amontonar los objetos en el tiempo y el espacio. Se les convenció de comprar más objetos de los que les era posible utilizar y pagar. Todos se pusieron a soñar con poseer varios relojes, con cambiar incesantemente de ropas, con adquirir más libros y discos de los que podrían jamás leer y escuchar.
Pero este amontonamiento de bienes en el espacio-tiempo gravó las principales causas de la crisis aumentando los gastos de servicios, es decir de manipulación de la información: fueron necesarios cada vez más bancos para administrar el endeudamiento, administración para manejar las empresas, médicos y profesores para mantener a los consumidores y satisfacer las reivindicaciones de los asalariados. Los
costes de organización de la sociedad han crecido más de prisa que la cifra de negocios de las empresas. Finalmente, cuanto más se intentaba evitar la crisis, más se la agravaba. Para superarla, era preciso que innovaciones tecnológicas, culturales y sociales permitieran aumentar la productividad de la manipulación de la información. Ahora bien, tales innovaciones han surgido.
Del mismo modo que la urca aceleró los transportes del siglo XVII, que la máquina de vapor multiplicó la fuerza de tracción animal en el siglo XVIII, fue el microprocesador, cuya aparición pasó casi inadvertida, lo que abrió el camino a la industrialización de los servicios. Elaborado en 1969 en Estados Unidos por la empresa Intel, almacenaba en un trocito de silicio un centenar de informaciones manipulables a la velocidad de la luz. Desde entonces, no ha dejado de ser perfeccionado, hasta llegar a cambiar de naturaleza. Hoy, manipula alrededor de dieciséis millones de signos; antes de finales de siglo alcanzará los mil millones. Una nueva especie de máquina-herramienta, el ordenador, reúne y hace trabajar a los microprocesadores en arquitecturas complejas, con rendimientos exponencialmente crecientes.
Ahí reside el principal motor de la evolución de la productividad. Robots programados por microprocesadores, armoniosamente articulados con una reforma de la organización del trabajo, comienzan a reducir el coste de producción de los objetos existentes. Ellos hacen luego posible la producción de nuevos objetos, sustitutos de ciertos, servicios particularmente costosos en campos como la comunicación y la alimentación. Por último, otros objetos del mismo tipo permitirán algún día cumplir las mismas funciones que los servicios en los terrenos de la educación y la sanidad.
¿«Objeto»? ¿Máquina? ¿Instrumento? ¿Aparato? Resulta difícil elegir el término adecuado. El automóvil y la televisión, ¿son sólo objetos? Cada vez más, gracias al ordenador, todos los «objetos» se mueven, hablan, trabajan. Son más bien «máquinas», «instrumentos», «aparatos». Si no he empleado ninguno de estos vocablos, es porque evocan las tecnologías de formas anteriores basadas en la manipulación de la energía, no en la de la información que caracterizará los tiempos venideros. Más genérico, el término «objeto» encaja mejor con la naturaleza de estas cosas que siguen siendo antes que nada mercancías, cualesquiera sean sus funciones. Lo cual no debe inducir a pensar que los bienes de consumo del futuro serán cosas inertes: como todos los objetos desde la más remota antigüedad, éstos vivirán la vida que hayan puesto en ellos quienes los producen. Como todos los bienes que el hombre ha poseído —comenzando por el propio hombre—, serán otros tantos medios de singularizarse, de durar, de canalizar la violencia, de nombrar la eternidad. Cada uno extraerá de ellos signos de libertad, marcas de distinción. Gracias a ellos, cada uno se considerará autónomo y diferente, capaz de gobernar su medio ambiente, de ser dueño de sí y del universo.
Sigamos ahora el itinerario de esta salida de la crisis mediante la aparición de objetos nuevos. Hemos vivido su parte más tranquila, más razonable. Mediante lentos deslizamientos, corre el peligro de llevar a abismos vertiginosos.
En principio, gracias a los microprocesadores, el tiempo de trabajo necesario para producir los objetos existentes ha disminuido: en el lapso de diez años, el número de horas necesarias para montar un automóvil, un robot doméstico o un televisor, se ha reducido a la mitad; el tiempo de fabricación de un periódico ha bajado a la tercera parte, el de un libro a la cuarta parte.
