No dirás falso testimonio contra tu prójimo.
DEL OCTAVO MANDAMIENTO DEL DECALOGO
No dirás falso testimonio contra tu prójimo
Pues en este mandamiento se ha de proceder con el mismo orden y método, que hemos guardado en los antecedentes: es a saber, que se adviertan en él dos leyes. Una, que prohíbe levantar falso testimonio. Otra, que manda sea desterrado todo doblez y engaño, y que midamos nuestros dichos y hechos por una verdad sencilla, como lo enseña el apóstol a los de Éfeso por estas palabras: Tratando verdad en caridad, crezcamos en Cristo en todo y por todo.
La inteligencia pues de la primera parte de este precepto es, que aunque por el nombre de testimonio falso se signifique todo lo que se afirma constantemente de uno en buena o en mala parte, ya en juicio, ya fuera de él; con todo eso lo que se prohíbe señaladamente, es aquel testimonio que se dice falsamente en juicio por testigo jurado. Porque éste jura por Dios. Y como lo asegura de este modo, e interpone el nombre divino, hace su dicho muchísima fe y es de gran peso. Y así por ser tan peligroso este testimonio, por eso se prohíbe especialmente. Porque ni el mismo juez puede rechazar a testigos jurados, si no están excluidos por excepciones legítimas, o sea manifiesta su perversidad y malicia: mayormente estando de por medio aquel mandamiento de la ley divina: En boca de dos o tres testigos tenga firmeza toda palabra. Más para que entiendan los fieles con mayor claridad este mandamiento, se les ha de enseñar qué significa este nombre de Prójimo, contra quien en manera ninguna puede decirse testimonio falso.
Es el prójimo, según se infiere de la doctrina de Cristo Señor nuestro, todo aquel que necesita de nuestro favor: sea propio o extraño, paisano o forastero, amigo o enemigo. Porque es maldad horrenda pensar que sea lícito decir por testimonio cosa falsa contra los enemigos, a quienes debemos amar por mandamiento de nuestro Dios y Señor. Y además de esto, como cada uno es en cierto modo prójimo de sí mismo, ninguno puede pronunciar contra sí testimonio falso. Y los que lo hacen, sobre marcarse a sí mismos con la nota de ignominia e infamia, se hacen agravios a sí mismos y a la Iglesia cuyos miembros son: del mismo modo que ofenden a la República los que se dan a sí mismos la muerte. Porque dice así San Agustín: A ninguno que bien entienda, puede parecer, que por haberse dicho en el mandamiento: Contra tu prójimo, no está prohibido ser uno contra sí testigo falso. Y por lo tanto, aquel que pronunciare falso testimonio contra sí mismo, no se tenga por libre de este pecado. Porque el buen amador ha de tomar de sí mismo la regla de amar al prójimo.
Pero de prohibírsenos dañar al prójimo con testimonio falso, ninguno piense que se pueda hacer lo contrario: esto es, que sea lícito perjurar a fin de granjear alguna utilidad o provecho para aquel que es nuestro allegado por sangre o religión. Porque ninguno se debe valer de la falsedad y mentira, y mucho menos del perjurio. Por eso, escribiendo San Agustín a Crescencio sobre la mentira, enseña por sentencia del Apóstol que se debe contar la mentira entre los testimonios falsos, aunque se diga en alabanza falsa de uno. Y así declarando aquel lugar del Apóstol: Y somos hallados también testigos falsos de Dios: pues dijimos testimonio falso contra él, de que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si no resucitan los muertos dice el Santo: Llama el Apóstol testimonio falso, si finge alguno de Cristo, aún lo que parece ser para alabanza suya.
Muchísimas veces acaece también, que dañe a uno, el que aprovecha a otro. Y sin duda ninguna se da al juez motivo de errar; pues a veces obligado éste por testigos falsos, se ve precisado a juzgar y sentenciar contra justicia según la injuria. Sucede también en ocasiones, que habiendo uno ganado un pleito por testimonio falso, y salido de lance sin castigo ninguno, arregostado con la victoria injusta, se acostumbra a corromper y a valerse de testigos falsos, por cuyo medio espera que podrá conseguir cuanto quisiere. Y esto también es muy dañoso para el mismo testigo: así porque aquel a quien favoreció y ayudó con su juramento, sabe que es un falsario y perjuro; como porque él mismo, viendo que le ha salido la maldad conforme lo pensaba, se va aficionando y acostumbrando a hacer cada día más desalmado y atrevido.
