Por el padre Jean-Marie Perrot
Sabemos que nadie puede oír una confesión si no ha recibido el poder para hacerlo de la autoridad competente (más comúnmente el obispo diocesano).
Ahora bien, nadie recibió esta facultad si antes no había superado con éxito los exámenes sobre el sacramento mismo y sobre la moral. Recordemos, por ejemplo, que San Padre Pío esperó varios años antes de confesarse, habiéndole impedido sus problemas de salud presentarse a dichos exámenes. La formación -inicial, pero también permanente- en el sacramento incluía los llamados “casos morales”, situaciones típicas que representan penitentes y pecados que el (futuro) confesor sería o fue llevado a escuchar.
Padre, médico y juez
El encuentro de un sacerdote y un penitente en el sacramento de la penitencia es un acontecimiento al que la Iglesia concede una importancia particular: fomenta generosamente su celebración y protege solemnemente su contenido.
Promueve su celebración eximiendo con bastante facilidad al ministro de la mayor parte de los elementos externos (empezando por el lugar), de manera que se multiplican las circunstancias en las que se puede acercar al sacramento, para que sobre todo no se pierda la oportunidad de restaurar una alma al estado de gracia - si bien, hay que recordarlo, es muy oportuno que en este sacramento como en cualquier otro, y en el culto en general, la dignidad de la acción de Cristo se manifieste habitualmente con “noble sencillez”, para usar la expresión con la que el Concilio Vaticano II calificó la liturgia latina. Sólo en situaciones de peligro de muerte se permite tal libertad para el bautismo y la extrema unción, y por lo tanto también para la confesión. Porque también aquí se trata potencialmente de una cuestión de vida o muerte.
Al mismo tiempo, el sacramento está rodeado de un secreto del que nadie puede escapar y que debe ser asumido por el ministro a cualquier precio.
La importancia crucial de este sacramento se afirma así en la Iglesia. Todavía es o fue -vamos a dudar en conjugar ciertos verbos en presente- por disposiciones relativas al sacerdote, en las que queremos insistir más.
Al no tener, la mayoría de las veces, carismas extraordinarios de presciencia o discernimiento, los sacerdotes confesores deben adoptar el camino humilde que el mismo Padre Pío reconocía como necesario seguir en la dirección espiritual: “No sé cómo dirigir las almas que el Señor me ha confiado y me confiará. Para algunos, habría una necesidad real de luz sobrenatural y no sé si la tengo o no, y a veces estoy tentado a conducirme con un poco de la pálida y fría doctrina aprendida en los libros”. ¿Y qué doctrina siguió? La de los autores más seguros: Jean de la Croix, François de Sales, Alphonse de Liguori, por nombrar sólo tres.
Los manuales clásicos sobre la confesión imponían la misma exigencia, la misma responsabilidad, humilde y estudiosa, en torno a las tres cualidades del sacerdote en este sacramento: es padre, doctor y juez (cf. nuevamente Catecismo de la Iglesia Católica nº 1465). Incluso dando primacía –y todos los libros de texto lo hacen– a la paternidad, un sacerdote no puede contentarse con “dos o tres ideas piadosas”, como recordaba recientemente un conferenciante a los sacerdotes, no solo en la confesión, sino también en todos los discursos, comenzando por el sermón dominical. ¿Qué padre, además, en determinadas circunstancias, se contentaría con ideas vagas, cuando advierte una desviación un tanto grave en el comportamiento de su hijo, o cuando éste le hace preguntas un tanto incisivas? ¿Cuál se limitaría a su propio juicio?
En la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et pœnitentia de 1984, después de casi dos décadas de renuncia al sacramento de la penitencia, Juan Pablo II sentó las bases de una renovación, insistiendo -como primer elemento de la grandeza del sacramento- en la dignidad del ministro, configurado con Cristo por la ordenación. De esta dignidad brota una exigencia de santidad y conocimiento en el sacerdote: “Este ministerio del sacerdote es sin duda el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de los más bellos y consoladores (...) Para el cumplimiento eficaz de este ministerio, el confesor debe poseer necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza atemperada por la dulzura y la bondad. Debe tener también una seria preparación, no fragmentaria, sino completa y coherente, en los diversos sectores de la teología, en los campos de la pedagogía y de la psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento profundo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero es aún más necesario que el confesor esté animado por una intensa y sincera vida espiritual. Para conducir a otros por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia debe ser el primero en recorrerlo él mismo y en dar -más con hechos que con discursos abundantes- pruebas de experiencia real de oración vivida, de práctica de las virtudes teologales y morales evangélicas, de obediencia fiel a la voluntad de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio.
Toda esta combinación de cualidades humanas, virtudes cristianas y habilidades pastorales no se puede improvisar y no se puede adquirir sin esfuerzo. Para el ministerio de la Penitencia sacramental, todo sacerdote debe prepararse desde los años del seminario, no sólo por el estudio de la teología dogmática, moral, espiritual y pastoral (que forma una sola teología), sino también por las ciencias humanas, la metodología de el diálogo y, sobre todo, la pastoral. Luego tendrá que ponerse en marcha y ser apoyado en sus primeras experiencias. Él mismo deberá ocuparse de su propia superación, de actualizar su formación a través del estudio permanente (#29)”.
En la época de la dictadura del relativismo
En la confesión, esta exigencia de santidad y de conocimiento -que hace del confesor, como ministro del sacramento, también un confesor en el sentido de la profesión de fe- aparece hoy más crucial que nunca, porque, "frente", por así decir, al penitente que acude a él, la ignorancia de los fundamentos de la vida cristiana o la impregnación de ideas mundanas pueden haber debilitado gravemente verdades y puntos de referencia, criterios y recursos.
Dirigiéndose a los participantes en el curso anual sobre el foro interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, Benedicto XVI declaró en marzo de 2010, es decir durante el Año Sacerdotal: “Vivimos en un contexto cultural marcado por una mentalidad hedonista y relativista, que tiende a borrar a Dios del horizonte de la vida, no favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no ayuda a discernir el bien del mal y a desarrollar un sentido correcto del pecado. Esta situación hace aún más urgente el servicio de los administradores de la divina Misericordia. No debemos olvidar, en efecto, que existe una especie de círculo vicioso entre el oscurecimiento de la experiencia de Dios y la pérdida del sentido del pecado (…) La “crisis” del Sacramento de la Penitencia, de la que a menudo hablamos , interpela sobre todo a los sacerdotes y su gran responsabilidad de educar al pueblo de Dios en las exigencias radicales del Evangelio”.
Volvamos al Padre Pío para terminar: Hace algunos años le pareció oportuno a la provincia de los Capuchinos de Foggia, que era la del Padre Pío, publicar en un solo volumen las sesiones comunitarias de “casos de moralidad” donde, a partir de 1920 a 1951, se atestigua su presencia. La conclusión de la obra califica al Padre Pío como “magisterialis et pastoralis theologus”,un teólogo cuya ciencia lo hizo digno tanto de la enseñanza como del cuidado pastoral de las almas. No sólo los extraordinarios dones carismáticos que recibió no explican completamente su ministerio en el confesionario; pero, más aún, tuvo el cuidado y la exigencia, a lo largo de su existencia, de profundizar en la ciencia teológica que sus estudios y sus tiempos de reclusión forzosa (por la enfermedad o por falta de las sanciones que le prohibían toda actividad pastoral) le habían permitido adquirir.
Res Novae
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