Otros objetos, como vestidos y zapatos -que figuran entre los primeros objetos nómadas-, que escapaban hasta ahora a la industrialización debido a su enorme diversidad, se han convertido en producibles en grandes series: un traje fabricado hasta hace poco en varias horas lo es hoy en unos minutos.
Algunos objetos nómadas, también antiguos, se han generalizado e industrializado de manera significativa: armas de puño, instrumentos de autodefensa, e incluso, si queremos considerarlos así, los animales de compañía. En suma, objetos de muerte y objetos de vida.
Hay luego los servicios que exigen una manipulación masiva de información —banca, correos, seguros, comercio—, que han aumentado su productividad, liberando un valor añadido creciente.
Por último, han aparecido nuevos objetos industrialmente producibles en serie, que reemplazan, servicios por objetos. Todos, de cerca o de lejos, están vinculados a dos funciones: comunicación y alimentación, los cuales ocupaban notablemente el tiempo de los consumidores. A la ocupación del tiempo por servicios sucede así una ocupación del espacio por objetos.
Una innovación esencial, el transistor, ha convertido primero la radio en portátil y la escucha de la música en móvil. Más tarde el magnetófono y luego los walkman han permitido al consumidor, paseante en el espacio, escuchar música allí donde quiere y cuando quiere. Luego, el magnetoscopio le ha permitido pasearse en el tiempo. Programado por un reloj de cuarzo, el magnetoscopio almacena imágenes que serán emitidas en una fecha futura, reemplazando un servicio colectivo (la emisión de televisión) por un objeto privado (el videocasete). Sobre la marcha, el compact-disc y luego el videodisc, han permitido ver, oír y almacenar en un espacio muy pequeño sonidos e imágenes, venderlos en serie, constituir colecciones. Finalmente, la comunicación de imágenes, de formas y sonidos se ha desarrollado aún más con el sintetizador, los televisores de pantallas múltiples, los scanners...
Más recientemente, el ordenador personal, miniaturización de las máquinas que equipan a las empresas, ha reemplazado innumerables servicios prestados hasta ahora a personas privadas por personas privadas: secretariado, información, contabilidad. Da un acceso directo a programas de juegos, de educación o de puesta en forma. Pidiéndoselo o informándose en los bancos de datos, el consumidor puede resolver problemas u obtener servicios.
Una forma particular de microprocesador, la tarjeta de memoria, permite igualmente al consumidor financiar servicios y almacenar informaciones confidenciales. Desemboca en una relación completamente distinta con la moneda y en una reorganización completa del sistema bancario.
Las comunicaciones del nómada se simplifican aún más. El contestador telefónico, sobre todo si es consultable a distancia, le permite recibir todos sus mensajes. Gracias al teléfono portátil, se comunica a bordo de un coche, caminando, en tren o en avión. Nadie puede escapar ya a quien le busque. El telefax reduce el tiempo de comunicación de las imágenes, de los proyectos, de los manuscritos, al de un mensaje telefónico.
La alimentación ha sido el segundo campo en el que unos servicios que emplean tiempo se han convertido, durante este decenio, en objetos producidos en serie.
La congelación ha permitido el almacenamiento duradero del alimento. El horno de microondas ha transformado la preparación de las comidas en objetos mercantiles individuales, preparados por anticipado, producidos en serie y consumibles a domicilio y en el trabajo.
En el lapso de unos años, estos objetos se han amontonado unos sobre otros, modificando la vida cotidiana de aquellos que tienen los medios de comprarlos, al igual que de aquellos que sueñan con adquirirlos. Constituyen una galaxia aparentemente desordenada, incoherente, pero, en realidad, muy homogénea y significativa. En lo esencial, procesan informaciones -imágenes, formas, sonidos- a gran velocidad, transformando servicios prestados por personas a personas en objetos producidos industrialmente, portátiles y utilizables simultáneamente.
Su papel es todavía relativamente secundario con respecto al diagnóstico que he emitido sobre la crisis en marcha, ya que apenas modifican la manera de prestar los dos servicios que gravan más pesadamente la rentabilidad de la economía, a saber, los de educación y sanidad. Sin embargo, al enseñar a los consumidores a utilizarlos y a la industria a producirlos, su aparición prepara la de objetos del mismo tipo en estos dos sectores.
