La Iglesia parece ser la única realidad creada de la que se puede decir no sólo que nunca ha dejado de existir, sino que no puede dejar de ser lo que es.
Por el Abad Jean-Michel Gleize
1. Indefectible e indefectibilidad: Significado de una terminología
El adjetivo “indefectible” se define como “lo que no puede faltar o dejar de ser”. Puede ser una memoria indefectible. Una amistad indefectible. Un proceder indefectible. Según la Doctrina Católica, la Iglesia es indefectible; debe durar hasta el fin de los tiempos. El sustantivo “indefectibilidad” se define como “Cualidad de indefectible, especialmente referido a la Iglesia Católica”.
2. La indefectibilidad es originariamente propiedad exclusiva de la Iglesia, y esto es fácil de comprender, puesto que la Iglesia aparece como la única realidad creada de la que se puede decir que, no sólo no ha cesado nunca, sino que no puede dejar de ser lo que es: no sólo indefectible, sino precisamente indefectible o, si se nos permite aventurar aquí el neologismo, “indefectible”. La palabra significa aquí, en su sentido original, una imposibilidad de principio, y no un simple hecho. Y esto se debe, por supuesto, a la naturaleza esencialmente sobrenatural de la Iglesia. Hasta tal punto que indefectibilidad sólo puede decirse, por extensión de sentido, de las demás realidades de este mundo, en un sentido impropio y disminuido, en el sentido de un simple hecho y no ya de una pura imposibilidad.
2. Definición de la Iglesia
3. Todavía es necesario tener una idea bastante precisa de lo que es la Iglesia. Pues la naturaleza del atributo depende, aquí como en todas las cosas, de la de la realidad de la que deriva. La indefectibilidad en cuestión es precisamente la de la Iglesia, tomada como tal. Y cuando se trata de determinar la naturaleza exacta de la Iglesia, para deducir la de su indefectibilidad, conviene tomar como norma el principio recordado por el Papa León XIII en la Encíclica Satis cognitum de 1896: “La Iglesia ha sido fundada y constituida por Jesucristo nuestro Señor; por lo tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha hecho en realidad”. Y aquí empiezan las dificultades. Para evitarlas, hay que empezar por recordar algunas obviedades que con demasiada frecuencia se pasan por alto [1].
2.1 Una Sociedad...
4. La realidad de una sociedad es la de un vínculo estable resultante de una acción común. Esto se refleja en el hecho de que las acciones individuales de sus miembros no son independientes entre sí, sino que, por el contrario, constituyen partes complementarias de una misma acción [2]. Una acción es siempre un intermediario entre un sujeto y un objeto, entre un agente y un fin. La acción común que está implicada en la definición de la sociedad -porque es el fundamento del vínculo social- no es una excepción a esta regla. Depende necesariamente tanto de una autoridad como de un bien común. Esta acción común se define ante todo por referencia a su objeto, que es un bien común, es decir, un bien que pertenece a muchos. Por otra parte, esta acción común no podría existir sin una autoridad que unifique las acciones individuales en la búsqueda de este bien común, porque “varios buscan necesariamente varios fines, mientras que uno sólo busca uno, lo que lleva a Aristóteles a decir: 'Siempre que varios elementos se ordenan a un mismo fin, hay uno que toma la iniciativa y dirige'” [3]. La acción común se define, pues, también por referencia a su sujeto, que no es precisamente la autoridad, sino la unión de todos los agentes particulares miembros de la sociedad, sujeto que sólo es tal si esos agentes particulares están dirigidos por la autoridad. También podríamos decir, utilizando el lenguaje de la Escuela, que la autoridad es la causa motriz de la sociedad, mientras que su causa formal es el buen orden o la unión o vinculación de las diversas acciones particulares. En cuanto a su causa final, es el bien común, que es el bien del que todos deben beneficiarse como del bien propio y que se identifica con la acción común virtuosa.
5. Esto ya debería darnos una idea, si no de dónde radica la indefectibilidad de la Iglesia, al menos de dónde no radica necesariamente.
