miércoles, 21 de agosto de 2024

DIOS HA ESCRITO SU LEY EN NUESTROS CORAZONES

Dios ha inscrito la ley de la razón en nuestro ser. Pero a las criaturas caídas, afligidas por las consecuencias del pecado original, nos resulta difícil juzgar y actuar correctamente.

Por Matthew McCusker


La ley moral no puede en modo alguno obstaculizar la libertad humana. Al contrario, siguiendo la ley de la razón vivimos de una manera que es verdaderamente libre, porque está verdaderamente de acuerdo con nuestra naturaleza.

En el artículo anterior vimos que los seres humanos tienen el poder de elegir libremente sus propias acciones. Esto se llama libertad natural.

También vimos que esta libertad natural puede ser utilizada para perseguir el mal moral.

Cuando usamos nuestra libertad natural para elegir el mal, estamos en contra de nuestra propia naturaleza como criaturas racionales. Hemos sido desviados por algo fuera de nosotros mismos, y por lo tanto, no se puede decir que seamos verdaderamente libres. De hecho, Nuestro Señor Jesucristo dijo: “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8, 34)

El hombre esclavizado por el pecado carece de libertad moral.

En su gran carta encíclica “Sobre la libertad humana”, el Papa León XIII advierte que:
Siendo ésta la condición de la libertad humana, le hacía falta a la libertad una protección y un auxilio capaces de dirigir todos sus movimientos hacia el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la libertad habría sido gravemente perjudicial para el hombre [1].
¿De dónde proceden esta luz y esta fuerza?

El Santo Padre responde lo siguiente:
En primer lugar, le era necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que hacer y de lo que hay que evitar. [2].
Este tipo de ley sólo puede aplicarse a las criaturas racionales, por las razones expuestas en el artículo anterior. Explica el Sumo Pontífice:
La ley, en sentido propio, no puede darse en los animales, que obran por necesidad, pues realizan todos sus actos por instinto natural y no pueden adoptar por sí mismos otra manera de acción. En cambio, los seres que gozan de libertad tienen la facultad de obrar o no obrar, de actuar de esta o de aquella manera, porque la elección del objeto de su volición es posterior al juicio de la razón, a que antes nos hemos referido [3].
Por lo tanto, debe existir una ley que pueda ser aprehendida racionalmente por el ser humano. Por esta ley sabremos cómo actuar y cómo no actuar. Para los animales racionales, seguir nuestros instintos y sentimientos no es suficiente para vivir una vida verdaderamente libre.

Para que las acciones del hombre sean moralmente buenas, deben seguir juicios acordes con la razón. Y el hombre no sólo debe juzgar lo que es bueno, sino también cómo puede alcanzarse ese fin de un modo razonable. Como explica el Papa:
Este juicio establece no sólo lo que es bueno o lo que es malo por naturaleza, sino además lo que es bueno y, por consiguiente, debe hacerse, y lo que es malo y, por consiguiente, debe evitarse

Es decir, la razón prescribe a la voluntad lo que debe buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún día alcanzar su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones [4].
Como animales racionales, sólo podemos alcanzar nuestro fin último si actuamos de acuerdo con la razón. Esta prescripción de la razón tiene, por lo tanto, carácter de ley. Como enseña León XIII
Y precisamente esta ordenación de la razón es lo que se llama ley. Por lo cual la justificación de la necesidad de la ley para el hombre ha de buscarse primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la necesidad de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón [5].
De ello se deduce que la ley moral no puede obstaculizar en modo alguno la libertad humana. Al contrario, siguiendo la ley de la razón vivimos de una manera que es verdaderamente libre, porque está verdaderamente de acuerdo con nuestra naturaleza. La ley moral dirige nuestras acciones hacia su fin último -la felicidad- y las aleja de aquello que sería destructivo para nosotros.

En ausencia de esta ley de la razón, elegiríamos cosas que nos llevarían a nuestra propia destrucción. De ahí que el Sumo Pontífice afirme:
No hay afirmación más absurda y peligrosa que ésta: que el hombre, por ser naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley. Porque si esta premisa fuese verdadera, la conclusión lógica sería que es esencial a la libertad andar en desacuerdo con la razón, siendo así que la afirmación verdadera es la contradictoria, o sea, que el hombre, precisamente por ser libre, ha de vivir sometido a la ley [6].
Una vez establecido que el hombre debe seguir la ley de la razón para ser libre, surge necesariamente la pregunta: ¿cómo sabemos lo que dicta esta ley?

La respuesta es sorprendente y refleja el esplendor y la gloria de nuestra naturaleza humana y de nuestro Creador.

Podemos conocer esta ley, y podemos seguirla, porque Dios la ha escrito en nuestros corazones.

La ley natural

San Pablo enseña:
Porque cuando los gentiles, que no tienen la ley, hacen por naturaleza las cosas que son de la ley, éstos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos: Los cuales muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio de ello sus conciencias, y sus pensamientos entre sí acusándose, o también defendiéndose unos a otros. (Rom 2:14-15)
Dios es el creador de todas las cosas, y Él dirige todas las cosas a su fin último, por Su divina providencia. La ley por la que se rigen todas las cosas creadas se llama ley eterna.