Con ellos, cambiaremos a un universo totalmente distinto en el que aparecerá transformada la relación con el saber y el mal, con la vida y la muerte. En suma, con la violencia.
¿Cómo podrán semejantes objetos ver la luz? ¿Estarán en condiciones de sustituir verdaderamente los servicios prestados por el médico y el profesor? A primera vista, estas preguntas parecen absurdas, contra natura; aparentemente al menos, el hombre no puede quedar excluido del acto de curar ni del de enseñar.
Sin embargo, el proceso ha comenzado. Podemos esbozar sus etapas futuras, aunque, una vez más, no hay aquí ni plan reconocido, ni designio divino. Tan sólo, en marcha, el fascinante bricolaje de la vida.
Actualmente, al objeto de limitar los gastos de sanidad y educación a su cargo, la colectividad -cada gran Estado- fija normas de comportamiento con las que impone el respeto a todo individuo. Tales normas existen desde hace tiempo, al menos implícitamente. La belleza, por ejemplo, es una exigencia socialmente impuesta. Estas normas aspiran a inducir a cada uno a elegir el comportamiento individual más útil para la sociedad, el menos peligroso para su propia salud y para la de los demás (limitación de la velocidad, reducción en el uso del tabaco, del alcohol, del azúcar o de la droga, disminución de peso, etc.), al igual que se definen unos niveles mínimos de educación y de formación profesional exigidos a aquellos que la sociedad toma a su cargo.
En algunos países, cada individuo debe ya asumir una parte al menos de los gastos que implica el no respetar estas normas. Al objeto de evitar que los gastos que acarrea no graven injustamente a los otros ciudadanos, la cobertura de los gastos hospitalarios está subordinada al respeto por parte del enfermo de ciertas normas de comportamiento. Por otra parte el mantenimiento de ciertas ventajas o el ascenso de las profesiones dependen de la obtención y conservación de cierto nivel de educación.
Poco a poco, el ciudadano de las democracias debe así sacar partido de su autonomía. Su libertad se compra y se vende. Para vivir más y encontrar más fácilmente trabajo, se le enseña a no contar demasiado con la sociedad, a mantenerse en forma, a comer mejor, hacer gimnasia, correr, entretenerse, vigilarse, en suma, a formarse e informarse. Si se niega, deberá pagar el precio; se paga por estar en forma; él pagará por el derecho de no estarlo.
Estar en forma e informado es parecerse a un modelo, a una «estrella» tal como nos la muestra el cine. Lo que comenzó con la música y el vestuario -hit-parade y leyes de la moda- se convierte en un fenómeno social mucho más general. Poco a poco se encuentran definidos en todas partes lo anormal que hay que ahuyentar, lo peligroso que hay que excluir, lo violento que hay que eliminar. La víctima propiciatoria ya no es aquel que no tiene dinero, sino el que no está «en forma»: el gordo, el deforme, el perezoso, el enfermo, el ignorante, el desocupado...
Médicos y profesores tienen como función especialmente la de verificar por cuenta de la sociedad que todos se conformen a las normas así precisadas, sugeridas o impuestas.
Para verificar esta conformidad a los modelos, existen ya objetos. Algunos son de uso privado y relativamente antiguo, como el espejo para juzgar la propia belleza, la balanza para vigilar el peso, el termómetro para medir la fiebre. El test de alcoholemia, los de embarazo, hepatitis y SIDA son sus ejemplos más recientes. Otros están aún reservados a los profesionales: electrocardiógrafo, aparatos de medida de la tensión arterial, de la glucemia, del nivel de colesterol, etcétera.
Muchos otros instrumentos de autodiagnóstico utilizarán pronto microprocesadores para tomar la medida de un parámetro, compararlo con el estado normal y dar a conocer la diferencia. Durante algún tiempo todavía, sólo el médico podrá utilizar estos objetos nuevos. Luego serán miniaturizados, simplificados, producidos a un coste muy bajo y puestos a disposición de los consumidores, pese a la fuerte oposición del cuerpo médico con el que competirán. Algún día, cada uno de nosotros llevará en la muñeca un aparato que registrará permanentemente el estado de su corazón, su tensión arterial, su nivel de colesterol, etc. Otros aparatos portátiles o injertados medirán también diversos parámetros de la salud.