2.2 ... Única en su género
6. La realidad de la Iglesia, que es la de una sociedad, se expresa en el hecho de que cada fiel bautizado actúa de común acuerdo con todos los demás, bajo la dirección de la autoridad jerárquica, para profesar públicamente la fe y el culto católicos. Como resultado de esta acción común, la realidad de la Iglesia es, en su causa formal, la de un triple vínculo: el vínculo de la unidad en la actividad externa y pública de la fe, del culto y del gobierno. La autoridad suprema del Papa y la autoridad subordinada de los obispos es el principio como fuerza motriz. La profesión externa y pública de fe y culto es el principio como bien común o causa final próxima. Esta realidad de la Iglesia se designa mediante la expresión “Cuerpo místico de Cristo”, que equivale a una analogía metafórica revelada. Pretende reflejar el hecho de que, para ser verdaderamente una sociedad en el sentido propio del término, la Iglesia no es exactamente una sociedad en el mismo sentido que las sociedades del orden natural. La Iglesia es una “sociedad” de orden sobrenatural y, por lo tanto, en sentido analógico. La analogía implica semejanza y diferencia. La semejanza con las sociedades naturales es que la Iglesia incluye -en su causa motriz- un gobierno; pero la gran diferencia es que este gobierno presupone ante todo un Magisterio, porque la profesión de fe es el vínculo radical y absolutamente primario de la unidad social de la Iglesia. Y siendo la fe en orden a la salvación eterna (pues es el principio de la salvación), este gobierno presupone también un poder de santificar. Como en toda sociedad, el bien común es el principio absolutamente primario, fundamental y radical que rige toda la realidad de la Iglesia. Pero aquí, este bien común es el de una perfección del orden sobrenatural, que equivale a la santificación de las almas por la gracia y el ejercicio de la caridad, ya que esto mismo presupone la profesión de fe y el culto. Es entonces cuando viene a ejercerse el gobierno, como acto directivo de la autoridad, y se ejerce en dependencia de este bien común que mide toda su actividad, puesto que constituye su objeto especificador.
7. Por eso, la unidad de la Iglesia no es sólo, ni siquiera fundamentalmente, unidad de gobierno, como en otras sociedades del orden natural. Es también, y ante todo, una unidad de fe y de sacramentos. Pues el Papa y los obispos sólo pueden gobernar a aquellos a quienes previamente han instruido mediante su potestad de Magisterio y cuya santificación deben asegurar. Como ya dijo el Papa León XIII en la Encíclica Satis cognitum [4], la unidad de fe precede a la unidad de gobierno, del mismo modo que el entendimiento y la unión de las inteligencias son el fundamento de la armonía de las voluntades y del acuerdo en las acciones. Y también el Papa Pío XI, en la Encíclica Mortalium animos, dijo: “La unidad de fe debe ser el vínculo principal que una a los discípulos de Cristo [...]. Esta unidad sólo puede nacer de un único Magisterio, de una única regla de fe y de una misma creencia de los cristianos” [5]. Pío XI no sólo está diciendo que la unidad de la Iglesia surge de la regla de fe; está diciendo que no puede surgir de ningún otro modo. Y las dos primeras unidades, unidad de fe y unidad de gobierno, se dan a su vez en vista de la unidad de santificación, mediante el culto.
3. La indefectibilidad de la Iglesia
8. ¿Cuál será, pues, la indefectibilidad de la Iglesia? Esto implica dos cosas: perpetuidad en cuanto a la existencia, e inmutabilidad sustancial en cuanto a la esencia. Una sociedad es, pues, indefectible en el sentido de que no puede ni dejar de existir aquí abajo, antes del fin del mundo, ni cambiar sustancialmente. Se comprende, pues, por qué esta indefectibilidad es característica de la Iglesia, sociedad de orden sobrenatural: es porque sólo puede explicarse por una asistencia del mismo orden, que es divina. Sólo la Iglesia puede beneficiarse de este tipo de asistencia.
