martes, 21 de mayo de 2024

MIRAR AL CIELO NOS CONFORTA EN LA TIERRA

El recuerdo de la visión de Tabor fue para los Apóstoles un fuerte sostén en medio de sus trabajos, sufrimientos y martirio. ¿Queréis seguirlos? Haced lo que ellos hicieron.


II

MIRAR AL CIELO NOS CONFORTA EN LA TIERRA

1. La Transfiguración confortó a Jesús.

La Transfiguración en el Tabor interesaba en primer término al mismo Jesucristo, puesto que era una recompensa de sus labores y fatigas. Tres años de trabajo incesante había pasado en servicio de su Padre celestial, sembrando beneficios en favor de los hombres. Entonces se le fueron concedidos unos instantes de indecible alegría, de máximo consuelo, al mostrarle su Padre la gloria que le tenía reservada, como premio de todo cuanto había hecho en la tierra, durante treinta y tres años de convivencia humana. Al mismo tiempo la Transfiguración le confortaba para la Pasión y Muerte que le esperaban, y le llenaban el alma de pavor.


2. La Transfiguración confortó a los apóstoles.

La transfiguración interesaba también a los Apóstoles, testigos oculares de aquella misteriosa aparición. Muy a propósito los convidó el Divino Maestro a acompañarle y a asistir a la maravillosa escena de la Transfiguración. Los tres elegidos, constituían, por así decirlo, las columnas del colegio apostólico. Ellos habían de ser los fundadores de la Iglesia. Fueron estos tres, los distinguidos por una confianza particular de parte del Maestro, los que a Él más estrechamente se ligaron, y los que de Él recibieron instrucciones más íntimas y detalladas. Aquellos tres Apóstoles representaron más tarde un poder, debido a su fe inconcusa, firmeza inalterable, fidelidad y amor a toda prueba y ardiente celo apostólico. Llenos del Espíritu de Cristo, lo comunicaron a sus compañeros, convirtiéndose así en columnas, firmísimos puntales, sostenes poderosos y maestros competentes y autorizados de los demás Apóstoles primero, y más tarde de los primeros cristianos.


3. Valor del cristiano confortado.

¡Cuánto vale un solo hombre, hombre de verdad, de convicciones profundamente cristianas! ¡Cuánto bien puede hacer en la familia, en la sociedad, en la parroquia! Un solo hombre de fe arraigada, piadoso, caritativo y justo, es semejante en la parroquia a un árbol corpulento que da vida, fuerza y amparo a otras plantas tiernas que, a él enlazadas, resisten, firmes como él, las más furiosas borrascas. ¡Feliz de aquella parroquia que puede contar con tres hombres semejantes! Sus ejemplos arrastrarán a otros muchos a seguir el mismo camino: el camino de Dios y de la virtud. Hay muchos que tienen buena voluntad en el servicio de Dios; pero no disponen de una fuerza suficiente para confesar públicamente su fe. Les falta la constancia para proseguir en el camino emprendido: la senda de la práctica de la Religión y el ejercicio de las virtudes verdaderamente cristianas. Son almas que necesitan que las impulsen, que las conforten, que las animen y las amparen. Débiles de por sí, no se sostienen ni permanecen fieles. Pero si encuentran quien las guíe, se dan de buena voluntad, y realizan grandes progresos en la santidad. Jesús lo sabía muy bien. Por eso escogió a tres entre sus doce discípulos, y entre estos tres a Pedro para que fuera la piedra fundamental, dándole esta orden: "Confirma a tus hermanos" (Luc. 22: 32). ¡Confirma a los Apóstoles y ellos confirmarán al mundo!


4. Dios guía al hombre por el hombre.

En la presente providencia, Dios ha determinado guiar a los hombres por medio de otros hombres; debe el hombre guiar a sus semejantes a la eterna felicidad. Dios escoge un número limitado, lo llena de fortaleza y divina gracia, y se sirve de ellos, como de instrumentos privilegiados e idóneos, para atraer a los demás y llevarlos por el camino de la salvación. ¡Cuánto bien espiritual puede hacer un hombre dotado del Espíritu de Dios, un hombre de corazón creyente y ardoroso, un hombre amigo de Cristo y de su Iglesia! ¡Qué obra tan grande realiza de propagación y consolidación del Reino de Dios sobre la tierra!


5. Efectos de la Transfiguración en Pedro, Santiago y Juan.

Tales fueron Pedro, Santiago y Juan. Con su ejemplo convencieron, edificaron y arrastraron a los demás. ¿Qué fue lo que, en medio de las tempestades los sostuvo, lo que, en todas las vicisitudes de la vida, hizo que conservaran su fe y confianza inquebrantable en Dios, sino el dulce recuerdo de lo que vieron en el Tabor? En medio de las angustias de la persecución, entre los tormentos del martirio, su corazón volaba hacia aquella visión maravillosa e indeciblemente consoladora del Tabor, y su alma se encendía, cada vez más, en la dulce esperanza de ver algún día la gloria eterna, cuyo suave preludio había sido la Transfiguración en el monte.

“¿Qué queréis de nosotros, oh verdugos? ¿Qué mal podéis causarnos?”, podían decir a los que los atormentaban. “Vuestro poder es caduco. Con Moisés y Elías, con todos los santos, guiados por nuestro Maestro, hemos de entrar en el gozo de la eterna felicidad. ¿Qué son las luchas, los dolores y tormentos de esta vida, comparados con la gloria eterna?”. “Los sufrimientos de la vida presente -dice San Pablo- no tienen comparación con aquella Gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros” (Rom. 8: 18). ¿Acaso no tiene razón? ¡Sí! Muy bien hicisteis, bienaventurados Apóstoles, en fijar vuestra mirada sobre el monte Tabor. Bien hiciste, oh Pedro, en decir: “Señor, bueno es estar aquí” (Mat. 17: 4). Más no es preciso que construyas tiendas. Tu Maestro y Señor se encargó de eso. Él las tiene construidas: magníficas, divinas y eternas; moradas que, en belleza y magnificencia, superan a todo lo que la fantasía más privilegiada pudiera imaginar.

El recuerdo de la visión de Tabor fue para los Apóstoles un fuerte sostén en medio de sus trabajos, sufrimientos y martirio. Muy bien hicieron en conservar siempre vivo tan dulce recuerdo. Ahora se hallan en lo alto del Tabor celestial. ¿Queréis seguirlos? Haced lo que ellos hicieron: en medio de las luchas, en medio de los dolores, alzad vuestros ojos al celestial Tabor. Quedaréis consolados y confortados.






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