El deseo de conocerse, la angustia ante la enfermedad, la habituación a las pantallas y las imágenes, la creciente desconfianza hacia los terapeutas, la fe en la infalibilidad de los objetos nómadas abrirán a éstos enormes mercados. Los médicos perderán por ello una parte de sus funciones; conservarán, no obstante, papeles en la curación de las enfermedades así detectadas, al igual que en la producción y
experimentación de estos objetos de autovigilancia médica.
Los países en que la cultura se basa en el individualismo y la preocupación por dominar los propios deseos -las sociedades budistas, por ejemplo- serán cada vez más receptivos a este género de objetos. Otro índice de que el Oeste del Pacífico dispone de excelentes triunfos en la carrera por el dominio.
Los instrumentos de autodiagnóstico ayudarán también a juzgar los niveles de saber. Tests y juegos educativos preparan a ello (el Trivial Pursuit y algunos concursos o campeonatos televisados demuestran hasta qué punto son populares estos «exámenes» lúdicos). Juegos binarios, serán fácilmente memorizados y los ordenadores personales permitirán así a los niños controlar sus conocimientos. Programas existentes permiten ya a cada estudiante verificar sus conocimientos y preparar sus exámenes a domicilio en numerosos campos y para numerosos niveles.
Todos estos objetos de autovigilancia ayudarán al hombre a satisfacer su pasión por él mismo. El narcisismo será la guía del nómada del mañana.
Pero no hay espejo sin maquillaje, no hay autodiagnóstico sin instrumentos de puesta en forma. Pronto, otros productos industriales fabricados en serie permitirán a cada uno, una vez medida la diferencia que le separa de ella, restaurar por sí mismo su conformidad a la norma. Múltiples especímenes existen ya de ello: medicamentos adelgazantes, artificios que restauran la belleza, lentillas que colorean los ojos, postizos que ocultan la calvicie; preservativos y píldoras que evitan el embarazo; el marcapasos que regula el ritmo cardíaco; etc.
Un paso considerable será franqueado cuando se conecten los microprocesadores a diversos órganos del cuerpo a fin de vigilar permanentemente en qué se apartan de la norma, y restablecer así los equilibrios. En la actualidad, se inyecta automáticamente insulina a los diabéticos; pronto, se inyectará incluso vitaminas a los niños. Estos microprocesadores, al comienzo formados de materiales tolerables, y más tarde de biomateriales, administrarán medicamentos a intervalos regulares. Cuasi-prótesis, cuasicopias de los órganos a los que reparan o suplen, parecerán una liberación con relación al tratamiento actual de las enfermedades, y abrirán el camino a fantásticos progresos hacia los órganos artificiales.
Se fabrica y vende desde hace mucho tiempo articulaciones, dedos, cristalinos, huesos, válvulas artificiales, prótesis de cadera, de dientes, palabra y movimiento. Mañana, se fabricará del mismo modo pulmones, riñones, estómagos, corazones. Algún día, quizá, hígados. Jamás, sin duda, cerebros (en todo caso, cerebros informados). ¿Pero es éste un terreno en el que se puede decir «jamás»?
Terrible conmoción: el hombre consumirá -en el sentido mercantil de la palabra- pedazos de hombre. Canibalismo industrial.
Simultáneamente, objetos de la misma naturaleza permitirán a todos los niños aprender por sí solos conocimientos hoy dispensados por el mundo escolar. Las diferencias entre la educación y el juego se difuminarán; la pedagogía moderna se prepara para ello. Aprender es ya vivir por poderes, viajar en
imágenes. Nómada de Carnaval, se estudiará en todas las edades, en pantallas e imágenes que se manejarán sin intervención ajena, empujados por la preocupación de estar informado, al minuto casi, de lo que pasa en todo el mundo, efímera sucesión de tragedias o de irrisiones. Videodiscos portadores de diccionarios enteros de consulta. Habituado como lo está ya a aprender mucho del periodista de televisión, maestro de la vida cotidiana, el niño escuchará el ordenador-maestro del mismo modo que utiliza ya la calculadora en lugar de aprender la tabla de multiplicar. El walkman-video experimentará un inmenso desarrollo. Al principio instrumento de ocio, luego de informaciones permanentes, se convertirá en un instrumento de autoformación. Pronto, se fusionará con el ordenador personal, y se insertará en él indiferentemente película o disquete para informarse o aprender. Se conservarán bibliotecas enteras en vídeo-ordenadores portátiles que se podrán consultar sobre la marcha. Ya el Next, uno de los nuevos ordenadores personales, lee videodiscos-láser.