Cada cosa que existe, ya sea un objeto inanimado, una planta, un animal o un ser humano, está sujeta a la ley eterna y es movida por la divina providencia.

La ley eterna mueve todas las cosas inanimadas de la creación, de acuerdo con la naturaleza que les ha sido dada. Los seres vivos no sensibles, como las plantas y los hongos, son movidos de acuerdo con el principio vital, o alma, que poseen. Y los animales sintientes no racionales también son movidos, como hemos dicho en el artículo anterior, por sus instintos y facultades sensoriales.

La ley eterna de Dios dirige igualmente a los seres humanos hacia su fin propio. Pero el ser humano, al ser racional, debe ser dirigido por Dios de un modo propio de sus facultades racionales.

Por lo tanto, Dios ha impreso su ley eterna en nuestras almas racionales. A esta impronta la llamamos ley natural.

El Papa León XIII explica que esta “ley natural”, que está “escrita y grabada en la mente de todo hombre”, no es “otra cosa que nuestra razón, que nos manda hacer el bien y nos prohíbe el pecado” [7].

Porque este grabado es obra de Dios, tiene fuerza de ley. León XIII enseña:
“este precepto de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuera órgano e intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad” [8].
La ley natural es obligatoria para el hombre porque, aunque está grabada en su propia naturaleza y se encuentra en su interior, tiene su origen en Dios, que es Creador y Soberano del mundo.

Pero, ¿en qué consiste este “grabado” o “impresión”?

Los primeros principios de la razón

Como ya he explicado en otro lugar, el alma humana se crea sin ningún conocimiento sensorial o intelectual existente. Todo nuestro conocimiento se deriva de los datos adquiridos mediante el uso de nuestros sentidos. A continuación, el intelecto humano hace abstracción del conocimiento sensorial para llegar al conocimiento intelectual.

Las primeras ideas que el intelecto humano forma por abstracción son el resultado de la intuición, no del razonamiento. Los primeros principios que constituyen la base de todo razonamiento posterior son, según Santo Tomás de Aquino, “conocidos naturalmente sin ninguna investigación por parte de la razón” [9].

A partir de estos primeros principios, el intelecto puede alcanzar otros conocimientos mediante el uso de la razón. Por lo tanto, aunque no somos creados con el conocimiento de estos primeros principios, nacemos con la disposición de que nuestro intelecto los “verá” cuando reciba los datos de los sentidos. Santo Tomás se refiere a estas disposiciones como hábitos naturales [10].

Un buen ejemplo de tal primer principio es “el todo es mayor que sus partes”. El intelecto humano no necesita resolver mediante el razonamiento discursivo que, por ejemplo, una pizza cortada en porciones es mayor que una de sus porciones considerada por separado. Lo sabe por intuición. Un niño en desarrollo “ve” que es así, sin tener que razonarlo.

El intelecto humano tiene un aspecto especulativo y otro práctico. El intelecto especulativo “dirige lo que aprehende, no a la operación, sino a la consideración de la verdad”, mientras que el intelecto práctico “dirige lo que aprehende a la operación” [11]. El intelecto está naturalmente habituado a “ver” ciertos primeros principios.

Los primeros principios de la razón humana respecto a la acción práctica se conocen como sindéresis, de una palabra griega que tiene un significado similar a nuestra palabra conciencia.

Santo Tomás escribe:
Por lo tanto, los primeros principios prácticos, que nos han sido dados por la naturaleza... pertenecen... a un hábito natural especial, que llamamos “sindéresis”.

De donde se dice que la “sindéresis” incita al bien y murmura del mal, ya que por medio de los primeros principios procedemos a descubrir y a juzgar lo que hemos descubierto. Es, pues, evidente que la “sindéresis” no es una potencia, sino un hábito natural [12].
“El primer principio de la razón práctica -dice Santo Tomás de Aquino- se funda en la noción del bien, a saber, que el bien es aquello que todas las cosas buscan. De ahí que éste sea el primer precepto de la ley, que 'el bien ha de ser hecho y perseguido, y el mal ha de ser evitado'” [13].
Y continúa:
Todos los demás preceptos de la ley natural se basan en esto: de modo que todo lo que la razón práctica aprehende naturalmente como bien (o mal) del hombre pertenece a los preceptos de la ley natural como algo que debe hacerse o evitarse [14].
Por lo tanto, cuando decimos que la ley natural está “escrita en nuestros corazones”, queremos decir que hemos sido creados con un hábito natural que dirige nuestra acción práctica de acuerdo con la razón.

La conciencia

Los primeros principios de la razón práctica son nuestros juicios sobre cómo nuestro intelecto práctico juzga que debemos actuar. El juicio del intelecto práctico sobre si un acto es moralmente bueno o malo se denomina conciencia.

