A veces excusamos a las personas diciendo que son más estúpidas que malvadas. Es más o menos lo que dijo Jesús a los soldados romanos que lo crucificaron en el Calvario: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Y es verdad que los hombres que crucificaron a Jesús no tenían ni idea, en el momento de hacerlo, de la gravedad del acto que estaban cometiendo. Cuando el centurión se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Así que fueron más estúpidos que malvados.
Muy a menudo, cuando ocurre una blasfemia, me hago la misma observación: es más estúpido que malvado. Y muy a menudo es cierto.
La estupidez está lo suficientemente extendida como para que no haya mucho riesgo en apostar por ella cuando ocurre algo. La maldad, la verdadera maldad, a pesar del pecado original, a pesar de la suma total de los pecados personales, es más rara. Sí, muy a menudo el penoso espectáculo de la blasfemia ordinaria tiene más que ver con la estupidez que con la maldad.
El Espíritu Santo, que sabe lo que hace, nos ofrece la historia de la multiplicación de los panes en el Evangelio de Juan para que reflexionemos hoy.
Es decir, al día siguiente de una blasfemia perpetrada en la televisión mundial, encargada por la República Francesa y financiada con los impuestos del pueblo francés, que se refería precisamente a la Cena del Señor, es decir, exactamente a lo que prefigura la multiplicación de los panes en el Evangelio de Juan. Culmina en la Cruz, donde Jesús, el pan vivo bajado del cielo, es partido por nuestros pecados para que, resucitado de entre los muertos, pueda ser comunicado a todos en el Sacramento de la Eucaristía que celebramos en la Misa.
Esta blasfemia, me parece, está lejos de ser estúpida, sino que fue profundamente perversa. Es tanto más lamentable cuanto que había cosas hermosas para mostrar. Y a diferencia de los soldados romanos que crucificaron a Jesús, los que idearon y llevaron a cabo esta blasfemia sabían muy bien lo que hacían. Tuvieron tiempo y medios para pensarlo.
En cuanto a si Jesús implora a su Padre que los perdone, no lo sé. La misericordia de Dios es infinita. Pero esta blasfemia, repito, distaba mucho de ser estúpida, y era profundamente malvada.
Ningún cristiano quiere que todo el mundo se arrodille ante el misterio de la Eucaristía. Ya en el siglo III, el teólogo Lactancio escribía: “No exigimos que se obligue a nadie contra su voluntad a adorar a nuestro Dios, que es el Dios de todos los hombres, les guste o no, y no nos enfadamos si no se le adora”.
Un cristiano puede incluso, si está de buen humor, sonreír ante la irreverencia de un sketch o una película hacia la fe cristiana. Cuando los Inconnus (un trío francés de humoristas) parodian la Última Cena, o los Monthy Python (un grupo británico de seis humoristas) parodian la crucifixión de Jesús, puede parecernos de dudoso gusto. Pero esta burla de lo sagrado, no pretende otra cosa que hacernos reír.
La blasfemia del pasado viernes por la noche no pretendía hacer reír. Al contrario, fue algo muy serio. De hecho, tenía toda la apariencia de una liturgia. Esta blasfemia no pretendía burlarse de lo sagrado, que ya es doloroso para un cristiano o para cualquiera que crea en Dios. No.
Esta blasfemia pretendía sustituir una cosa sagrada por otra “cosa sagrada”. Y para que quede claro, se pisotea la Eucaristía, el Sacramento que es fuente y cumbre de la vida cristiana. Fuera lo sagrado antiguo. He aquí lo nuevo “sagrado”.
Y vosotros, los pueblos de la tierra, reunidos ante el altar de la televisión y alimentados por las notificaciones de las redes sociales, adorad a esta nueva “divinidad”, y comulgad con nosotros en esta religión sustitutiva. El viejo mundo ha desaparecido, bienvenidos al nuevo.
Esta blasfemia no fue estúpida, fue perversa. No fue burlarse de lo sagrado, fue sustituir algo sagrado por otra cosa. Y la “disculpa” posterior que nos asegura que no era la Cena del Señor el objetivo, aparte de ser hipócrita, no cambia nada. Porque no fue un elemento aislado. Todo apuntaba a imponer una nueva sacralidad, ante la que todos estábamos llamados a postrarnos.
Así que aquí estamos, cristianos, obligados a una especie de exilio interior. Para muchos de nosotros, ya no reconocemos ni nuestro país ni nuestro tiempo. Esto es tanto más paradójico cuanto que la Eucaristía, la celebración de la Misa, es precisamente lo que hace que un cristiano se sienta en casa en cualquier país.
Habiendo vivido muchos años en el extranjero, puedo dar testimonio de que la Misa es lo que me hace sentir en casa en cualquier parte del mundo, porque Cristo está allí ofreciéndose por amor, y la Iglesia está allí respondiendo al amor con amor. La Eucaristía es el pan de los exiliados, que les une a su verdadera patria.
Y ahora, en Francia misma, en nuestro propio país, desde hace algún tiempo, estamos viviendo una especie de exilio interior. Esta es la condición cristiana ordinaria; cualquier otra configuración sólo puede ser temporal en este mundo. Entonces, ¿qué hacemos?
¿Nos rebelamos y tomamos las armas? Evidentemente, no. ¿O, por el contrario, agachamos la espalda y esperamos a que pasen las cosas?, ¿o cerramos nuestras puertas con la esperanza de pasar desapercibidos ante la policía del pensamiento contemporáneo? Tampoco. Algunas personas lo han intentado, y no han tenido problemas. Pero perdieron su fe. Su fe, la de sus hijos. Y la de sus compatriotas que no ven ninguna razón para interesarse en una Fe Católica que incluso sus “defensores” aceptan que sea pisoteada de la mañana a la noche. ¿Hay que exiliarse para siempre, a un lugar más favorable? No, tampoco.
¿Qué debemos hacer entonces? Ser santos.
No tener miedo de decir lo que somos, lo que creemos y en quién creemos. Predicar el Evangelio con la palabra y el ejemplo. Enseñar la Fe Cristiana, a tiempo y a destiempo. Educar a los niños en la Fe de la Iglesia. No ceder a otros el campo del arte, del pensamiento y del discurso público y limitarnos a la vida familiar. No contentarnos con denunciar o condenar perezosamente, sino responder con excelencia incuestionable en los mismos ámbitos que hemos cedido a nuestros adversarios.
Vivir de la Palabra de Dios recibida según la Tradición de la Iglesia y no aguada para adaptarse al gusto del día y a las mortificantes modas intelectuales del momento. Vivir de los Sacramentos que Jesús dejó a su Iglesia, en particular la Eucaristía y la Confesión.
Poner la otra mejilla cuando nos atacan, por supuesto, pero aprovechando para abrir la boca y proclamar la verdad que nos hace libres.
Por último, debemos reflexionar sobre lo que escribió un autor cristiano a finales del siglo II, en plena persecución, en un texto famoso, la Epístola a Diogneto:
“Los cristianos obedecen las leyes establecidas, pero su modo de vida prevalece en perfección sobre las leyes. [...] Se ajustan a las costumbres locales en cuanto a vestimenta, alimentación y modo de vida, al tiempo que demuestran las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual [...] En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, los cristianos lo son en el mundo.
El alma está repartida por todos los miembros del cuerpo, como los cristianos están repartidos por las ciudades del mundo. [...] Los cristianos son como prisioneros en la cárcel del mundo; sin embargo, son ellos quienes mantienen unido al mundo. Tan noble es la posición que Dios les ha asignado que no se les permite abandonarla”.
Amén.
Fr. Jean-Thomas de Beauregard O.P.
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