Así pues como por este mandamiento se prohíbe la falsedad, mentiras y perjurios de los testigos, así se verán también las de los Acusadores, Reos, Defensores, Agentes, Procuradores, Abogados, y en fin, de todos aquellos que constituyen los juicios. Últimamente veda el Señor todo testimonio que pueda acarrear daño o perjuicio a otro, no solo en juicio, sino también fuera de él. Porque en el Levítico, donde se repiten estos mandamientos, se dice: No hurtareis, no mentiréis ni engañará ninguno a su prójimo, de suerte, que no puede dudarse que Dios condena por este mandamiento toda mentira; como lo afirma David con toda claridad, diciendo: Perderás a todos los que hablan mentira.
Prohíbese asimismo por este mandamiento, no solo el falso testimonio, sino también el abominable apetito y costumbre de infamar a otro: de cuya peste es increíble los muchos y graves daños y males que se originan. A cada paso reprueban las Escrituras divinas este vicio de hablar a escondidas mal e injuriosamente de otro. Con tal hombre, dice David, no comía yo. Y Santiago: Hermanos míos, no habléis mal unos de otros. Y no solo nos dan preceptos las Letras Sagradas, sino ejemplos también, por los que se declara lo grande de esta maldad. Porque Aman en tanto grado encendió con delirios fingidos al Rey Asuero contra los judíos, que llegó éste a mandar quitar la vida a toda aquella gente. Llena de estos ejemplos está la Sagrada Historia, con cuyo recuerdo procurarán los Sacerdotes apartar a los fieles de tan perverso vicio.
Y para que del todo se conozca la gravedad del pecado con que se detrae de otro, es de saber, que la estimación de los hombres es ofendida, no solo calumniando, sino también aumentando y exagerando los delitos. Y si comete uno alguna cosa en secreto, que si llega a saberse, ha de padecer grave daño en su fama, el que la descubre, dónde, cuándo y a quienes no sea necesario, justamente es tenido por inflamador y maldicente.
Pero entre todas las detracciones ninguna hay más perjudicial, que la de aquellos que hablan mal de la Doctrina Católica y de sus Predicadores. Y de la misma maldad son reos los que ensalzan y elogian a los maestros de malas doctrinas y de errores.
Tampoco están distantes del número y pecado de estos, los que dando oídos a los que inflaman y hablan mal, no los reprenden, antes se congracian con ellos. Porque según escriben los santos Jerónimo y Bernardo, no es fácil discernir cuál es peor, si difamar u oír al que difama, pues no habría detractores si no hubiera quien los escuchase.
En la misma lista se han de contar los que con artes y mañas dividen los hombres, y los enredan entre sí, deleitándose mucho en sembrar discordias, de suerte que, deshaciendo con embustes, compañías y amistades muy estrechas, obligan aún a los más amigos a perpetuas enemistades, y aún a tomar las armas. Esta peste abomina así el Señor: No serás acusador, ni chismoso en el pueblo. Tales eran muchos de los consejeros de Saúl, los cuales procuraban desviar su voluntad de David, irritarle contra él.
Pecan finalmente contra esta parte del precepto los lisonjeros y aduladores, que con halagos y alabanzas fingidas endulzan los oídos y ánimos de aquellos, cuya gracia, dinero y honores pretenden cazar; llamando, como dice el profeta, lo malo, bueno, y lo bueno, malo. De estos amonesta David, que los apartemos y arrojemos de nuestra compañía diciendo: El justo me corregirá, y reprenderá en misericordia; más el aceite del pecado no me unte la cabeza. Porque aunque éstos en manera ninguna digan mal del prójimo; sin embargo le hacen mucho daño porque aplaudiendo sus pecados, son causa de que persevere en sus vicios mientras viva. Y en esta línea aquella adulación es la peor de todas, que tira a la perdición y ruina del prójimo. Así Saúl deseando entregar a David al furor y a la espada de los Filisteos para que le quitaran la vida, le lisonjeaba con aquellas palabras: He aquí te he de dar a Merob, mi hija mayor, por esposa. Tú solamente sé hombre de brío, y pelea las guerras del Señor. Así también hablaron los judíos a Cristo Señor nuestro con este engañoso discurso: Maestro, sabemos que eres veraz, y que en verdad enseñas el camino de Dios.
