Por Bruno M.
Algunos siglos o épocas han pasado a la historia con un sobrenombre, como la era de los descubrimientos o el mal llamado siglo de las luces. Tiendo a pensar que, si el siglo XXI recibiera en el futuro uno de esos sobrenombres, sería el del siglo de las tiranías.
Ya sé que el siglo no ha hecho más que empezar, pero me temo que todo apunta en esa dirección. A fin de cuentas, el Estado ha ido creciendo de forma desbocada hasta hacerse omnipresente en todos los países, incluidas muy especialmente las democracias occidentales.
No hace falta ser muy observador para ver que el Estado moderno se mete en todo, lo regula todo, lo grava todo y hace lo posible por organizarlo todo de acuerdo con la ideología de la clase gobernante. Nada queda fuera de su actuación, desde la dieta hasta la salud, pasando por los viajes, las viviendas, la educación de los niños, las ideas, la religión, los cigarrillos, el idioma, los pensamientos, la moral, la definición de hombre o mujer, la oración y un larguísimo etcétera.
Nunca antes la autoridad estatal había tenido el poder que tiene ahora. La Unión Soviética o Mao Tse Tung, en sus días de gloria, nunca soñaron con disponer del poder para dominar a sus ciudadanos que tiene el Estado moderno. En consecuencia, sus tiranías apenas eran nada al lado de las que se están gestando en el mundo entero: tiranías absolutas que lo dominarán todo.
Uno de los indicios más claros es la lucha abierta del Estado contra todo aquello que pueda limitar su poder, en particular los dos grandes espacios que tradicionalmente escapaban a ese poder: la familia y la Iglesia. ¿O es que es una casualidad que la destrucción de la familia y la domesticación de la religión, especialmente la Católica, hayan sido objetivos constantes (aunque más o menos camuflados) del Estado desde, por lo menos, la Revolución Francesa?
Conviene que nos vayamos haciendo a la idea, tanto para que nos resistamos en lo que podamos como para que nos preparemos seriamente para el futuro, porque parece obvio que las nuevas tiranías serán todas (ya lo van siendo) militantemente anticatólicas. En ese contexto, la idea de una autoridad mundial, que asombrosamente han elogiado los últimos papas, resulta aterradora para los católicos. Sed non praevalebunt.
Espada de Doble Filo
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