El cardenal Giacomo Biffi (1928-2015) pronunció varias conferencias sobre Nuestro Señor Jesucristo durante los tres años de preparación del Jubileo del año 2000. Al final de la dedicada a la Resurrección, se acercó al Cardenal una mujer que, tras presentarse como catequista, le preguntó si era verdad que el Señor estaba realmente vivo. El cardenal Biffi, al escuchar tal pregunta de una catequista, se quedó estupefacto, pero inmediatamente confirmó que Cristo Jesús ha resucitado de verdad, por lo tanto está vivo. “¡Pero eso lo cambia todo!”, exclamó la mujer.
Este episodio narrado por el cardenal Biffi nos recuerda que el hecho de nuestra fe -que realmente lo cambia todo- es la Resurrección de Cristo. “Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana”, escribió San Pablo (1 Co 15,15). Por lo tanto, nuestra fe no es vana, porque Cristo ha resucitado verdaderamente y, a la derecha del Padre, “con los signos de la pasión vive inmortalmente” (cf. Prefacio Pascual III).
¿En qué Jesucristo creemos?
Jesús de Nazaret no es un sabio que dejó un mensaje de amor, paz y fraternidad para la humanidad; tampoco es un revolucionario que pretendía liberar al pueblo de la opresión religiosa y política de la época.
Jesucristo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo de Dios que se hizo hombre para salvarnos, es decir, para redimirnos del pecado y devolvernos al paraíso (cf. Catecismo de la doctrina cristiana, San Pío X, nn. 23 y 25).
Y, sin embargo, para muchos, demasiados bautizados -incluso entre los más altos clérigos-, el Señor no es más que un mero personaje histórico, aunque profético, aunque digno de aprecio (como si el Señor nos necesitara), que vivió hace 2000 años y del que ni siquiera sabemos lo que dijo y dejó a sus discípulos, ya que entonces no había grabadoras.
El ateísmo disfrazado
¿Cómo puede uno llamarse cristiano y afirmar tales aberraciones sin darse cuenta de que se está sumiendo en la heterodoxia o, peor aún, en la apostasía? Todo esto es fruto del modernismo, esa corriente filosófica que fue desenmascarada por San Pío X (1903-1914) con la encíclica Pascendi del 8 de septiembre de 1907. El problema del modernismo no era la herejía en sí, es decir, la negación de una verdad de fe, sino el cambio mismo del concepto de verdad (dogma y doctrina), convirtiéndose así en el pozo negro en el que desembocan todas las herejías.
La Fe Católica -según la enseñanza de Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, confirmada por el Concilio de Trento y el Vaticano I, así como por todos los Papas- consiste en el asentimiento del intelecto a la Verdad revelada, mientras que para el modernista se trata de un sentimiento religioso ciego que “procede del corazón”.
Para el católico sano el centro es Cristo vivo y real, realmente presente en la Eucaristía, para el modernista lo que importa es el Jesús ideal e imaginario, un Jesús espiritual que pueda alimentar de alguna manera el 'movimiento del corazón', que me haga oír lo que quiero oír, que no interfiera con los 'NO' de la ley y la moral. No olvidemos que la perspectiva luterana ofrecía ciertamente siglos antes el camino más práctico, quizás incluso el más fácil... pero también el más peligroso porque en esencia Lutero dijo: "si Jesús es o no es el Hijo de Dios no es importante; lo que importa es sólo que Él es el Salvador"... aquí, algo parecido ocurre hoy en las "nuevas pastorales" dentro de la Iglesia: la conversión del pecado, el abandono y la condena del pecado porque ofende a Dios, no es importante, lo que importa es sólo que hagas tu "hosanna" al Salvador....
Así pues, todo evoluciona, cambia, incluso los dogmas y las doctrinas, porque Dios no es trascendente, es decir, fuera de mí, -el Todopoderoso al que se debe obediencia-, sino que es inmanente, es decir, dentro de mí; por lo tanto, lo que importa es “lo que pienso de Dios”, cómo lo veo “a él” decidiendo, cada cierto tiempo, cómo adorarlo, cómo relacionarme con él, cómo proceder. Todo esto es fundamental para entender bien este pontificado, o al menos intentar entenderlo.
Más allá de las graves, muy graves ambigüedades que suele decir el papa Francisco, es necesario entender que su concepción del cristianismo no es católica, sino jesuítica de corte modernista.
Francisco es jesuita no sólo en el método -es decir, no disgustar a nadie, intentar agradar a todos, ser más listo que todos-, sino también en la mentalidad progresista de su mentor Pedro Arrupe (1907-1991).
Del cristocentrismo al “espiritucentrismo”
Hay un gran ausente en el pontificado de Francisco: Jesucristo. Es cierto que Bergoglio habla mucho de Jesús, sobre todo en las audiencias generales de los miércoles o en ocasiones especiales, pero ni más ni menos que lo que suelen hacer los protestantes.