Pero mucho más pernicioso es el lenguaje de aquellos amigos, cercanos y parientes, con el que a veces lisonjean a los que adoleciendo de peligro están ya en los últimos alientos, y asegurándoles, que no hay peligro ninguno de muerte, que se alegren, y se animen, los aparten de la confesión de sus pecados, como de un pensamiento, el más melancólico, y en fin, extravían su ánimo de todo cuidado y consideración de los últimos riesgos, de que están muy cercados. Debe pues huirse de todo linaje de mentiras, pero sobre todo de aquel que puede hacer a alguno grave daño. Más la mentira muy llena de maldad es cuando miente uno contra la Religión o en punto de Religión.
Pero mucho más pernicioso es el lenguaje de aquellos amigos, cercanos y parientes, con el que a veces lisonjean a los que adoleciendo de peligro están ya en los últimos alientos, y asegurándoles, que no hay peligro ninguno de muerte, que se alegren, y se animen, los aparten de la confesión de sus pecados, como de un pensamiento, el más melancólico, y en fin, extravían su ánimo de todo cuidado y consideración de los últimos riesgos, de que están muy cercados. Debe pues huirse de todo linaje de mentiras, pero sobre todo de aquel que puede hacer a alguno grave daño. Más la mentira muy llena de maldad es cuando miente uno contra la Religión o en punto de Religión.
También se ofende gravemente a Dios con aquellas injurias y oprobios, que se esparcen por los que llaman libelos famosos, y con otras afrentas semejantes.
Además de esto es cosa indigna engañar a alguno con mentira jocosa u oficiosa, aunque no se haga daño, ni provecho ninguno. Porque nos enseña así el Apóstol: Dejando la mentira, hablad verdad. En esto también hay peligro grande de pasar a mentiras frecuentes y muy graves. Por las chistosas se acostumbran los hombres a mentir. Con esto cobran fama de embusteros. Y por eso, a fin de que los crean, se ven precisados a jurar de continuo.
Últimamente en la primera parte de este mandamiento se reprueba toda ficción. Y no solo son malas y pecaminosas las cosas que se dicen fingidamente; sino también las que se hacen de ese modo. Porque así los dichos como los hechos, son ciertos indicios y señales de lo que hay en el interior de cada uno. Y por esa razón arguyendo el Señor muchas veces a los fariseos, los llama Hipócritas. Y esto baste acerca de la primera Ley de este mandamiento, que pertenece a vedar. Expliquemos ahora lo que manda el Señor en la segunda.
Enderézase pues la fuerza y nervio de este mandamiento, a que los juicios forenses se ejerciten justamente y según las leyes: a que los hombres no se arroguen, ni usurpen la jurisdicción ajena: Porque no es lícito juzgar al siervo ajeno, como dice el Apóstol; a que no sentencien sin conocimiento de la causa. Este fue el vicio en que incurrió el Consejo de los Sacerdotes y Escribas, que condenaron a San Esteban. Y en el mismo pecado cayó el Magistrado de los Filipenses, de quien dijo el Apóstol: Públicamente azotados y sin habernos oído, siendo ciudadanos de Roma, nos pusieron en la cárcel, ¿y ahora nos echan fuera a escondidas? Que no condenen a los inocentes o absuelvan a los culpables: que no se dejen llevar por interés, por empeño, por odio, o por amor. Porque así amonesta Moisés a los ancianos que constituyó Jueces del pueblo: Juzgad derechamente, ya sean naturales, ya forasteros. No habrá ninguna distinción de personas. Así oiréis al pequeño como al grande, no habréis respeto a ninguno, porque es el juicio de Dios.