9. La indefectibilidad de la Iglesia aún no ha sido definida explícitamente por el Magisterio solemne e infalible de la Iglesia [6]. Sólo se ha definido la perpetuidad del Primado del Obispo de Roma [7]. La Sagrada Escritura enseña esta indefectibilidad de la Iglesia en el Evangelio de San Mateo, en el versículo 18 del capítulo XVI, cuando Nuestro Señor predice que las potencias enemigas nunca conseguirán destruir la Iglesia. “Tú eres Pedro”, dijo a su apóstol, “y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. El Magisterio corroboró esta verdad revelada cuando el Papa Pío VI, en la bula Auctorem fidei del 28 de agosto de 1794, declaró que “es herética la proposición que afirma: 'en estos últimos siglos, un oscurecimiento general se ha extendido sobre las verdades más importantes de la religión y que son la base de la fe y la moral de la doctrina de Jesucristo'”. Puesto que esta proposición condenada niega equivalentemente la indefectibilidad de la Iglesia, la Iglesia es por lo tanto, indefectible, y negar esto representa implícitamente una herejía. Finalmente, en el Decreto Lamentabili del 3 de julio de 1907, el Papa San Pío X condenó la siguiente proposición: “La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable; pero la sociedad cristiana, como la sociedad humana, está sujeta a una perpetua evolución”. Esta proposición niega implícitamente la indefectibilidad de la Iglesia. Por lo tanto, el Decreto Lamentabili declara implícitamente que la Iglesia es indefectible. El valor dogmático de esta afirmación es el de una “Doctrina Católica”, es decir, una verdad divinamente revelada y enseñada - equivalente o implícitamente - por el Magisterio ordinario o no infalible de la Iglesia [8]. No puede considerarse un dogma en el sentido estricto del término, aunque requiera un asentimiento religioso interno [9], es decir, el equivalente a la obediencia por parte del intelecto.
10. Notemos ante todo que esta indefectibilidad es propia de la Iglesia, tal como la hemos definido anteriormente: no es ante todo, o fundamentalmente, propia de la autoridad, propia de la jerarquía -decimos: ante todo-. Sí, es una verdad de fe solemnemente definida, y por lo tanto, un dogma, que el Primado del Papa es perpetuo. Pero la indefectibilidad es distinta de la perpetuidad, y es ante todo, propia de la Iglesia como sociedad, y es por lo tanto, fundamentalmente la indefectibilidad del triple vínculo de la unidad de la profesión externa y pública de la fe y del culto, en la sumisión al gobierno jerárquico divinamente instituido. La indefectibilidad de este vínculo presupone, sin duda, la indefectibilidad del gobierno y de la autoridad jerárquica y, por lo tanto, su permanencia. Pero no se reduce a esto, aunque ambos coincidan la mayoría de las veces. O, para ser más precisos, la indefectibilidad de la Iglesia, tomada en este triple vínculo de su unidad, puede no ir siempre de la mano de la indefectibilidad de la autoridad, tomada en el ejercicio de sus actos: la historia está ahí para demostrarlo. Y éste es también el sentido de la distinción expresada en el versículo 18 del capítulo XVI del Evangelio de San Mateo, ya citado: “et portae inferi non praevalebunt adversus eam” (y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella). ¿A qué se refiere aquí el pronombre demostrativo “eam”? Este pasaje del Evangelio es objeto de diversas interpretaciones sobre las que el Magisterio no se ha pronunciado [10]. ¿Está Cristo indicando indirectamente la indefectibilidad de su Iglesia, por medio de la piedra sobre la que la edificará, es decir, el Papado, o está indicando directamente al afirmar que las puertas del infierno nunca prevalecerán contra la Iglesia misma? Todo depende del sentido que demos a la frase “adversus eam” (contra ella). Sea como fuere, la indefectibilidad de la Iglesia se sigue afirmando en principio. Pero se distingue como tal de la indefectibilidad del Papado, es decir, de la autoridad suprema en la Iglesia. Y la indefectibilidad del Papado (que es un dogma) se distingue a su vez de la indefectibilidad del ejercicio del Papado, o de todos y cada uno de sus actos, indefectibilidad que no es un dogma, y que en modo alguno se afirma en las fuentes de la Revelación.
