jueves, 21 de noviembre de 2024
CARTA SOBRE LA RENOVACIÓN DEL ESTUDIO DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA
Queridos hermanos y hermanas:
Con esta carta quisiera compartir algunos pensamientos sobre la importancia del estudio de la historia de la Iglesia, especialmente para ayudar a los sacerdotes a interpretar mejor la realidad social. Es una cuestión que me gustaría que se tuviera en cuenta en la formación de los nuevos sacerdotes y también de otros agentes pastorales.
Sé muy bien que en la formación de los candidatos al sacerdocio se presta especial atención al estudio de la historia de la Iglesia, y está muy bien que se haga así. Pero lo que quisiera subrayar ahora va más bien en la dirección de una invitación a promover, en los jóvenes estudiantes de teología, una real sensibilidad histórica. Con esta última expresión indico no sólo el conocimiento profundo y puntual de los momentos más importantes de estos pasados veinte siglos de cristianismo, sino también y, sobre todo, el surgir de una clara familiaridad con la dimensión histórica propia del ser humano. Nadie puede saber verdaderamente quién es y qué pretende ser mañana sin nutrir el vínculo que lo une con las generaciones que lo preceden. Y esto es válido no sólo a nivel de situaciones personales, sino también a un nivel más amplio de comunidad. En efecto, estudiar y narrar la historia ayuda a mantener encendida “la llama de la conciencia colectiva” [1]. De lo contrario, permanece sólo la memoria personal de los hechos ligados al propio interés o a las propias emociones, sin un verdadero nexo con la comunidad humana y eclesial en la que estamos viviendo.
Una adecuada sensibilidad histórica nos ayuda a cada uno a tener un sentido de la proporción, un sentido de medida y una capacidad de comprensión de la realidad, sin abstracciones peligrosas y desencarnadas, tal como es y no como la imaginamos o nos gustaría que fuera. Es así como se logra entablar una relación con la realidad que llama a la responsabilidad ética, al compartir, a la solidaridad.
Según una tradición oral, que no puedo confirmar con fuentes escritas, un gran teólogo francés decía a sus alumnos que el estudio de la historia nos protege del “monofisismo eclesiológico”, es decir, de una concepción demasiado angelical de la Iglesia, de una Iglesia que no es real porque no tiene manchas ni arrugas. Y a la Iglesia, como a una madre, hay que amarla tal como es; si no, no la amamos en absoluto, o amamos sólo un fantasma de nuestra imaginación. La historia de la Iglesia nos ayuda a ver la Iglesia real, para poder amar a la que verdaderamente existe, y que ha aprendido y continúa aprendiendo de sus errores y de sus caídas. Esta Iglesia que, también en sus momentos más oscuros, se reconoce a sí misma y es capaz de comprender las manchas y las heridas del mundo en el que vive, y si tratará de curarlo y de hacerlo crecer, lo hará de la misma manera que intenta sanarse y crecer, aunque muchas veces no lo consiga.
Se trata de una rectificación de aquel terrible planteamiento que nos hace comprender la realidad sólo a partir de la defensa triunfalista de la función o del papel que uno cumple. Este último planteamiento, como he subrayado en la encíclica Fratelli tutti, es el que hace percibir al hombre herido de la parábola del buen samaritano como una molestia con respecto al propio proyecto de vida, quedando sencillamente como un “fuera de lugar” y “alguien que no cumplía función alguna” [2].
Además, educar a los candidatos al sacerdocio a una sensibilidad histórica se presenta como una clara necesidad. Y más aún en nuestro tiempo, en el que “se alienta también una pérdida del sentido de la historia que disgrega todavía más. Se advierte la penetración cultural de una especie de “deconstruccionismo”, donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero. Deja en pie únicamente la necesidad de consumir sin límites y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos” [3].
La importancia de conectarnos con la historia
De manera más general, se debe decir que todos ―y no sólo los candidatos al sacerdocio― tenemos hoy necesidad de renovar nuestra sensibilidad histórica. En este contexto se sitúa un consejo que di a los jóvenes: “Si una persona les hace una propuesta y les dice que ignoren la historia, que no recojan la experiencia de los mayores, que desprecien todo lo pasado y que sólo miren el futuro que él les ofrece, ¿no es una forma fácil de atraparlos con su propuesta para que solamente hagan lo que él les dice? Esa persona los necesita vacíos, desarraigados, desconfiados de todo, para que sólo confíen en sus promesas y se sometan a sus planes. Así funcionan las ideologías de distintos colores, que destruyen (o de-construyen) todo lo que sea diferente y de ese modo pueden reinar sin oposiciones. Para esto necesitan jóvenes que desprecien la historia, que rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido” [4].