Todos estos objetos utilizarán memorias magnéticas u ópticas cuya capacidad alcanzará varios billones de caracteres. Invadirán nuestra vida y sostendrán el crecimiento económico durante muchos años. Como serán portátiles, nos convertirán en seres libres de elegir dónde vivir, nómadas portadores de instrumentos capitales de su supervivencia, apartados del hospital y la escuela, del maestro y el médico.
Ciertamente, todo esto nunca será absoluto. En su viaje, el nómada tendrá necesidad de guías. El niño buscará un tutor para que le incite a trabajar; el enfermo, un médico que le tranquilice. Pero los papeles se habrán transformado profundamente: uno enseñará a aprender; el otro enseñará a vivir y a morir. Uno y otro deberán aprender a escuchar.
No he conservado el término nómada porque sí. No solamente me parece que caracteriza los objetos futuros, sino que es la palabra clave que define el modo de vida, el estilo cultural y el consumo de los años dos mil. Pues todos llevarán consigo entonces toda su identidad: el nomadismo será la forma suprema del orden mercantil.
Nómada y en forma: esta doble característica se nutre una de la otra. Se será nómada para estar en forma, para gustar, trabajar, rivalizar en la violencia. Se estará en forma para ser nómada, para viajar, encontrar el propio camino. Esto será igualmente cierto en el simulacro; el maquillaje es a la vez viaje y modo de parecer que se está en forma. Simboliza las dos exigencias de la época: el Carnaval será una forma de nomadismo.
La diversión se basará en el viaje; la televisión permite ya ir y venir por el mundo entero, en el espacio y en el tiempo, en la realidad y en la ficción. Permite además nomadizar a domicilio de un programa al otro. El programa televisado es un producto particularmente útil, solicitado y en expansión. Pero, inversamente, el viaje en sí se ha convertido en espectáculo, en diversión. La expansión sin precedentes del turismo, aspecto capital del desarrollo económico, requerirá cada vez más hoteles y medios de transporte, puertos y aeropuertos, trenes y autopistas tanto en los espacios dominantes como en la periferia. Del mismo modo que los telespectadores viajan sobre el propio terreno, los turistas querrán estar conectados continuamente a su propio domicilio. Nómadas inmóviles...
Aquellos que no tengan acceso a estos objetos nómadas y a estos sueños de viajes, viajarán mediante el espectáculo del viaje de los otros. O peor: gracias a la droga o el alcohol. Viajes perversos, que habrá que combatir tanto más cuanto que la expansión industrial se basará en la promoción de los valores que conducen a ello: la droga es el nomadismo del excluido.
Los medios de transporte (automóvil, avión, tren, barco), soportes naturales de este nomadismo, serán lugares privilegiados de amontonamiento de objetos nómadas (teléfonos, telefax, televisores, lectores de videodisco, ordenadores, hornos de microondas...). Prótesis del movimiento, hablarán, trabajarán, vivirán como seres vivos. Pronto utilizarán otras fuentes de energía: solar, nuclear, o de hidrógeno. Remolques y caravanas modernos, se vivirá en ellos en plan nómada.
La alimentación evolucionará también hacia el movimiento. Se convertirá en doblemente nómada. De un lado, bien sea en avión, en tren, en barco o a domicilio, la gente se alimentará moviéndose a fin de no perder el tiempo. Habrá que disponer de platos rápidos de preparar, listos para cocinar y servir. El éxito de los fast-food y los microondas es actualmente una ilustración de ello. Ya no se comerá en los aviones «como en casa», sino en casa como en los aviones, en fuentes preparadas: fuentes-tele, fuentes nómadas...
