Por Aurora Buendía
La homosexualidad en la Iglesia Católica es un tema que ha ido ganando visibilidad con el tiempo, especialmente en algunos sectores del clero. Aunque el fenómeno se manifiesta de distintas maneras en diferentes países, parece cobrar especial fuerza en Hispanoamérica, donde incluso se podría argumentar que se ha convertido en una especie de “moda” dentro de ciertos círculos eclesiásticos.
Los escándalos de abusos sexuales cometidos por eclesiásticos a menudo tienen un denominador común: la homosexualidad. Un análisis riguroso de los casos públicos muestra que la mayoría de estos abusos son perpetrados por hombres hacia otros hombres, y no tanto hacia mujeres. Las estadísticas son claras en este sentido: los casos de abusos heterosexuales dentro de la Iglesia son notablemente menos frecuentes que aquellos de naturaleza homosexual. Es más, los abusos entre mujeres son prácticamente inexistentes. Esta realidad plantea una cuestión ineludible: si bien cualquier forma de abuso es condenable, el problema parece estar particularmente vinculado con la homosexualidad en el clero.
Recientemente, Francisco hizo una controvertida mención al “mariconeo” que, según él, se produce en algunos seminarios. Sus palabras no son fruto de la ignorancia, sino de un conocimiento profundo de lo que ocurre en las entrañas de la Iglesia. Francisco, conocido por ser contrario a la admisión de homosexuales en los seminarios, parece tener claro que el reto de vivir la castidad puede ser mucho más difícil para aquellos que experimentan atracción por personas del mismo sexo. En un ambiente mayoritariamente masculino, es fácil que las relaciones afectivas deriven en encuentros sexuales, impulsados en gran medida por las dinámicas hormonales y la testosterona.
Es cierto que la Iglesia enseña que todos los sacerdotes deben vivir en castidad, pero la realidad demuestra que sin una intensa vida de oración, la castidad se vuelve una lucha titánica, especialmente para quienes tienen tendencias homosexuales. Un sacerdote debe ser, ante todo, un enamorado de Jesucristo, pero cuando ese amor no está presente, el corazón humano tiende a llenarse de afectos que buscan satisfacción en otros lugares. Esos vacíos emocionales, en algunos casos, han sido colmados con relaciones sexuales impropias, creando así un terreno fértil para la propagación de la homosexualidad clerical.
Este “mantra de la homosexualidad clerical” no es algo nuevo, ni tampoco un secreto dentro de la Iglesia. Al contrario, es un problema que ha avanzado, según algunos, de manera impecable, especialmente entre aquellos sacerdotes que han abandonado la vida de oración. Y este fenómeno es particularmente dañino para la institución, ya que desvía a quienes están llamados a entregarse a los demás hacia una existencia marcada por su propia miseria interior y deseos sexuales no controlados. La homosexualidad en el clero es, en ese sentido, un obstáculo para el desarrollo espiritual y pastoral de los sacerdotes afectados.
En este punto, surge una pregunta esencial: si la Iglesia ha adoptado una política de “tolerancia cero” frente a los abusos sexuales, ¿por qué no aplicar los mismos criterios a los sacerdotes homosexuales?. La tolerancia cero debería implicar, también, la limpieza de los seminarios de toda forma de lujuria, y el cese de aquellos obispos que, abiertamente o en silencio, han permitido que estas prácticas continúen. La homosexualidad clerical, en definitiva, no solo es una cuestión moral, sino que afecta la integridad de la vocación sacerdotal y la confianza que los fieles depositan en la Iglesia.
Se trata de un problema que no puede seguir siendo ignorado o minimizado. La Iglesia debe ser coherente en su postura y no mostrar favoritismos o excepciones según las circunstancias. Si realmente se busca erradicar el mal que ha causado tanto daño, es fundamental que la homosexualidad en el clero se aborde con la misma determinación que los abusos sexuales, aplicando la misma rigurosidad y compromiso en la purificación de sus filas.
La Iglesia debe ser valiente y adoptar medidas contundentes si quiere asegurar un futuro más santo y seguro para todos sus miembros. Solo así podrá recuperar plenamente la confianza que, en muchos lugares, ha sido profundamente erosionada.
InfoVaticana
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