Acerca de los reos y culpados quiere Dios que confiesen la verdad cuando son preguntados jurídicamente. Porque esa confesión es un testimonio y una manifestación de alabanza y gloria de Dios por sentencia de Josué, quien exhortando a Acan a confesar la verdad le dijo: Hijo mio, da Gloria al Señor Dios de Israel.
Y por cuanto este mandamiento toca principalmente a los testigos, de estos también ha de tratar el Párroco con todo cuidado, pues es tal la fuerza del mandamiento, que no solo prohíbe el falso testimonio, sino que manda también que se diga la verdad. Porque en las cosas humanas es muy grande el uso del testimonio verdadero, pues hay innumerables, que es preciso ignorarlas, si no las conocemos por la deposición de los testigos. Por esto nada hay tan necesario como la verdad de los testimonios en aquellas cosas que ni nosotros mismos las sabemos, ni tampoco debemos ignorarlas. Acerca de lo cual está aquella sentencia de San Agustín: El que calla la verdad, y el que dice la mentira, uno y otro es reo: aquel porque no quiere hacer provecho, y éste porque quiere hacer daño. Cierto es que en algunas ocasiones es lícito callar la verdad; pero fuera del juicio: que dentro de él, donde es el testigo legítimamente preguntado por el juez, en todo se debe confesar la verdad. Pero acerca de esto deben tener gran cuenta los testigos, no sea que, fiados demasiado de su memoria, afirmen por cierto lo que no tuvieran bien averiguado. Restan ahora los Defensores y Abogados, y luego los Actores y Demandadores.
Los Abogados y Procuradores no harán falta en los tiempos debidos con su favor y patrocinio, y socorrerán benignamente a los pobres. Tampoco tomarán causas injustas para defenderlas, ni alargarán los pleitos por calumnia, ni los fomentarán por avaricia. Y por lo que toca a su salario, le medirán según razón y justicia.
Los Demandadores y Acusadores deben ser amonestados, que a nadie perjudiquen con acusaciones injustas llevados de amor, odio o codicia. En fin, manda el Señor por este precepto que en las concurrencias y tratos de unos con otros se hable siempre la verdad, y según lo que siente el corazón; y que nada digan que pueda dañar a la estimación de otro, ni de aquellos tampoco por quienes entienden haber sido ofendidos y agraviados: porque deben tener presente que media entre unos y otros tal estrechez y unión que son como miembros de un mismo cuerpo.
Y para que los fieles se aparten con más gusto de este vicio de mentir, les propondrá el Párroco la suma miseria y fealdad de este pecado. Porque en las Sagradas Letras se dice el demonio padre de la mentira pues, por no haber estado firme en la verdad, es mentiroso y padre de la mentira. Añadirá para que sea desechada tan gran maldad, los daños que se siguen de ella. Y por ser innumerables, señalará las fuentes y raíces de sus estragos y perjuicios. Primeramente lo mucho que se ofende a Dios, pues en cuanto aborrecimiento de su Majestad incurre el falsario y mentiroso, lo declara Salomón por estas palabras: Seis son las cosas que Dios aborrece, y la séptima la abomina su alma: los ojos altaneros, la lengua mentirosa, las manos que derraman la sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos malvados, los pies ligeros para correr al mal, el testigo falso que dice mentiras; con lo demás que se sigue. ¿Quién pues podrá librar de ser castigado con penas atrocísimas al que tan señaladamente es aborrecido por Dios?
Además de esto, ¿qué cosa más indigna ni más fea, como Santiago dice, que con la misma lengua con que bendecimos a Dios y al Padre, maldecir a los hombres hechos a imagen y semejanza de Dios? de manera que arroje una misma fuente y por un mismo caño agua dulce y amarga. Porque aquella misma lengua que antes daba alabanza y gloria a Dios, después en cuanto es de sí, la menosprecia y deshonra mintiendo. De aquí es que los mentirosos son excluidos de la posesión del Reino de los Cielos. Porque haciendo David a Dios esta pregunta: Señor, ¿quién habitará en tus moradas? Le respondió el Espíritu Santo: El que habla verdad en su corazón y no engaña con su lengua.