Por otra parte, la gente se alimentará para indicar que se mueve, para darse de nómada. Para estar en forma y gustar, porque eso es nómada. Los restaurantes exóticos estarán a la moda; se buscará en ellos frutos que no son de temporada, productos de todo el mundo. Los progresos de la congelación y la industrialización de la agricultura los harán disponibles en masa. El espacio y el tiempo se borrarán en platos exóticos listos para calentar. Extraño universo donde el verdadero viajero tendrá en lo sucesivo dificultad en encontrar, en ciudades estandarizadas, lo que el nómada inmóvil encontrará fácilmente en su supermercado...
El vestido obedecerá asimismo a esta doble exigencia. Por una parte, la gente se vestirá de nómada, luciendo conjuntos cada vez más flexibles, capaces de soportar los viajes sin arrugarse ni deformarse. El jogging —verbo de movimiento convertido en nombre de vestido— se convertirá en un atavío para cada día, para todas las edades y sexos. Por otra parte, las ropas serán cada vez más exóticas, para significar a su vez el viaje, o para reemplazarlo. Lo comprobamos hoy en las colecciones de los más grandes creadores: la inspiración está siempre en otra parte, exótica en el espacio o en el tiempo.
El reloj-pulsera será el objeto nómada perfecto, el accesorio esencial. Tiene ya muchas otras funciones, aparte de dar la hora: almacena números de teléfono, direcciones, medios de cálculo.
Medirá el grado de humedad, la temperatura de la atmósfera. Será agenda electrónica, receptáculo de innumerables datos personales, de identidad, sanitarios y culturales, la conexión con múltiples redes exteriores y un distribuidor de medicamentos. Será vestido nómada al mismo tiempo que prótesis, aderezo y alarde, joya del Carnaval nómada. Algún día incluso, cuando la forma del sonido haya sido digitalizada, obedecerá a la voz.
El teléfono pronto se reducirá a las dimensiones de una tarjeta de memoria insertable en un minúsculo aparato portátil. Unido por repetidores hertzianos a redes complejas, permitirá comunicarse dondequiera se esté sin que nadie sepa el lugar. Símbolo particularmente pesado: el nómada será en adelante identificado por un número o simplemente por su nombre, y no ya por una dirección. Bastará con pronunciar su nombre para hablarle. Un día, bastará también para escribirle: el telefax pronto se reducirá a una tarjeta de memoria personal insertable en todo aparato de ocasión para recibir correo a su nombre sin comunicar la dirección, dondequiera se esté. La tarjeta de memoria se convertirá así en la prótesis principal del individuo, una especie de órgano artificial, a la vez carnet de identidad, talonario de cheques, teléfono, telefax, pasaporte del nómada. Prótesis del yo abierta a un mercado universal.
Para utilizarla, bastará con conectarla a redes, pozos de agua de los nuevos nómadas, de acceso fácil, homogéneos e integrados como lo está ya la red Numeris. Se las encontrará en los bancos, las tiendas, todos los lugares públicos (al menos en los barrios opulentos de las metrópolis más ricas). Algún día, en ellos se podrá dictar de palabra todos los pedidos.
El nómada medio dispondrá de una vivienda impersonal, una cuasi-caravana. Sólo los más afortunados tendrán los medios para convertirse en propietarios en las grandes ciudades, oasis de nómadas inmóviles, polos de atracción para los nómadas que afluirán de todas partes. Ciudades abarrotadas, peligrosas; ciudades cableadas, de sueño, según se haya sabido tejer las redes necesarias para el funcionamiento de los objetos nómadas.
Nómada, el hombre lo será tanto por su trabajo como por su consumo. Ya, en los espacios dominantes como en las periferias, el mestizaje profesional se ha hecho corriente: americanos que trabajan en compañías japonesas, japoneses en empresas americanas. En Europa, dentro de diez años, la décima parte de los trabajadores no trabajarán ya en su país de origen. A la vez nómadas inmóviles y sujetos nómadas, los que conciben los modelos y los programas de los objetos nómadas -ingenieros, escritores, programadores, compositores, artistas, etc.; yo los llamo los estampadores- serán los primeros en viajar continuamente o en trabajar a distancia gracias al telefax y a la red Numeris.
