Por Regis Martin
En las Escrituras se nos recuerda repetidamente que Cristo vino al mundo para traernos la verdad y la vida: la verdad sobre sí mismo y sobre el Padre, para que pudiéramos vernos a nosotros mismos en relación con Él; y la vida, para que pudiéramos llegar a compartir el misterio mismo de su vida divina y eterna.
Estos dos componentes de nuestra fe común están constantemente en juego en la Revelación traída por Cristo. Si el primero pertenece al ámbito de la estética, que consiste en ver la forma, la figura humana asumida por la Segunda Persona, el Verbo de Dios encarnado, el segundo pertenece al ámbito de la ética, que ofrece la posibilidad real de conformar nuestra vida al modelo perfecto establecido por Cristo en su relación con nosotros.
Es en Cristo donde tenemos el privilegio de ver la Gloria de Dios resplandeciendo en el rostro humano de Jesús; y, al mismo tiempo, somos facultados por Su gracia para tomar decisiones plenamente alineadas con Su propia vida, cuyo significado es puro amor que se entrega.
“Nada hay más hermoso que comenzar”, nos ha recordado con razón el poeta Pavese. Y nunca podría haber un comienzo más hermoso que el que Dios mismo comenzó en el acontecimiento de la Encarnación de su Hijo.
Todo en la vida de fe está diseñado, por lo tanto, para llevarnos de vuelta a ese principio, de vuelta a la fuente de la que depende todo en el universo. Es la experiencia fundamental, cuya superación no es posible imaginar. Ni siquiera los ángeles podrían haber previsto un acontecimiento tan grande, tan superador, como la venida de Cristo.
Y lo que ese acontecimiento transmite es una inmediata y abrumadora sensación de belleza, de puro resplandor en cascada, combinada con un necesario y urgente esquema de conducta. En resumen, el acoplamiento perfecto de visión y virtud, vista y santidad. Nunca será necesaria una tercera vía. Y cuando ambas se unan de ese modo, cuando coexistan la verdad y la vida de la Cosa Católica, el resultado constituirá nada menos que el esplendor de la teología misma.
Nadie ha escrito con más elocuencia y erudición sobre este hecho que Hans Urs von Balthasar, que lo ha descrito como “ese fuego feroz que arde en la noche oscura de la adoración y la obediencia, cuyos abismos ilumina”. Un fuego deslumbrante y devorador, nada menos, que expresa esos dos momentos definitorios de la fe, del amor adorador seguido del servicio obediente, de la verdad de Dios que forja un camino que conduce a la vida, a la vida sin fin con Dios. En otras palabras, la vida contemplativa y la vida activa. O, dicho de otro modo, el culto y el trabajo, María y Marta.
Está la experiencia del Monte Tabor, de contemplar el rostro glorificado de Cristo, o, como los pastores en aquella noche mágica, ser atraídos en adoración para arrodillarse ante la belleza radiante del Niño. Seguido, como siempre, por la invitación a tomar la Cruz y seguir las huellas del traspasado y crucificado. “Ni por un momento”, declara Balthasar, “podemos olvidar ese punto puro de origen, las raíces de las que, todo alimento se extrae: la adoración, en la que vemos, en la fe, los cielos abiertos; y la obediencia en el vivir, que nos libera para comprender la verdad”.
Y ¿cuál es esa verdad que hemos de comprender, más aún, con la que hemos de comulgar para siempre, sino el hecho de que somos amados por Jesucristo de la manera más radical y temeraria posible? “Pues debéis comprender”, dice Balthasar: “Él desea la cercanía; le gustaría vivir en ti y mezclar su aliento con tu respiración. Le gustaría estar contigo hasta el fin del mundo”.
Nuestro Dios, por decirlo sencillamente, es un mendigo de nuestro amor, Su corazón late sin cesar, suspirando todo el día y todos los días por nuestra atención, por nuestro amor. Y cuando Su corazón palpitante, unido hipostáticamente al Verbo eterno del Padre, “de repente salta de Su emboscada y se agarra a tu corazón con uno de Sus famosos asideros, y tu corazón se vuelve loco de palpitaciones, entonces debes arrojarte rápidamente y decir con toda humildad: 'Señor, aléjate de mí. Soy un hombre pecador'. Hacedle homenaje y decidle: 'No soy digno de que entres en mi casa'....”
Pero, por supuesto, Él no se irá, tan absolutamente irónica es la estrategia del Verbo encarnado y, sí, crucificado. ¡Qué giros tan sorprendentes ha dado Dios al enviarnos a su Hijo! No es que seamos los únicos sedientos de Dios, que sea sólo el corazón humano el que permanece inquieto hasta que, como dijo San Agustín en la primera página de las Confesiones, encontremos descanso en Dios. Es que Dios mismo se ha vuelto tan inquieto en su búsqueda de nosotros que nada nos satisfará hasta que haya tomado posesión de todos nosotros, todo el tiempo, hasta el fondo de nuestros calcetines.
¿No es éste el mensaje de los Evangelios, la idea central de toda la Biblia? Que Dios ha venido entre nosotros con un ardor tan feroz, tan devorador, que no se apagará por nada, ni por el polvo ni por el pecado, que podamos, en nuestra huida despreocupada de Él, poner en el camino para cambiar o desviar su venida tras nosotros.
El corazón de Dios está en el centro mismo, en el corazón del mundo. Y en la fe se nos da no sólo una fugaz visión de la gloria venidera, sino un verdadero presagio de la dicha que nos espera al otro lado, cuando caigamos por fin en brazos de un Dios que nos ha perseguido desde el principio, impaciente por tenernos a toda costa.
Crisis Magazine
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