11. En efecto, hay que distinguir entre, por una parte, la institución misma de la Iglesia, que es una institución divina y, por lo tanto, indefectible, y, por otra, los actos de los hombres que representan esta institución. Tal distinción es puesta de relieve por Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, cuando estudia la perpetuidad de la nueva Ley, en el artículo 4 de la cuestión 106 de 1a 2ae: ¿Debe durar la nueva Ley hasta el fin del mundo o debe sucederle otra Ley diferente? Si retenemos esta idea de que la Iglesia es la única institución social querida por Dios para realizar la nueva Ley en el estado de este mundo, la cuestión planteada aquí es equivalentemente la de la indefectibilidad de la Iglesia.
12. Ahora bien, la Ley, tal como es en el estado de este mundo, puede sufrir dos tipos de cambio. En primer lugar, un cambio que la afectaría como tal, y que sería, por lo tanto, el cambio de la Ley misma. Tal cambio es imposible, y en este sentido ningún otro estado puede suceder al de la nueva Ley. Pero ningún otro estado de la vida presente puede ser más perfecto que el de la nueva Ley, pues nada puede estar más cerca del fin último que aquello que inmediatamente lo introduce. Por lo tanto, la Iglesia que cumple esta Ley tampoco puede cambiar. Pero, en segundo lugar, la Ley, tal como es en el estado de este mundo, también puede cambiar por accidente, en el sentido de que, permaneciendo la Ley igual, los hombres se comportan de manera diferente respecto a ella, con mayor o menor perfección. En este sentido, el estado de la Ley antigua sufría frecuentes cambios: unas veces, las disposiciones legales se observaban cuidadosamente; otras, se descuidaban por completo. Del mismo modo, el estado de la nueva Ley también varía, según la diferencia de lugares, tiempos y personas, en la medida en que la gracia del Espíritu Santo es poseída más o menos perfectamente por tal o cual persona. En consecuencia, la Iglesia permanecerá siempre idéntica a sí misma, mientras que los hombres que viven en la Iglesia pueden comportarse de manera diferente con ella. La Iglesia es, pues, indefectible como tal, aunque no en ninguno de sus miembros, aunque sean los titulares de la autoridad en la Iglesia.
13. Lo que tenemos aquí es un principio sólido en el que el teólogo puede y debe apoyarse para dar cuenta de hechos que aparentemente podrían llevar a negar la indefectibilidad de la Iglesia, pero que encuentran su explicación a la luz de la distinción antes mencionada.
4. Resolución de objeciones
14. En primer lugar, podríamos objetar que la Iglesia de Roma, visible en su jerarquía humana, es indefectible, a veces desde el siglo, según los cismáticos ortodoxos, a veces desde el siglo XVI, según los herejes de la reforma. De este modo, si la Iglesia es indefectible, no es la Iglesia de Roma, según los cismáticos, o no es una Iglesia visible y jerárquica, según los protestantes. Así pues, la Iglesia no es indefectible precisamente en la medida en que se identifica con la Iglesia católica romana, sociedad visible y jerárquica. A esto, es fácil responder que el fallo indicado, si se demuestra, no concierne a la Iglesia visible de Roma como tal, tomada como institución y en sus poderes divinamente instituidos, sino a algunos de sus miembros, que han caído en el cisma y la herejía aprovechándose de ciertas actitudes imperfectas, incluso escandalosas, de otros miembros de la Iglesia.
15. En segundo lugar, desde el concilio Vaticano II, las autoridades eclesiásticas enseñan graves errores ya condenados por el Magisterio de la Santa Sede. Ahora bien, esto equivale a decir que la Iglesia está fallando [11] La Iglesia, por lo tanto, no es indefectible. A esto respondemos que el fallo no concierne a la Iglesia como tal, considerada en su Magisterio, sino a ciertos actos llevados a cabo por algunos miembros de su jerarquía que han roto con la Tradición y que desgraciadamente ocupan puestos de autoridad en la Iglesia. Lo que comúnmente se denomina “Iglesia conciliar” no es otra sociedad nacida de la corrupción, es decir, de la muerte o del fracaso, de la Iglesia Católica. Es una privación, y es la privación no del ser sino del hacer de la Iglesia Católica. Es una parálisis, que tiene lugar en algunos de sus miembros, de la acción común de la Iglesia (es decir, de su profesión de fe y de culto), pero no puede ser la muerte de la Iglesia, puesto que la Iglesia no puede dejar de ser antes de la parusía.