Los trabajadores menos formados, los menos creadores de información, se convertirán en objetos del trabajo, objetos nómadas. Emigrarán sin cesar hacia los lugares donde esperarán trabajo y protección social, acompañados de objetos nómadas que les ayudarán a permanecer conectados a su universo de origen.
En el espacio europeo, el desfase entre los niveles de vida provocará una migración masiva de Este a Oeste. En el Este, contribuirá a aliviar el paro y a aportar divisas, suscitando una uniformización progresiva de los mercados financieros y las monedas. En el Oeste, rejuvenecerá a la población, hará presión sobre los salarios y las ventajas sociales de los trabajadores, y competirá fuertemente con la emigración llegada del Tercer Mundo.
En el espacio del Pacífico, los emigrantes vendrán de América Latina y del extremo septentrional de Asia. Actualmente, en Estados Unidos los hispanohablantes son más de veinte millones.
Importantes movimientos migratorios se producirán entre la periferia y los espacios dominantes. Desde luego, los países del Sur cuyo crecimiento demográfico es más fuerte sufrirán más movimiento entre sus súbditos. China tratará de enviar su exceso de población hacia Japón; África, hacia Europa. La propiedad más buscada será entonces la ciudadanía de los países de los espacios dominantes. Algún día, esta propiedad se venderá en un mercado libre de pasaportes. (¿Acaso no es ya objeto de un comercio paralelo, de un mercado negro?)
Muchos países de los dos espacios dominantes querrán protegerse de estos movimientos de población, defender su identidad. Víctimas de peligrosas crispaciones, cerrarán sus fronteras: asistiremos a la aparición de nuevas formas de Estado represivo que instituye cuotas y restricciones con vistas a limitar el acceso a la ciudadanía y a la propiedad. La dictadura que nos amenaza es aquella que se negará a acoger al Otro, que se parapetará en su riqueza, justificará la exclusión por los excesos de la movilidad. Para seguir siendo o para convertirse en ciudadano de estos países, habrá que volver a justificar el origen racial.
El racismo es inexcusable, pero hay que explicarlo. En todas partes se combate, y, por ello, debe ser analizado. Comprenderlo, hoy, es aclarar el vínculo entre nomadismo y subdesarrollo. Combatirlo es, ante todo, tratar de prever las formas que revestirá, los lugares donde la xenofobia triunfará y donde se reservará a los ciudadanos reconocidos el derecho de poseer casas, objetos de arte, empresas, convertidos en otros tantos bienes de identidad. Tales bienes serán eminentemente buscados por todos, estén donde estén: no hay nómadas sin pozos de agua. Mediante su posesión, cada uno tratará de afirmar su pertenencia a una «tribu», bien se trate de un grupo, una nación, una cultura o una religión. Asistimos ya aquí y allá a un retorno de este tipo a la familia, al clan. Los bienes nómadas no serán excluidos de ello, al contrario: servirán al nómada para conservar el contacto con su lugar de arraigo (esto ocurre ya con la música). Separados, serán utilizados para defender una identidad. Por todas partes se multiplicarán las emisoras de televisión y los videodiscos accesibles en todas las lenguas. A través de esos objetos nómadas, el nómada se encontrará en casa en todas partes, al menos si sabe contentarse con lo que se habrá convertido este «en casa»: un artefacto apenas diferenciado.
Al final de esta difícil mutación, el hombre se convertirá al mismo tiempo en portador de objetos nómadas y nómada-objeto él mismo. Su cuerpo se cubrirá de prótesis, luego él se convertirá a su vez en prótesis, hasta venderse y comprarse como un objeto.
¿Fantasía? ¿Extrapolación gratuita de las tendencias que están actualmente en marcha. Observémoslo con más detalle.
Hay seres vivos que desde hace tiempo son objetos mercantiles. No solamente se venden en el mercado vegetales y animales, sino que, desde hace poco, toda especie vegetal o animal se ha convertido en patentable; dicho de otro modo, puede ser producida y comercializada en serie en el marco del mercado. Un umbral decisivo se franqueó el día en que un industrial fue reconocido como propietario legal de una especie viva.
