Por Peter Kwasniewski, PhD
Qué bonito sería que esto fuera cierto. Por desgracia, está lejos de serlo.
Abordemos primero la acusación de redundancia. “Cristiano católico romano” puede parecer una triple redundancia, pero es útil precisamente porque hay cristianos protestantes y ortodoxos orientales, así como verdaderos católicos que no son de rito romano. “Católico tradicional” tampoco es una redundancia, porque hay muchos católicos que son (intencionadamente o no) modernistas en su pensamiento y sus prácticas. En un mundo ideal, el cristiano debería ser Católico, del mismo modo que el Católico debería ser Tradicional; pero así como no todos los cristianos son Católicos, no todos los Católicos son Tradicionales en un sentido significativo de la palabra.
Siguiendo con este punto, nos engañaríamos a nosotros mismos si no reconociéramos que es muy posible hoy en día -de un modo sorprendente y sin precedentes- que los Católicos no sean Tradicionales, que no piensen y vivan de acuerdo con los principales elementos de su tradición trimilenaria, como el ascetismo, la rectitud litúrgica y la adhesión a la doctrina ortodoxa. Por primera vez, hemos asistido a la aceptación generalizada de una interpretación del catolicismo que es antitradicional, que se considera libre de la Tradición, libre para adoptar formas nuevas y siempre cambiantes según las “necesidades modernas”. (A propósito del concepto de aggiornamento, Karl Barth planteó a la Iglesia Católica esta incómoda pregunta en 1966: “¿Cuándo sabréis si la Iglesia está suficientemente actualizada?”).
Este es el talón de Aquiles de toda crítica conservadora al catolicismo tradicional: como hicieron Bugnini y compañía en la reforma litúrgica, el conservador tiene que elegir lo que merece la pena conservar y lo que debería descartarse, como si estuviera al margen de la Tradición, la historia y el magisterio, situándose por encima de ellos en lugar de someterse a ser formado, medido y juzgado por todo ello, no simplemente por el último número de L'Osservatore Romano.
La nueva tiranía del progresismo
El Cardenal Siri hizo estas agudas observaciones en el número de enero de 1975 de la Rivista Diocesana Genovese:
Abundan los eslóganes, mientras no se enseña el catecismo; se habla continuamente de “pastoral”, mientras se abandonan progresivamente los ministerios sagrados; se habla de la Palabra de Dios, pero se enseña como si fuera un cuento de hadas. Se diserta sobre la cercanía a Dios, al tiempo que se burla o ridiculiza la Santísima Eucaristía. Al menos en la práctica. ¡Y todo esto es progreso!Uno podría haber pensado, en los últimos años, que los católicos estaban por fin empezando a escapar de las zonas de sombra de los años setenta, dejando muy atrás sus pompas y obras. Desgraciadamente, en la Iglesia de hoy estamos viendo un renovado esfuerzo por parte de algunos para promover el mismo viejo “progreso” postconciliar lamentado por el Cardenal Siri. Se nos da como “modelo pastoral” un modus operandi que se originó en la confusión secularizadora de los años inmediatamente posteriores al Concilio, un modus operandi que fracasó estrepitosamente entonces y que, por justicia de Dios, fracasará una y otra vez, ya que es antitradicional en su contenido, método y objetivos.
De hecho, se nos ha venido encima algo peor: una vuelta a la denigración, marginación y persecución abiertas de los tradicionalistas. Tras la Proclamación de la Emancipación (Summorum Pontificum) ha surgido un nuevo régimen -un Faraón que no conocía a Joseph Ratzinger, por así decirlo- que pretende reintroducir la esclavitud o, en el mejor de los casos, establecer una segregación estricta y una ciudadanía de segunda clase. En palabras realistas de Don Ariel di Gualdo:
Tuvimos el Concilio Vaticano II, pero, en la práctica, durante los años siguientes, volvimos al período que precedió al Concilio de Trento, con su corrupción y sus alarmantes luchas internas por el poder. Después de abundantes discursos hasta la saciedad sobre el diálogo, la colegialidad -desde hace casi medio siglo [esto fue escrito en 2013]- han surgido nuevas formas de clericalismo y autoritarismo. Los paladines progresistas del diálogo y la colegialidad utilizan la agresión y la coacción contra cualquiera que piense fuera de lo “religiosamente correcto”.En circunstancias normales, “Católico” debería ser equivalente a “Tradicional”. Hoy, decididamente, no significa eso. Con la infiltración del Modernismo en las altas esferas de la Iglesia, no puede significar eso, para algunos individuos. Sin embargo, dado que parte de la definición de ser Católico es -y debe ser siempre- adherirse a la Tradición que nos ha sido transmitida por los santos y honrar y preservar las tradiciones eclesiásticas in globo, se deduce que una adhesión explícita o implícita a la Tradición es necesaria para la salvación, mientras que odiar o despreciar la Tradición es señal de la intención de apartarse de la Iglesia de Cristo, poniendo en peligro el alma.