De hecho, para comprender la realidad es necesario encuadrarla en la diacronía, allí donde la tendencia predominante es apoyarse en lecturas de los fenómenos que los equiparan en la sincronía, es decir, en una especie de presente sin pasado. Evadir la historia aparece muy a menudo como una forma de ceguera que nos empuja a preocuparnos y desperdiciar energías en un mundo que no existe, planteándonos falsos problemas y dirigiéndonos hacia soluciones inadecuadas. Algunas de estas lecturas pueden ser útiles para grupos pequeños, pero ciertamente no para toda la humanidad y la comunidad cristiana.
De ahí que la necesidad de una mayor sensibilidad histórica sea más urgente en una época en la que se está extendiendo la tendencia a intentar prescindir de la memoria o construir una que se adecue a las necesidades de las ideologías dominantes. Frente a la supresión del pasado y de la historia o de los relatos históricos “tendenciosos”, el trabajo de los historiadores, así como su conocimiento y amplia difusión, pueden frenar las mistificaciones, los revisionismos interesados y ese uso público particularmente comprometido con la justificación de las guerras, persecuciones, producción, venta, consumo de armas y muchos otros males.
Hoy tenemos una proliferación de relatos, a menudo falsos, artificiales e incluso engañosos, y al mismo tiempo una ausencia de historia y de conciencia histórica en la sociedad civil y también en nuestras comunidades cristianas. Entonces todo se vuelve aún peor si pensamos en historias cuidadosa y secretamente prefabricadas que sirven para construir relatos ad hoc, relatos de identidad y relatos de exclusión. El papel de los historiadores y el conocimiento de sus resultados hoy son decisivos y pueden representar uno de los antídotos para enfrentar este régimen mortal de odio basado en la ignorancia y los prejuicios.
Al mismo tiempo, el conocimiento profundo y compartido de la historia demuestra que no podemos abordar el pasado con una interpretación rápida y desconectada de sus consecuencias. La realidad, pasada o presente, nunca es algo sencillo que pueda reducirse a simplificaciones ingenuas y peligrosas. Menos aún a las pretensiones de quienes se creen ser como dioses perfectos y omnipotentes y quieren suprimir parte de la historia y de la humanidad. Es verdad que puede haber momentos horrendos y personas muy oscuras en la humanidad, pero si el juicio se hace principalmente a través de los medios de comunicación, las redes sociales o sólo por interés político, siempre estamos expuestos al ímpetu irracional de la ira o la emoción. Al final, como se dice “una cosa fuera de contexto sirve sólo de pretexto”. En este caso, el estudio histórico viene en nuestra ayuda, porque los historiadores pueden contribuir a la comprensión de la complejidad, gracias al método riguroso utilizado en la interpretación del pasado. Comprensión sin la cual no es posible la transformación del mundo actual más allá de las deformaciones ideológicas [5].
La memoria de la verdad íntegra
Recordemos la genealogía de Jesús narrada por san Mateo. Nada se ha simplificado, suprimido o inventado. La genealogía del Señor se basa en la historia verdadera, en la que hay presentes algunos nombres, por así decirlo, problemáticos; se enfatiza el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16).
Si esto pasó en la historia de la salvación, sucede igualmente en la historia de la Iglesia, pues esta, en ocasiones, “tras un avance iniciado felizmente, se ve obligada a lamentar un retroceso o a permanecer, a veces, en un estado de semiplenitud e insuficiencia” [6]. Y “sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo” [7].
Un estudio sincero y valiente de la historia ayuda a la Iglesia a entender mejor su relación con los diferentes pueblos; y este esfuerzo debe contribuir a explicitar e interpretar los momentos más difíciles y confusos de esos pueblos. No debemos invitar a olvidar, de hecho “no podemos permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más fraterno” [8]. Por este motivo insisto en que “la Shoah no debe ser olvidada […] No deben olvidarse los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki […] Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos otros hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos […] Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa […] No me refiero sólo a la memoria de los horrores, sino también al recuerdo de quienes, en medio de un contexto envenenado y corrupto fueron capaces de recuperar la dignidad y con pequeños o grandes gestos optaron por la solidaridad, el perdón, la fraternidad. Es muy sano hacer memoria del bien […] El perdón no implica olvido […] Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar” [9].
Junto a la memoria, la búsqueda de la verdad histórica es necesaria para que la Iglesia pueda iniciar ―y ayudar a iniciar en la sociedad― sinceros y eficaces caminos de reconciliación y de paz social: “Los que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y desnuda. Les hace falta aprender a cultivar una memoria penitencial, capaz de asumir el pasado para liberar el futuro de las propias insatisfacciones, confusiones o proyecciones. Sólo desde la verdad histórica de los hechos podrán hacer el esfuerzo perseverante y largo de comprenderse mutuamente y de intentar una nueva síntesis para el bien de todos” [10].
El estudio de la historia de la Iglesia
Quisiera agregar ahora algunas pequeñas observaciones concernientes al estudio de la historia de la Iglesia.