16. En tercer lugar, desde el concilio Vaticano II ha aparecido lo que Mons. Lefebvre no dudó en llamar “una Iglesia nueva, una Iglesia liberal, una Iglesia reformada, semejante a la Iglesia reformada de Lutero” [12], una “Iglesia conciliar” y “modernista” [13]. Ahora bien, la Iglesia es única y no puede distinguirse como tal no de otra Iglesia, sino de una secta, cismática o herética. Por lo tanto, al haberse vuelto liberal y modernista, la Iglesia ya no es católica y ha fracasado. Por lo tanto, la Iglesia no es indefectible. A esto, respondemos que en la mente del arzobispo Lefebvre, las expresiones que utilizó cuando hablaba de la Iglesia liberal, modernista o conciliar no designan a la Iglesia como tal, sino a la Iglesia considerada en una de sus partes, que tiende a paralizar su funcionamiento desde dentro, sustituyendo el fin de la Iglesia Católica, querido por su divino Fundador, por otro fin inventado de la nada por conspiradores. En otras palabras, se dice que la Iglesia es liberal, modernista o conciliar no esencialmente y como tal (pues entonces ya no sería católica y habría fracasado), sino accidentalmente y en la medida en que algunos de sus miembros someten a los demás a los efectos nocivos de una “infiltración enemiga”.
Notas:
1) Los lectores pueden consultar lo que escribimos en los números de febrero y septiembre de 2013 de Courrier de Rome y en el artículo Unité et légalité (Unidad y legalidad) que apareció en el número de mayo de 2017 de la misma.
2) Cayetano, en su Comentario a la Suma Teológica de Santo Tomás, al artículo 1 de la cuestión 39 de la 2a2ae, utiliza, para designar esta realidad, la expresión de “agere ut pars” (actuar como partido): el miembro de la sociedad siendo, tomado como tal, aquel que “actúa como parte de un todo”.
3) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1a pars, cuestión 96, artículo 4, corpus.
4) León XIII, Encíclica Satis cognitum.
5) Pío XI, Encíclica Mortalium animos.
6) Joachim Salaverri, De Ecclesia Christi, tesis 7, n° 294-296. El Concilio Vaticano I había previsto publicar una definición formal y explícita de la perennidad de la Iglesia, en los dos esquemas propuestos sucesivamente a los Padres (el de Clemente Schrader, que fue rechazado, y luego el de José Kleutgen), pero esta iniciativa no tuvo éxito por razones bien conocidas. Y debe tenerse en cuenta que la permanencia es algo distinto de la indefectibilidad.
7) Concilio Vaticano I, constitución dogmática Pastor aeternus, Prólogo (DS 3051-3052) y Capítulo I (DS 3056 y 3058). Se afirma la perpetuidad de la Iglesia (“... quae fundata supra petram ad finem saeculorum usque firma stabit ...”), pero no es el objeto directo de la definición.
8) Salaverri, n.º 297.
9) Véanse en el número de abril de 2016 del Courrier de Rome los artículos “Assentiment ou soumission?” y “Obéir ou assentir?”.
10) Cfr. Dominique Palmieri, Tractatus de romano pontifice, tesis 1, § 6, 5ª demostración, Roma, 1877, pp. 257-259.
11) “La Iglesia conciliar nace de la corrupción de la Iglesia Católica y sólo puede vivir de esta corrupción” (“Editorial” en Le Sel de la terre, nº 85, verano 2013, p. 10).
12) Arzobispo Lefebvre, “Conférence à Ecône le 29 septembre 1975” en Vu de haut nº 13, p. 24.
13) Entrevista a monseñor Lefebvre, “Un an après les sacres” en Fideliter nº 70 (julio-agosto de 1989), pp. 6 y 8.
Fuente: Courrier de Rome n° 678
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