La conciencia es la aplicación de los principios morales a un caso concreto. La conciencia nos dice que debemos realizar u omitir ciertos actos porque el orden de la razón nos obliga. Estamos obligados a actuar de acuerdo con la razón, por lo tanto, estamos obligados a seguir nuestra conciencia.

La conciencia no es un sentimiento, ni un instinto, ni mucho menos una persona que decide por sí misma lo que quiere hacer, sino un juicio de la razón. Sin embargo, los juicios de conciencia pueden ir acompañados de sentimientos, como la culpa o un sentimiento de paz. Estos sentimientos surgen de las consideraciones del intelecto, acompañan a la conciencia y la apoyan, pero no deben confundirse con la conciencia misma.

Santo Tomás escribe:
Se dice que la conciencia atestigua, obliga o incita, y también que acusa, atormenta o reprende. Y todo esto sigue a la aplicación del conocimiento o ciencia a lo que hacemos.
Y continúa:
Esta aplicación se hace de tres maneras.
Primero:
En cuanto reconocemos que hemos hecho o dejado de hacer algo; 'Tu conciencia sabe que muchas veces has hablado mal de otros' (Eclesiastés 7:23), y de acuerdo con esto, se dice que la conciencia atestigua.
Segundo:
De otro modo, en cuanto que a través de la conciencia juzgamos que algo debe hacerse o no hacerse; y en este sentido se dice que la conciencia incita u obliga.
Tercero:
En el tercer modo, en cuanto por la conciencia juzgamos que algo hecho está bien hecho o mal hecho; y en este sentido se dice que la conciencia excusa, acusa o atormenta.
Y concluye:
Ahora bien, es evidente que todas estas cosas siguen a la aplicación real del conocimiento a lo que hacemos. Por lo tanto, propiamente hablando, la conciencia denomina un acto [15].
Un excelente resumen de la doctrina de la conciencia explicada anteriormente se encuentra en la Carta al Duque de Norfolk, de Juan Henry Newman.

El cardenal Newman escribe:
Digo, entonces, que el Ser Supremo es de un cierto carácter, que, expresado en lenguaje humano, llamamos ético.

Tiene los atributos de justicia, verdad, sabiduría, santidad, benevolencia y misericordia, como características eternas en Su naturaleza, la Ley misma de Su ser, idéntica a Sí mismo; y luego, cuando se convirtió en Creador, implantó esta Ley, que es Él mismo, en la inteligencia de todas Sus criaturas racionales.

La Ley divina es, pues, la regla de la verdad ética, la norma del bien y del mal, una autoridad soberana, irreversible y absoluta en presencia de los hombres y de los ángeles.

“La ley eterna -dice San Agustín- es la razón divina o voluntad de Dios, que ordena la observancia y prohíbe la perturbación del orden natural de las cosas”.

La ley natural, dice Santo Tomás, es una impresión de la luz divina en nosotros, una participación de la ley eterna en la criatura racional.

Esta ley, tal como es aprehendida en las mentes de los hombres individuales, se llama “conciencia”; y aunque pueda sufrir refracción al pasar al medio intelectual de cada uno, no se ve por ello tan afectada como para perder su carácter de ser la Ley Divina, sino que todavía tiene, como tal, la prerrogativa de ordenar obediencia.

“La ley divina -dice el cardenal Gousset- es la regla suprema de las acciones; nuestros pensamientos, deseos, palabras, actos, todo lo que el hombre es, está sometido al dominio de la ley de Dios; y esta ley es la regla de nuestra conducta por medio de nuestra conciencia. De ahí que nunca sea lícito ir contra nuestra conciencia” [16].
Alcanzamos la libertad moral siguiendo la ley de la razón, que nos es dada a conocer por nuestra conciencia.

Dios ha inscrito la ley de la razón en nuestro ser. Pero a las criaturas caídas, afligidas por las consecuencias del pecado original, nos resulta difícil juzgar y actuar correctamente.

Por eso Dios ha venido en nuestra ayuda, con otros auxilios y ayudas, además de la ley interna que ha grabado en nuestras almas.

A estas ayudas nos referiremos en la próxima parte de esta serie.


Notas:

1) León XIII, Libertas, No. 6.

2) León XIII, Libertas, No. 6.

3) León XIII, Libertas, No. 6.

4) León XIII, Libertas, No. 6.

5) León XIII, Libertas, No. 6.

6) León XIII, Libertas, No. 6.

7) León XIII, Libertas, No. 6.

8) León XIII, Libertas, No. 8.

9) Santo Tomas de Aquino, Summa Theologica, I.I q.79 a.12.

10) ST I.I q.79 a.12.

11) ST I.I q.79 a.11.

12) ST I.I q.79 a.12.

13) ST I:II q.94 a.2.

14) ST I:II q.94 a.2.

15) ST I.I q.79 a.13.

16) Juan Henry Newman, Letter to the Duke of Norfolk (Carta al Duque de Norfolk), publicada en Newman and Gladstone: The Vatican Decrees, (Notre Dame, 1962), pp 127-28.

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