En este asunto hay mucho más en juego que las preferencias o inclinaciones de una persona concreta: está en juego la salvación de las almas. La evangelii gaudium o “alegría del Evangelio” está ligada a conocer la verdad, confesarla a tiempo y a destiempo, y aferrarse a ella con la determinación del amor. ¡Que Dios nos preserve de las falsas alegrías de este mundo y de todos los nuevos Evangelios que claman por ser aceptados!
Una objeción de Benedicto XV
A veces nuestros críticos razonan de la siguiente manera: La Tradición es, obviamente, un componente importante de la vida católica, y la transmisión y recepción de esa Tradición una tarea importante de la Iglesia; pero es sólo uno de una serie de tales componentes. La Tradición (continúa este objetor) no es tanto un criterio de verdad como un medio de conocer la verdad y, hasta cierto punto, una garantía de verdades. Aunque hoy se niegue la necesidad y el valor de la Tradición, eso no parece razón suficiente para elegir el término para identificarnos. No debemos hacer demasiado hincapié en una verdad que otros niegan; más bien, debemos darle el lugar que le corresponde en nuestro pensamiento. Después de todo, ¿no le resulta familiar la crítica del Papa Benedicto XV a poner un calificativo delante de Católico? Escribió en su encíclica de 1914 Ad Beatissimi Apostolorum:
Es nuestra voluntad que los católicos se abstengan de ciertas denominaciones que recientemente se han puesto en uso para distinguir a un grupo de católicos de otro. Deben evitarse no solo como “profanas palabras de novedad”, fuera de armonía con la verdad y la justicia, sino también porque generan grandes problemas y confusión entre los católicos. Tal es la naturaleza del Catolicismo que no admite más o menos, sino que debe considerarse como un todo aceptado o como un todo rechazado: “Esta es la fe católica, que a menos que un hombre crea fiel y firmemente; no puede salvarse” (Athanas. Credo). No es necesario agregar ningún término que califique a la profesión del catolicismo: es suficiente que cada uno proclame “Cristiano es mi nombre y Católico mi apellido”.
¿Qué se puede decir a esta argumentación?
Sin duda, Benedicto XV tiene razón al afirmar que hay que evitar los calificativos confusos o impertinentes, categorizaciones subjetivas como progresista, moderno, contemporáneo, liberal o conservador, que tienden a mezclar la política secular, la sociología y la religión. Por ejemplo, no se puede ser un “católico liberal”, ya que es una contradicción en los términos. “Católico contemporáneo” es o bien tautológico (puesto que todos los que viven hoy son ipso facto contemporáneos) o bien rebelde (definirse contra el catolicismo del pasado, lo que equivaldría simplemente a excluirse de la gran comunión de la Iglesia de todos los tiempos). El término “católico conservador” tampoco tiene mucho sentido, porque deja totalmente impreciso qué es lo que se conserva y por qué. (En cualquier caso, el conservadurismo no es más que liberalismo en cámara lenta). Podría haber toda una serie de calificativos de este tipo que, o bien entrañan una contradicción conceptual, o bien no transmiten nada sustantivo y relevante.
Llevar la insignia con honor y verdad
Hay, sin embargo, una forma bastante definida y defendible en la que uno puede llamarse a sí mismo Católico Tradicional o incluso Tradicionalista, y llevar este nombre como una insignia de honor.