La primera observación se refiere al riesgo de que este tipo de estudio pueda mantener un cierto enfoque meramente cronológico o incluso una equivocada orientación apologética, que transforman la historia de la Iglesia en puro soporte de la historia de la teología o de la espiritualidad en los siglos pasados. Se trataría de una forma de estudiar y, en consecuencia, de enseñar la historia de la Iglesia que no promueve la sensibilidad a la dimensión histórica a la que me he referido al inicio.
La segunda observación se refiere al hecho de que la historia de la Iglesia enseñada en el mundo parece estar afectada por un reduccionismo generalizado, con una presencia todavía secundaria en relación con una teología, que a menudo se muestra incapaz de entrar realmente en diálogo con la realidad viva y existencial de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Ya que la historia de la Iglesia, enseñada como parte de la teología, no puede ser desconectada de la historia de la sociedad.
La tercera observación tiene en cuenta que, en el camino de formación de los futuros sacerdotes, se percibe una educación aún no adecuada a las fuentes. Por ejemplo, los estudiantes rara vez se encuentran en la condición de poder leer textos fundamentales del cristianismo antiguo como la Carta a Diogneto, la Didaché o las Actas de los mártires. Sin embargo, cuando las fuentes son de algún modo desconocidas, faltan herramientas para leerlas sin esos filtros ideológicos o prejuicios teóricos que no permiten una recepción viva y estimulante de esos textos.
Una cuarta observación se refiere a la necesidad de “hacer historia” de la Iglesia ―así como de “hacer teología”― no sólo con rigor y precisión sino también con pasión e involucrándose: con esa pasión y compromiso, personal y comunitario, propios de quienes, comprometidos en la evangelización, no eligieron un lugar neutral y aséptico, porque aman a la Iglesia y la acogen como Madre, tal como ella es.
Una observación adicional, relacionada con la anterior, se refiere al vínculo entre la historia de la Iglesia y la eclesiología. La investigación histórica tiene una contribución indispensable que ofrecer al desarrollo de una eclesiología verdaderamente histórica y mistérica [11].
La penúltima observación, muy importante para mí, se refiere a la eliminación de las huellas de quienes no han podido hacer oír su voz a lo largo de los siglos, hecho que dificulta una reconstrucción histórica fiel. Y aquí me pregunto: ¿no es quizás un lugar de investigación privilegiado, para el historiador de la Iglesia, el poder sacar a la luz en la medida de lo posible el rostro popular de los últimos y reconstruir la historia de sus derrotas y opresiones sufridas, pero también la de sus riquezas humanas y espirituales, ofreciendo herramientas para comprender los actuales fenómenos de marginalidad y exclusión?
En esta última observación, quisiera recordarles que la historia de la Iglesia puede ayudar a recuperar toda la experiencia del martirio, conscientes de que no hay historia de la Iglesia sin martirio y que esta preciosa memoria nunca debe perderse. Incluso en la historia de sus sufrimientos “la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios” [12]. Precisamente donde la Iglesia no ha triunfado a los ojos del mundo es cuando ha alcanzado su mayor belleza.
Para concluir, recordemos que estamos hablando de estudio, no de parloteo, de lecturas superficiales, del “cortar y pegar” de resúmenes de Internet. En la actualidad, muchos nos “empujan a perseguir el éxito a bajo costo, desacreditando el sacrificio, inculcando la idea de que el estudio no es necesario si no da inmediatamente algo concreto. No, el estudio sirve para hacerse preguntas, para no ser anestesiado por la banalidad, para buscar sentido en la vida. Se debe reclamar el derecho a que no prevalezcan las muchas sirenas que hoy distraen de esta búsqueda. […] Esta es vuestra gran tarea: responder a los estribillos paralizantes del consumismo cultural con opciones dinámicas y fuertes, con la investigación, el conocimiento y el compartir” [13].
Fraternalmente,
FRANCISCO
Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 21 de noviembre de 2024, décimo segundo año de mi Pontificado, memoria de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María.
Notas:
[1] Mensaje para la 53ª Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2020 (8 diciembre 2019), 2: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (13 diciembre 2019), p. 6.
[2] Cf. Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 101: AAS 112 (2020), 1004.
[3] Ibíd., 13: AAS 112 (2020), 973.
[4] Exhort. ap. postsin. Christus vivit (25 marzo 2019), 181: AAS 111 (2019), 442.
[5] Cf. Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 116 y 164-165: AAS 112 (2020), 1009.1025-1026.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, 6.
[7] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 43.
[8] Discurso en el Memorial de la Paz, Hiroshima – Japón (24 noviembre 2019): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 noviembre 2019), p. 13.
[9] Carta enc. Fratelli tutti (4 octubre 2020), 247.248.249.250: AAS 112 (2020), 1057-1059.
[10] Ibid., 226: AAS 112 (2020), 1057.
[11] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 44.
[13] Discurso en el encuentro con los estudiantes y el mundo académico en Plaza Santo Domingo, Bolonia (1 octubre 2017): AAS 109 (2017), 1115.
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