Hay también en la mentira aquel daño gravísimo de que es enfermedad del alma casi incurable. Porque como el pecado que se comete o levantando falso testimonio o quitando la honra y estimación del prójimo, no se perdona sino satisface al calumniador las injurias que hizo al ofendido, y esto lo hacen los hombres con gran dificultad, atemorizados, como ya prevenimos, con la vergüenza y vana opinión de que es contra su punto; es preciso confesar, que el que se halla en esa culpa está destinado a las penas del infierno. Porque ninguno espere poder conseguir perdón de las calumnias y detracciones, Si no restituye primero a su prójimo cuanto le quitó de su dignidad y fama, ya fuese públicamente en juicio, o ya en conversaciones familiares y privadas.
Sobre todo esto se dilata muchísimo este daño, y se extiende también a los demás. Porque con la falsedad y mentira se quitan la fe y la verdad, que son lazos estrechísimos de la sociedad humana; y rotos éstos, se sigue una tan gran confusión en la vida, que en nada parece se diferencian los hombres de los demonios.
Enseñará pues el Párroco que debe evitarse el mucho hablar. Con esto se excusan los demás pecados, y es un gran remedio para no mentir, de cuyo vicio no es fácil liberarse los que hablan mucho.
Últimamente sacará el Párroco a los fieles de aquel error con que muchos se excusan, alegando que mienten en cosas de poca monta. Y defienden esto con el ejemplo de los prudentes, de quienes dicen, es propio mentir a tiempo. A esto responderá lo que es muy verdadero: Que la prudencia de la carne es muerte. Exhortará a los oyentes a que en sus aflicciones y angustias confíen en Dios y no se acojan al artificio de mentir. Porque los que se valen de esa escapatoria fácilmente declaran, que más quieren fiarse de su prudencia, que poner su esperanza en la providencia de Dios.
A los que echan la culpa de su mentira a otros por quienes fueron antes engañados ellos, se les ha de enseñar, que a ninguno es lícito vengarse a sí mismo, y que no se debe devolver mal por mal, sino vencer al mal con el bien. Y cuando fuera lícito dar semejante pago, a ninguno es útil vengarse con su propio daño, y que es muy grande el que nos hacemos mintiendo.
A los que alegan la flaqueza y fragilidad humana, se les enseñará que deben implorar el auxilio de Dios y no rendirse a la flaqueza propia. Los que oponen la costumbre, serán amonestados que así como la hicieron de mentir, trabajen, por hacer la contraria de tratar verdad: mayormente cuando los que pecan por uso y costumbre, pecan más gravemente que los demás.
Y por que no falta quien se cubra con el pretexto de otros, de quienes afirman que a cada paso mienten y perjuran; con esta razón se les ha de sacar de esa ignorancia: que los malos no han de ser imitados sino corregidos y reprendidos; y que si mentimos nosotros, tiene nuestro dicho menos autoridad en la reprensión y corrección de otro. Y a los que se excusan con que muchas veces les ha ido mal por decir la verdad, rechazarán los sacerdotes diciendo: que eso es más acusarse que defenderse; porque es obligación del cristiano perderlo todo antes que mentir.
Restan dos suertes de aquellos que escuchan sus mentiras. Unos, que afirman que mienten por causa de recreo y diversión; y otros que lo hacen por su interés y utilidad, porque no harían compra ni venta de provecho si no se valieran de la mentira. A unos y a otros deberán los Párrocos apartar de ese error. A los primeros sacarán de ese vicio, enseñándoles lo mucho que crece la costumbre de pecar en esa línea con el uso de mentir, como encareciéndoles que de toda palabra ociosa se ha de dar cuenta a Dios. Pero a los segundos reprenderán con toda aspereza: por hallarse en su excusa la acusación más grave: pues manifiestan, que no dan Fe, ni autoridad ninguna a aquellas palabras de Dios: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán añadidas.
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