Contrariamente a la tendencia del argumento del objetor, la fe católica no sólo está ligada a la Tradición, sino que existe realmente en el modo de la Tradición, es decir, en el modo de algo transmitido; y éste es el único modo en que vive, se mueve y tiene su ser. Del mismo modo que Dios Todopoderoso no nos salvó por medio de un sistema metafísico abstracto, sino a través de una historia larga y confusa, así también estableció la Iglesia Católica y su Doctrina y vida como una realidad confiada a los apóstoles y transmitida, por ellos, a las generaciones sucesivas. Mientras que uno puede tener un catecismo que se lea como caído del cielo con un contenido objetivo e intemporal (un estilo muy apropiado para un catecismo, sin duda), la fe es una realidad viva puesta en manos de ciertos pueblos elegidos y transmitida por ellos a nosotros que ahora creemos. En sentido amplio, toda la revelación -incluida la Escritura- forma parte de la Tradición. También la Escritura ha sido entregada a la Iglesia y transmitida por ella a nosotros.
Esta transmisión es integral, completa, sin distorsiones y esencialmente inmutable, tal como la ve San Vicente de Lérins. San Juan Henry Newman muestra con un razonamiento riguroso cómo los desarrollos legítimos que se han producido históricamente afectaron no al cuerpo de la verdad sino, por así decirlo, a su vestidura, o, dicho de otro modo, no a la verdad de la palabra sino a la plenitud de su expresión verbal. Aunque la crisis del modernismo puede entenderse de muchas maneras, el quid de la cuestión es la adopción de una concepción hegeliana (aunque también podría decirse darwiniana o marxista) del desarrollo de la Doctrina: lo que creemos ahora, cómo practicamos y rezamos, es y debe ser diferente de lo que era antes, simplemente porque nuestra época es diferente: nuestras experiencias, sentimientos, mentalidad, ciencia, son diferentes. El Católico Tradicional rechaza decididamente este engaño hegeliano y afirma la unidad vicenciana/newmaniana de la revelación tal como se ha transmitido a lo largo del tiempo, con la guía del Espíritu Santo que conduce a la Iglesia a la plenitud de la verdad.
Una vez que se admite que existe una verdad integral transmitida a lo largo de los siglos y desarrollada orgánicamente, debe ser posible que se produzcan desviaciones y corrupción a causa de los pecados de los cristianos. La herejía siempre es posible; la incomprensión, la distorsión, el énfasis excesivo, el énfasis insuficiente, la secularización, todas estas cosas pueden suceder; y cuando suceden, comienzan a socavar “la fe una vez dada a los santos” en las almas de los individuos que no son fuertes en el conocimiento y la práctica de la fe, incluidos los miembros de la jerarquía de la Iglesia.
Esto se vio con mayor notoriedad en Inglaterra en la época de la Reforma, cuando todos los obispos, excepto San Juan Fisher, siguieron las maquinaciones del rey Enrique VIII. Lo vemos hoy en día en la clara división entre los obispos que aceptan y enseñan la auténtica Doctrina Católica sobre el matrimonio y la familia y los que no lo hacen, o entre los obispos que saben y afirman claramente que la Iglesia Católica es la única y verdadera Iglesia de Cristo a la que todos los protestantes están llamados por Dios a volver, y los que aconsejan a la gente a permanecer en sus posiciones objetivamente erróneas, ya sea temporal o permanentemente.
Un punto de distinción
Precisamente en esta coyuntura surge un punto que, yo diría, distingue a los Tradicionalistas de los demás Católicos. Un Tradicionalista cree que es posible -y que realmente ha sucedido- que un Papa o un concilio introduzcan un lenguaje o una liturgia que se aparte de la constancia, integridad y pureza de la tradición católica en su forma “recibida y aprobada”, no de tal manera que se contradiga abiertamente el dogma o se ordene el pecado, sino de tal manera que se confundan las doctrinas, se invite a cometer errores, se difundan desviaciones. Si tal cosa ha tenido lugar, la solución no es arrojar por la borda lo que es antiguo, venerable y constante, sino juzgar como inadecuado y peligroso lo que se aparta de ello, y aferrarse a lo probado y verdadero.
Volvamos al punto del Papa Benedicto XV. El calificativo “Tradicional” unido a “Católico” es tan coherente y significativo como el conocido calificativo “Romano”; es más, mucho más, ya que “Romano” podría ser interpretado por los menos instruidos como una afirmación de que todos los Católicos pertenecen al Rito Latino, lo cual es totalmente falso, mientras que “Tradicional” enfatiza que nuestra fe nos llega en el modo singular de un depositum fidei comunicado por Cristo el Señor a sus apóstoles, y por ellos a sus sucesores, con el contenido esencial de la fe y la moral que nunca cambia, y sus ecos inmediatos, como la Liturgia, el Monacato y la Doctrina Social Católica, que son cuidadosamente preservados, guardados, enriquecidos y transmitidos.
