Por Monseñor De Segur (1862)
Dícese que es más cómodo ser protestante que católico, lo cual es cierto; así como es más fácil ceder a las pasiones, que contenerlas. Pero cuando se trata de religión la cuestión no está en saber cuál es la más cómoda, sino cuál es la verdadera y cuál es la que conduce al hombre a Dios.
Un pastor protestante había logrado atraer a su secta a una buena mujer, la cual se había dejado seducir por las afirmaciones de aquel pretendido ministro del Evangelio. Aquella mujer frecuentaba bastante el templo protestante, echaba su sueño los domingos durante la prédica, cuidaba mucho la gruesa Biblia que le habían dado, procurando no abrirla, por no echarla a perder; y en una palabra, estaba hecha una protestante excelente. Su fervor llegaba hasta hacerse apuntar en el registro de la famosa sociedad del Sueldo protestante, y en dos o tres sociedades bíblicas.
Algunos años pasó aquella mujer practicando esa piedad fácil, aplaudiéndose ella más cada día de vivir tan dulcemente, según lo que el ministro protestante llamaba el puro Evangelio, desembarazada de la obligación de ir a confesarse en las grandes fiestas, de comulgar por lo menos en la pascua, de comer de viernes algunos días y, de obedecer al padre cura. En medio de estos goces evangélicos, que el pastor y una piadosa diaconisa protestante mantenían con celo, por medio de regalitos de opúsculos; aquella pobre criatura, vio un día entrar por sus puertas una visita: era la enfermedad. Inmediatamente envían los protestantes un lector para repasarle los salmos y otros trozos de la Biblia, de los cuales la enferma no comprendía una palabra; bien que, justo es decirlo, al lector le sucedía otro tanto. El mal empeoró muy pronto, de modo que el médico dijo ciertas expresiones, de las cuales dedujo la enferma que no podía estar muy segura. En presencia de la muerte, pensando en el juicio de Dios, la pobre mujer se conmovió y entró en sí misma. Entonces, alumbrada por aquella luz que no engaña, conoció que se había extraviado, abandonando la verdadera fe; y rogó a una de sus vecinas que al instante fuese a buscar al cura católico de la Parroquia, el cual era un digno eclesiástico a quien ella conocía y que se había afligido mucho al verla desertar de la comunión católica. Encontrándola el cura hecha un mar de lágrimas, la consoló como mejor pudo; y aunque tuvo que hacerle ver toda la enormidad de su falta, la recordó que la misericordia de Dios es infinita. Después de haber oído la confesión de sus pecados, la reconcilió con Nuestro Señor Jesucristo. Le llevó el Sagrado Viático, ese Santísimo y adorabilísimo misterio, en el que el mismo Jesucristo se esconde para bajar hasta nosotros y fortificarnos en el término de nuestra carrera mortal; y la administró también la Extrema-Unción, ese Sacramento consolador del cual le habían enseñado a burlarse los protestantes, pero cuya importancia y eficacia ella comprendía en aquel trance. Puesta en paz con Dios y consigo misma, la pobre mujer era feliz; y veía ya, sin alarma, acercarse el momento de su entrada en la eternidad.
En la tarde del mismo día se presentó en su casa el pastor protestante, pues acababa de saber sobre la visita que le había hecho el cura católico y no podía creer aquello que él llamaba “una defección vergonzosa, un escándalo para el puro Evangelio; y una vuelta a las supersticiones de Babilonia”.
En realidad, lo que más le mortificaba, era lo que se había de hablar en el vecindario y las consecuencias que sin duda se sacarían contra el puro Evangelio; y para el amor propio del señor pastor. Apostrofó, pues, vivamente a la pobre enferma recordándole el valor con que algún tiempo antes había rechazado todas aquellas creencias y errores, a los cuales jamás debía volver. “¡Ah señor -respondió la buena mujer- todo eso era bueno para cuando yo estaba sana; porque vuestra religión es muy cómoda para vivir, pero es el diablo para morir”.
Esto lo dijo la buena mujer sin sospechar siquiera que con esta sencilla palabra, acababa de tocar con el dedo la falsedad del protestantismo.
Para que una religión sea la religión verdadera, la religión que conduce al cielo, no basta que sea cómoda y eche a un lado todo lo que mortifica en el servicio de Dios. El protestantismo es cómodo para vivir y justamente esta es una razón para que sea temible morir en él. El protestantismo es cómodo, luego es falso, luego no es la religión de Aquel que dijo: “¡Cuán estrecha es la puerta y cuán penoso el camino que lleva a la vida eterna! ¡Esforzaos por tomar este camino y entrar por aquella puerta!”
El protestantismo, este pretendido cristianismo, sin sumisión a la fe, sin obediencia a la autoridad de la Iglesia, sin confesión, sin Eucaristía, sin sacrificio, sin penitencia y sin prácticas obligatorias; está condenado ciertamente por el Evangelio, cuyo nombre usurpa. El mismo Jesucristo le reprobó, cuando el Divino Maestro pronunciaba estas palabras: “¡Cuán ancho y cómodo es el camino que conduce a la perdición”
¿El catolicismo y el protestantismo pueden ser verdaderos a la vez? (5)
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Esto lo dijo la buena mujer sin sospechar siquiera que con esta sencilla palabra, acababa de tocar con el dedo la falsedad del protestantismo.
Para que una religión sea la religión verdadera, la religión que conduce al cielo, no basta que sea cómoda y eche a un lado todo lo que mortifica en el servicio de Dios. El protestantismo es cómodo para vivir y justamente esta es una razón para que sea temible morir en él. El protestantismo es cómodo, luego es falso, luego no es la religión de Aquel que dijo: “¡Cuán estrecha es la puerta y cuán penoso el camino que lleva a la vida eterna! ¡Esforzaos por tomar este camino y entrar por aquella puerta!”
El protestantismo, este pretendido cristianismo, sin sumisión a la fe, sin obediencia a la autoridad de la Iglesia, sin confesión, sin Eucaristía, sin sacrificio, sin penitencia y sin prácticas obligatorias; está condenado ciertamente por el Evangelio, cuyo nombre usurpa. El mismo Jesucristo le reprobó, cuando el Divino Maestro pronunciaba estas palabras: “¡Cuán ancho y cómodo es el camino que conduce a la perdición”
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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