sábado, 25 de mayo de 2024

LA CUARESMA Y EL TABOR

A imitación de Moisés y Elías, conversemos frecuentemente con Jesús. ¿Sobre qué?

III

LA CUARESMA Y EL TABOR

La gloriosa Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo en el Tabor, aviva en nosotros el deseo de la gloria, para la cual debemos prepararnos en la Cuaresma: “Señor, bueno es estarnos aquí” (Mat. 17: 4), dijo Pedro, en delicioso arrobamiento, y eso que solo vio la gloria del Señor. ¡Qué hubiera dicho si la hubiera compartido! El pensamiento del cielo y de la gloria eterna ameniza nuestra triste suerte en esta tierra, que con razón se llama valle de lágrimas.

Al pensar en el cielo, decimos con San Pablo: “A la verdad yo estoy firmemente persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera, que se ha de manifestar en nosotros” (Rom. 8: 18). El Evangelio de hoy nos mostrará en qué sentido y de qué modo el tiempo de Cuaresma hace que adelantemos en el camino de nuestra gloria.

1. ¿Dónde se verificó la Transfiguración de Jesús?

“Tomó Jesús consigo a Pedro, y a Santiago, y a Juan, su hermano, subiendo con ellos solos a un alto monte”, dice San Mateo (17: 1), y San Marcos añade: “condújolos solos” (9: 1). Fue, por lo tanto, en la soledad del monte, donde se realizó la admirable visión. Ni en el movimiento de las calles, ni en el bullicio de la sociedad, puede realizarse la transfiguración del hombre. Al contrario: al contacto con el mundo se va alejando el alma más y más del ideal de una vida superior, haciéndose más mundana y menos divina. Se diría que cuanto más abajo, más saturado está el ambiente de los microbios del siglo. En lo alto, en cambio, lejos de las distracciones de la vida cotidiana, el corazón se abre a la vida de Dios. Los Santos nos ofrecen ejemplos de esta verdad. La soledad, por ellos tan apreciada, desarrollando la vida de la gracia, los elevó a un nivel superior, que les permitía la dulce convivencia con Dios. La soledad, la separación del mundo, era su Tabor. Si queremos adelantar en la santidad y consolidar en nosotros la virtud, es menester que imitemos a Jesucristo en este tiempo de Cuaresma, buscando la soledad y el silencio, y evitando las distracciones y diversiones ruidosas. Solo así entraremos en el camino de la transfiguración de nuestras almas.

2. ¿Quiénes acompañaron a Jesucristo en el Tabor?

Vemos a su lado a Moisés y a Elías, los varones más Santos del Antiguo Testamento. ¡Oh! ¡Qué importancia tiene la compañía en que vivimos! Hasta en la soledad debemos hallarnos bien acompañados, no por hombres, sino por los Santos del cielo y por nuestro Señor. La compañía de los Santos nos es beneficiosa y utilísima, lo que no se puede afirmar de la compañía de los hombres. Estos nunca satisfacen por completo. Cuanto más los buscamos, tanto más damos razón al piadoso autor de la Imitación de Cristo, cuando, en el Lib. 1° cap. 20, cita las palabras de Séneca: “Cuantas veces estuve entre los hombres, me volví menos hombre” (Epíst. VII). En la compañía de los Santos, no existe ese peligro; de ella volvemos más santos, más purificados, más contentos. Esta compañía es la que debemos buscar preferentemente en la Cuaresma. Según lo enseña el Catecismo, una de las glorias del cielo consiste en la comunión de los Santos y de los ángeles.

3. ¿De qué hablaba Jesús con Moisés y Elías?

San Lucas nos lo dice: “Y hablaban de su salida del mundo, la cual estaba para verificar en Jerusalén” (9: 31), es decir, sobre su Pasión y Muerte. Este también es el asunto que más nos debe preocupar en la Cuaresma. A imitación de Moisés y Elías, conversemos frecuentemente con Jesús. ¿Sobre qué? Sobre su Sagrada Pasión y Muerte; sobre lo que sufrió física y moralmente; sobre el grande amor que le impulsó a sacrificarlo todo por nuestro amor. Jesús, que amaba tanto la oración, tendrá sumo placer en escucharnos. Nuestras visitas le han de ser agradabilísimas. Visitémosle, pues al Salvador. “Si eres Salvador mío, cuán grande fue vuestro amor para conmigo, siendo yo tan ruin pecador! Con vuestra preciosísima y divina sangre me redimisteis. Con toda el alma os agradezco este inmenso beneficio. De hoy en adelante, quiero perteneceros solo a Vos. Jamás volveré a desgarrar vuestro corazón con un pecado mortal. Los que por desgracia cometí, procuraré borrarlos con vuestra sangre. Encadenadme bien en las prisiones de vuestro corazón, para que no pueda salir de él, ni en tiempo, ni en eternidad”.



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