El pontificado de Francisco no es cristocéntrico, sino espíritucéntrico.
Francisco habla a menudo del Espíritu Santo, ha reiterado que es el verdadero protagonista del “sínodo sobre la sinodalidad”, pero en realidad se trata de un Espíritu “no personal” sino meramente espiritual. Leyendo con serenidad los textos oficiales, a menudo surge un 'Espíritu Santo' carismático... ¡de estilo Pentecostal!
El heredero del modernismo es el progresismo, que impone la primacía de la praxis sobre la teoría, es decir, la "pastoral" sobre la doctrina. Las dos corrientes teológicas más extremas del progresismo son la teología de la liberación y la teología del pueblo.
Para la teología de la liberación, Jesús de Nazaret es un profeta que hizo comprender que existe una fuerza divina y espiritual en el corazón de todos -llegando incluso a sacrificar su vida en la cruz en protesta contra la injusticia-, pero no consiguió instaurar en la tierra el Reino de los Cielos del que hablaba, es decir, un paraíso terrenal donde nadie esté oprimido ni se sienta oprimido. Por lo tanto, corresponde a sus seguidores a lo largo de los siglos, guiados por el "Espíritu", esa fuerza divina que actúa en la historia, instaurar el Reino de la “justicia social”.
Para la teología del pueblo, variante argentina, Jesús de Nazaret es el sacerdote de la humanidad, aquel cuya misión es liberar a las personas de la injusticia social y religiosa, hasta el punto de que quiso ser crucificado en solidaridad con los oprimidos. Enseñó que el Espíritu divino está en todo hombre que ama a los pobres y se esfuerza por hacer de la tierra un hogar para todos, por lo que se manifiesta en la historia revelando a las personas en camino lo que deben hacer para instaurar el Reino de los Cielos en la tierra.
La dislocación de la Monotriada Divina, causa de la esquizofrenia de la pastoral actual
En ambos casos, sin embargo, el Espíritu Santo así entendido ya no procede del Hijo. El gran filósofo Romano Amerio (1907-1995) explicó que el Filoque es fundamental, porque es la identidad del Hijo la que garantiza la de la Santísima Trinidad.
Cuando el Espíritu Santo (Ágape) no procede del Hijo (Logos) -dislocación de la Monotriada Divina-, entonces el amor se convierte en acción sin verdad, o en ciego sentimiento religioso; en un capricho, en definitiva.
Se produce así el llamado cambio de paradigma: Dios se convierte en una mera excusa para adorar al hombre. El modernismo es intrínsecamente antropocéntrico, es decir, pone al hombre en el centro, lo coloca en el lugar de Dios, con la excusa de sus fragilidades, de sus debilidades.
Así, la Iglesia ya no se convierte en la Esposa de Cristo que corrige a los descarriados y recupera las almas que hay que salvar, sino en una esclava del mundo - habiéndose rendido al mundo - busca mantenerse viva complaciendo los pecados de los hombres, abrazando sus modas.
El "nuevo Pentecostés" es una nueva Babel
Y cuando seguimos oyendo hablar de un "nuevo Pentecostés" desde hace unos 60 años, y hoy repetidamente en el “Sínodo sobre la Sinodalidad”, recordemos que todos los Pontífices y los grandes Maestros han hablado siempre de "RENOVACIÓN" y no de "nuevo", tanto que León XIII, que escribió la Encíclica sobre el Espíritu Santo en la transición del 1800 al 1900: Divinum Illud Munus, contra las derivas doctrinales sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, amonestaba así:
“Baste, por último, saber que si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: ‘Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia’Es decir... después del acontecimiento original de Pentecostés, nunca habrá otro “nuevo Pentecostés”, lo que han aprovechado los Santos del pasado, las reformas, etc., y lo que podemos experimentar con una verdadera reevangelización, proviene siempre de ese Pentecostés que no cesará hasta el fin del mundo; ese único e inimitable Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad que no puede contradecirse, ni contradecir lo que ha dicho y enseñado a toda la Iglesia en los dos mil años que acaban de pasar.
Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia tiene ya la máxima, que ha de durarle hasta que, desde el estadio de la milicia terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial.No menos admirable, aunque en verdad sea más difícil de entender, es la acción del Espíritu Santo en las almas, que se esconde a toda mirada sensible.Y esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta que el mismo Cristo, su donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo afirma San Juan: ‘Del seno de quien creyere en Mí, como dice la Escritura, brotarán fuentes de agua viva’; testimonio que glosó el mismo evangelista, diciendo: ‘Dijo esto del Espíritu Santo, que los que en El creyesen habían de recibir’ (Jn 7, 38.39)”.
Cronicas de papa Francisco
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