En resumen, si las cosas no estuvieran tan podridas en el proverbial estado de Dinamarca, “Católico Tradicional” sería una redundancia, ya que no habría otro tipo del que hablar; pero en un mundo en el que se encuentran personas no tradicionales y antitradicionales que se cuentan a sí mismas como “católicas”, un apelativo clarificador separa al modernista (formal o material) del antimodernista. En una época de creciente oscuridad, esa claridad es muy necesaria y muy apreciada por quienes buscan soluciones fundamentales, no superficiales.
Pero, ¿no es farisaico llamarse “Tradicional”?
A veces se afirma que el Catolicismo Tradicional está ligado a una actitud orgullosa, que es imposible profesar el Tradicionalismo sin ser farisaico.
Tal afirmación es demasiado simplista y estrecha. Existe el peligro de orgullo o fariseísmo en cualquier descripción verdadera de uno mismo: Cristiano, Católico, Católico Romano, Tradicionalista. Decir “soy cristiano” es un auténtico alarde de San Pablo y de todos los mártires que han muerto por Jesucristo, incluidas las víctimas temerosas de Dios del extremismo islámico. ¿Debemos decir que, porque pueda haber alguien que se deleite demasiado con el título de cristiano y se considere mejor que su vecino incrédulo, el título mismo debe ser abolido? Da igual que se evite el bautismo, que, sin méritos propios, nos hace realmente mejores que antes, y mucho mejores que cualquier incrédulo.
Hay peligros de orgullo en cualquier estado o forma de vida. No es menos peligroso enorgullecerse de la supuesta “apertura mental” o libertad de ideología, de la inmunidad al “juiciosismo”, de la comprensión magníficamente equilibrada de las luchas de poder que subyacen a todas las realidades institucionales. Uno puede ser, paradójicamente, un fariseo de la apertura mental, un ideólogo del diálogo, un dogmático de negarse a dogmatizar. Uno puede ser simplista al ver a todos los que adoptan una postura firme como simplones.
El único que puede escapar al orgullo, al juicio y a la ideología es el que somete completamente su mente a una norma externa objetiva, el que somete su corazón a otro al que ama sin reservas. El Católico Tradicional es el que dice: Existe tal norma, y es la Revelación Divina, comunicada a nosotros en la Escritura y la Tradición y custodiada por el Magisterio perenne. Existe tal amado, nuestro Señor Jesucristo, a quien absolutamente todo -todas las acciones y sufrimientos humanos, todas las artes y ciencias, todas las culturas y gobiernos, ciudades y naciones- deben ordenarse intencionadamente si han de alcanzar el fin que Dios les ha dado. Y cuando no están así ordenadas, están condenadas, con el tiempo, a la debilidad, la perversión, la anarquía y el suicidio. El Tradicionalista puede mantener estas posiciones humildemente porque son ciertas. Al fin y al cabo, es la verdad la que nos hace libres.
El Tradicionalista desea recibir humildemente lo que el Señor le ha dado. Desea abrir de par en par su corazón a una herencia bendita que es siempre mucho mayor de lo que su propia mente limitada puede comprender, y mucho menos mejorar. El orgullo del católico modernista consiste en creerse superior a su herencia Católica, en una posición, podría decirse, de “ensimismada creatividad prometeica neopelagiana” hacia lo que ha sido devotamente transmitido, siglo tras siglo. El prejuicio del católico modernista puede verse en su actitud despectiva hacia las Tradiciones y hacia el Tradicionalista que las ama, a quien se niega a ver como un amante de la amplitud y profundidad de Cristo y de su Iglesia, y a quien le resulta fácil caricaturizar como pelagiano de mente estrecha, rígido, sin alegría, etcétera.
Nos alegramos, pues, de llamarnos Católicos Tradicionales (o Tradicionalistas), lo cual no distrae, sino que articula y defiende resueltamente la gloria de nuestro nombre cristiano y apellido católico. Y no es menos cierto que la exhortación de Benedicto XV también puede dirigirse a cada uno de nosotros: “Sólo que se esfuerce por ser en realidad lo que se llama a sí mismo”.
One Peter Five
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Usted puede opinar pero siempre haciéndolo con respeto, de lo contrario el comentario será eliminado.