Las exigencias del progreso de la agricultura y la cría de ganado, y los gustos alimentarios de los nómadas, han conducido a inventar procedimientos de producción artificial de vegetales y, posteriormente, de variedades artificiales de vegetales. Al objeto de poder rentabilizar estas investigaciones, la industria ha exigido las patentes. Por la misma razón se ha patentado organismos unicelulares y, más recientemente, organismos multicelulares. Ahora bien, el hombre no es otra cosa que un organismo particularmente complejo. No se puede excluir que algunos deseen algún día patentarlo a su vez para rentabilizar manipulaciones genéticas capaces de modificarlo.
Por largo que sea el camino que conduce a tales abominaciones, la humanidad se ha comprometido ya ampliamente en ellas. Esquemáticamente trazadas, he aquí las etapas que amenazan con llevar a ello «naturalmente», para satisfacer exigencias terapéuticamente irrefutables y mercados económicamente prometedores.
Actualmente, cada uno desea poder decidir tener un solo hijo: «consumir» los hijos a la manera de objetos. La fecundación in vitro, concebida para permitir a parejas estériles que tengan hijos, permite también tenerlos sin compañero. Cabe imaginar que, pronto, una mujer podrá elegir almacenar una parte de sus óvulos para tener hijos más tarde, en una fecha elegida por ella, con el esperma de un donante conocido o desconocido. Más tarde, cada uno podrá elegir el sexo del hijo que querrá tener (lo que trastornará uno de los equilibrios estadísticos capitales de la historia humana).
Se buscará luego elegir las cualidades de los futuros hijos. En un principio, querremos evitar el tener hijos portadores de riesgos de enfermedades transmitidas hereditariamente. ¿Quién podrá negarse a eso? Se intentará, pues, medir estos riesgos mediante análisis de genes. Hoy, es posible ya detectar los fundamentos genéticos de la mucoviscidosis, de la miopatía, del mongolismo. Para descubrir este tipo de fallos nos afanaremos en descifrar el genoma, en establecer un documento de identidad genético de cada individuo. Formidable programa, uno de los más graves que la ciencia haya considerado jamás. Pero ¿quién se mostrará en desacuerdo?
Como siempre, pronto nos deslizaremos del descubrimiento a la reparación. Manipularemos los genes para reducir los riesgos. Luego pasaremos de la curación de lo patológico a la modificación de lo normal.
La elaboración de la tarjeta de identidad genética permitirá ante todo renunciar ab initio a un embrión que corra el peligro de sufrir un error de programa. Más tarde, se deseará reparar los defectos genéticos. Finalmente, se buscará concebir ab initio un embrión «normal». Manipulaciones genéticas efectuadas en los embriones los primeros días de su formación harán así de la tarjeta de identidad genética un esbozo a modelar. También aquí, ¿es concebible que la opinión se resista a ello?
Más adelante aún, cabe imaginar que el hombre aprenderá a replicar en serie unos modelos cuya tarjeta de identidad genética habrá definido él mismo. Querrá entonces comprar y consumir dobles de sí mismo, copias de seres queridos, quimeras inventadas, híbridos de donantes de cualidades particulares, elegidos para conseguir objetivos particulares. Muy pronto, se comercializarán fetos; se venderán riñones en pública subasta. Más adelante, cada uno podrá constituir colecciones de uno mismo o de otros, elegir en los bancos de injertos, consumir hombres como objetos, nomadizar en otros cuerpos y otras mentes.
Todas las leyes de la economía resultarán trastornadas; se abandonará el orden mercantil. Convertido en prótesis de sí mismo, el hombre será producido como una mercancía. La vida será objeto de artificio, creadora de valor y de rentabilidad.
Locura de nómada en la que se disolverá la distinción entre el hombre y el artefacto, entre la cultura y la barbarie, entre la vida y la muerte, entre lo sagrado, la fuerza y el dinero.
¿Dónde estará la muerte? ¿En la muerte de la última copia de uno mismo o en su olvido por los demás?
Pero ¿cabe aún hablar de vida dado que el hombre es ya producido y pensado sólo como objeto?
Muerte de la especie.
A menos que se haga del hombre un santuario; de su patrimonio genético, un tesoro a proteger. Éste
será el envite de los años dos mil.
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